– ¿Todavía nada? -preguntó a su observador de radar, un teniente llamado Regis Murphy, que no paraba de mascar chicle.
– Todavía está fuera de nuestro alcance -respondió Murphy-. Los últimos datos del centro espacial de Colorado sitúan su altitud de órbita en cuarenta kilómetros, velocidad aproximada de nueve mil kilómetros por hora y reduciéndose. Debería llegar a nuestro sector dentro de cinco minutos y cuarenta segundos, a una velocidad de mil ochocientos kilómetros por hora.
Hollyman se volvió y observó el negro cielo a su espalda, percibiendo el débil resplandor de los tubos de escape de los dos aviones que le seguían.
– ¿Me oyes, Fox Dos?
– Sí, Fox Uno.
– ¿Fox Tres?
– Le oímos.
Una nube de opresión pareció llenar la cabina de Hollyman. Nada de esto tenía sentido, Él no había consagrado su vida a defender a su país, no había pasado años de adiestramiento intensivo, simplemente para tener ahora que derribar una nave espacial desarmada que transportaba inocentes científicos. Tenía que haber algún terrible error.
– Control de Colorado, aquí Fox Uno.
– Diga, Fox Uno.
– Pido permiso para terminar la maniobra. Cambio.
Hubo una larga pausa. Después:
– Comandante Hollyman, soy el general Alian Post. ¿Me oye?
Conque éste era el inteligente general, pensó Hollyman.
– Sí, mi general, le oigo.
– Esto no es una maniobra. Repito: no es una maniobra.
Hollyman no se mordió la lengua.
– ¿Se da cuenta de lo que me pide que haga, señor?
– No le pido nada, comandante. Le ordeno que derribe el Gettysburg antes de que aterrice en Cuba.
No había habido tiempo para informar de todo a Hollyman cuando se le había ordenado que emprendiese el vuelo. Se quedó pasmado y aturdido ante la súbita revelación de Post.
– Disculpe que le pregunte esto, mi general, pero, ¿actúa usted siguiendo órdenes superiores? Cambio.
– La orden viene directamente del comandante en jefe de la Casa Blanca. ¿Le basta con esto?
– Sí, señor -dijo lentamente Hollyman-. Supongo que sí.
¡Dios mío!, pensó desesperadamente. No había manera de eludir la orden.
– Altura treinta y cinco kilómetros; nueve minutos para el aterrizaje -dijo Burkhart a Jurgens, leyendo los instrumentos-. Tenemos luces a nuestra derecha.
– ¿Qué pasa, Houston? -preguntó Jurgens, frunciendo el entrecejo-. ¿Adonde diablos nos llevan?
– Tranquilo -respondió la voz impasible del director de vuelo Foley-. Siguen el rumbo exacto. Les haremos aterrizar.
– El radar y los indicadores de navegación dicen que vamos a aterrizar en el centro de Cuba. Por favor, comprueben.
– No hace falta, Gettysburg, están en la fase final.
– No comprendo, Houston. Repito: ¿dónde nos están obligando a aterrizar?
No hubo respuesta.
– Escúchenme -dijo Jurgens, al borde de la desesperación-. Voy a emplear los mandos manuales.
– No, Dave. Deje actuar el mando automático. Todos los sistemas están dispuestos para el aterrizaje.
Jurgens apretó los puños, ahora desesperado.
– ¿Por qué? -preguntó-. ¿Por qué están haciendo esto?
No hubo respuesta.
Jurgens miró a Burkhart.
– Pon el freno de velocidad al cero por ciento. Pasamos a TAEM [1]. Quiero mantener esta nave en el aire hasta que pueda conseguir alguna respuesta clara.
– No harás más que prolongar lo inevitable durante un par de minutos -dijo Burkhart.
– No podemos quedarnos sentados aquí y permitir que esto suceda.
– No depende de nosotros -dijo tristemente Burkhart-. No tenemos otro lugar adonde ir.
El verdadero Merv Foley estaba sentado delante de una consola en el Centro de Control de Houston, furioso e impotente. Su rostro, pálido como la cera, tenía una expresión de incredulidad. Golpeó con el puño el borde de la consola.
– Les estamos perdiendo -dijo, desesperado.
Irwin Mitchell, del «círculo privado», estaba inmediatamente detrás de él.
– Nuestros encargados de las comunicaciones están haciendo todo lo que pueden para establecer contacto.
– ¡Demasiado tarde, maldita sea! -gritó Foley-. Están en la última fase de acercamiento. -Se volvió y agarró a Mitchell del brazo-. Por el amor de Dios, Irv, pida al presidente que les deje aterrizar. Entreguen la lanzadera a los rusos; que saquen de ella todo lo que puedan. Pero, por el amor de Dios, no permitan que mueran estos hombres.
Mitchell miró torvamente las pantallas de datos.
– Ésta es la mejor manera -dijo, en tono vago.
– Esos colonos de la Luna… son sus paisanos. Después de todo lo que han logrado, después de años de luchar por conservar la vida en un medio hostil, no pueden simplemente eliminarlos cuando están a punto de volver a casa.
__Usted no conoce a esos hombres. Nunca permitirían que los resultados de sus esfuerzos fuesen a parar a manos de un gobierno hostil. Si yo estuviese allá arriba y Eli Steinmetz aquí abajo, él no vacilaría en hacer añicos el Gettysburg.
Foley miró a Mitchell durante un largo instante. Después se volvió y hundió la cabeza entre las manos, abrumado por el dolor.
57
Jessie levantó la cabeza y miró a Pitt, nublados los ojos castaños y con lágrimas rodando sobre las moraduras de sus mejillas. Ahora estaba temblando, tanto de espanto por los muertos que le rodeaban como de inmenso alivio. Pitt la abrazó, obedeciendo un súbito impulso, sin decir nada, y le quitó delicadamente la pistola de la mano. Después la soltó, cortó rápidamente las ataduras de Giordino, dio un apretón tranquilizador al hombro de Gunn y se acercó al enorme mapa de la pared.
Lo golpeó con los nudillos, calculando su grosor. Entonces se echó atrás y dio una patada al centro del océano índico. El panel oculto cedió, giró sobre sus goznes y chocó contra la pared.
– Volveré en seguida -dijo Pitt, y desapareció en un pasillo.
El interior estaba bien iluminado y alfombrado. Pitt corrió descuidadamente, sosteniendo la pistola delante de él. El corredor tenía aire acondicionado y estaba fresco, pero el sudor brotaba de sus poros con más intensidad que nunca. Se enjugó la frente con una manga, dejando de ver por un breve instante, y a punto estuvo esto de costarle la vida.
En el momento exacto en que llegaba a un pasillo lateral, y como en una escena de una vieja película muda de Mack Sennett, chocó con dos guardias que doblaban la esquina.
Pitt pasó entre ellos, empujándoles hacia los lados; después giró en redondo y se dejó caer al suelo. El factor sorpresa le favoreció. Los guardias no habían esperado encontrar a un enemigo tan cerca del despacho del general Velikov. Pitt lo aprovechó y disparó cuatro veces antes de que los sorprendidos guardias tuviesen oportunidad de hacerlo con sus rifles. Se puso de pie de un salto, mientras estaban todavía cayendo.
Durante dos segundos, tal vez tres (le pareció una hora), contempló las figuras inertes, extrañado de no verse afectado por sus muertes, pero pasmado de que todo hubiese ocurrido tan deprisa. Mental y emocionalmente, estaba agotado; pero físicamente, se sentía razonablemente en forma. Pitt respiró profundamente hasta despejar el cerebro, y después trató de imaginar cuál era el pasillo que conducía al centro electrónico del edificio.