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Hollyman realizó los movimientos mecánicos previos al ataque. Las señales visuales en el panel de delante y en el parabrisas mostraban la velocidad necesaria y los datos de navegación, junto con las indicaciones referentes a los sistemas de lanzamiento de misiles. Un ordenador digital apuntaba automáticamente a la lanzadera espacial, y él poco tenía que hacer, salvo apretar un botón.

– Control de Colorado, tengo la posición del blanco.

– Bien, Fox Uno. Cuatro minutos para el aterrizaje. Empiece su ataque.

Hollyman estaba atormentado por la indecisión. Sintió una oleada de náuseas que le privó temporalmente de todo movimiento. Su mente estaba atribulada por la plena conciencia del acto terrible que estaba a punto de cometer. Había alimentado la inútil esperanza de que todo aquello fuera un espantoso error y de que el Gettysburg, como un reo a punto de ser ejecutado en una vieja película, sería salvado en el último minuto por el indulto del presidente.

La brillante carrera de Hollyman en las Fuerzas Aéreas estaba acabada. A pesar del hecho de que cumplía órdenes, sería siempre señalado como el hombre que había destruido el Gettysburg y sus pasajeros en el aire. Y experimentaba un miedo y una cólera como jamás había sentido.

No podía aceptar su mala suerte, ni que el destino le hubiese elegido para el papel de verdugo. Maldijo en voz baja a los políticos que tomaban decisiones militares y que le habían puesto en esta situación.

– Repita, Fox Uno. Su transmisión fue confusa.

– Nada, control. No he dicho nada.

– ¿A qué se debe su demora? -preguntó el general Post-. Empiece inmediatamente el ataque.

Hollyman alargó los dedos sobre el botón de fuego.

– Que Dios me perdone -murmuró.

De pronto, los dígitos en su instrumento de seguimiento empezaron a cambiar. Los estudió brevemente, atraído por la curiosidad. Después miró hacia la nave espacial. Parecía oscilar.

– ¡Control de Colorado! -gritó por el micrófono-. Aquí Fox Uno. El Gettysburg ha cambiando de rumbo. ¿Me oyen? El Gettysburg ha torcido a la izquierda y se dirige hacia el norte.

– Le oímos, Fox Uno -respondió Post, con ostensible alivio en su voz-. También nosotros hemos registrado el cambio de rumbo. Tome posiciones y manténgase cerca de la lanzadera. Esos hombres van a necesitar todo el apoyo moral que se les pueda prestar.

– Con mucho gusto -dijo entusiasmado Hollyman-. Con mucho gusto.

Un manto de silencio envolvía la sala de control del Centro Espacial Johnson. Ignorantes del drama casi fatal representado por la Fuerza Aérea, el equipo de tierra de cuatro controladores y un grupo creciente de científicos y administradores de la NASA estaban sumidos en un purgatorio de pesimismo. Su red de seguimiento reveló el súbito giro de la lanzadera hacia el norte, pero podía indicar simplemente una vuelta o un giro en S como preparación para el aterrizaje.

Entonces, con sorprendente brusquedad, la voz de Jurgens rompió el silencio.

– Houston, aquí Gettysburg. ¿Me oyen? Cambio.

La sala de control estalló en un estruendo de aclamaciones y aplausos. Merv Foley reaccionó rápidamente y respondió:

– Sí, Gettysburg. Bienvenido al redil.

– ¿Estoy hablando con el verdadero Merv Foley?

– Si somos dos, espero que pillen al otro antes de que firme con mi nombre un montón de cheques.

– Eres Foley, desde luego.

– ¿Cuál es su situación, Dave? Cambio.

– ¿Me están siguiendo?

– Todos los sistemas han funcionado, salvo las comunicaciones y el control de dirección, desde que salieron de la estación espacial.

– Entonces ya saben que nuestra altitud es de quince mil metros, y la velocidad, de mil seiscientos kilómetros por hora. Vamos a tratar de aterrizar en la Estación Aeronaval de Key West. Cambio.

Foley miró a Irwin Mitchell, tenso el semblante.

Mitchell asintió con la cabeza y dio un golpecito en el hombro de Foley.

– Detengamos cualquier otra maniobra y traigamos a esos muchachos a casa.

– Está a más de seiscientos kilómetros -dijo desesperadamente Foley-. Nos las habemos con una nave de cien toneladas que desciende tres mil metros por minuto con una inclinación siete veces mayor que la de un avión comercial. Nunca lo conseguiremos.

– Nunca digas nunca -replicó Mitchell-. Ahora diles que ponemos manos a la obra. Y procura parecer animado.

– ¿Animado? -Foley tardó unos segundos en sobreponerse y después apretó el botón de transmisión-. Está bien, Dave, vamos a resolver el problema y traerles a Key West. ¿Están en TAEM? Cambio.

– Sí. Estamos haciendo todo lo posible por conservar la altura. Tendremos que cambiar el sistema normal de acercamiento para extender nuestro alcance. Cambio.

– Comprendido. Todas las unidades aéreas y marítimas de la zona están siendo puestas en estado de alerta.

– No sería mala idea hacer que la Marina supiese que estamos llegando para tomar el desayuno.

– Lo haremos -dijo Foley-. No corte.

Apretó un botón y aparecieron los datos de seguimiento en la pantalla de su consola. El Gettysburg descendía a menos de doce mil metros y todavía tenía que volar ciento cincuenta kilómetros.

Mitchell contempló la imagen de la trayectoria en la pantalla gigante de la pared. Se puso el auricular y llamó a Jurgens.

– Dave, soy Irwin Mitchell. Vuelva a la dirección automática. ¿Me ha oído? Cambio.

– Lo he oído. Irv, pero no me gusta.

– Será mejor que los ordenadores dirijan esta fase del acercamiento. Podrá volver al mando manual quince kilómetros antes de aterrizar.

– Bien. Cierro.

Foley miró, expectante, a Mitchell.

– ¿Están muy cerca? -fue todo lo que preguntó.

– A un tiro de piedra -dijo Mitchell, respirando hondo.

– ¿Podrán conseguirlo?

– Si el viento sigue como ahora, tienen una pequeña posibilidad. Pero si aumenta a veinte nudos, están listos.

No se sentía miedo en la cabina del Gettysburg. No había tiempo para esto. Jurgens seguía atentamente la trayectoria de descenso en las pantallas del ordenador. Abría y cerraba los dedos como un pianista antes del concierto, esperando ansiosamente el momento en que tomaría el mando manual para las últimas maniobras del aterrizaje.

– Tenemos un acompañante -dijo Burkhart.

Por primera vez, Jurgens desvió la mirada de los instrumentos y miró por la ventanilla. Pudo distinguir a duras penas un caza F-15 que volaba a su lado a una distancia de unos doscientos metros. Mientras lo observaba, el piloto encendió las luces de navegación e hizo oscilar las alas del aparato. Otros dos aviones en formación siguieron su ejemplo. Jurgens volvió a ajustar la radio a una frecuencia militar.

– ¿De dónde vienen, muchachos?

– Estábamos dando una vuelta por el barrio en busca de alguna chica y vimos su máquina volante. ¿Podemos ayudarles? Cambio.

– ¿Tienen un cable para remolcarnos? Cambio.

– Se nos han acabado.

– De todos modos, gracias por la compañía.

Jurgens sintió un ligero alivio. Si no llegaban a Key West y tenían que caer al agua, al menos los cazas podrían permanecer en el lugar y guiar a los que viniesen a auxiliarles. Volvió de nuevo a fijar su atención en los indicadores de vuelo y se preguntó distraídamente por qué no le había puesto Houston en comunicación con la Estación Aeronaval de Key West.