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– ¿Qué diablos es eso de que Key West está cerrado? -gritó Mitchell a un pálido ingeniero que estaba a su lado y sostenía un teléfono. Y sin esperar respuesta, agarró el auricular-. ¿Con quién hablo? -preguntó.

– Soy el capitán de corbeta Redfern.

– ¿Se da cuenta de la gravedad de la situación?

– Nos la han explicado, señor, pero nada podemos hacer Esta tarde una camión cisterna ha chocado contra nuestras líneas de energía eléctrica y todo el campo ha quedado inmediatamente a oscuras.

– ¿Y sus generadores de emergencia?

– El motor Diesel que los activa funcionó bien durante seis horas y después falló por un problema mecánico. Ahora están trabajando en esto y volverá a funcionar dentro de una hora.

– Demasiado tarde -gritó Mitchell-. El Gettysburg llegará dentro de dos minutos. ¿Cómo pueden guiarle en la maniobra de aterrizaje?

– No podemos hacerlo -respondió el capitán-. Todo nuestro equipo está inutilizado.

– Entonces iluminen la pista con los faros de los coches y los camiones, con cualquier cosa de que dispongan.

– Haremos todo lo que podamos, señor; pero no será mucho, con sólo cuatro hombres de servicio a esta hora de la madrugada. Lo siento.

– No es usted el único que lo siente -gruñó Mitchell, y colgó el teléfono de golpe.

– Ahora, ya tendríamos que ver la pista -dijo Burkhart, con inquietud-. Veo las luces de la ciudad de Key West, pero ni señales de la estación aeronaval.

Por primera vez, aparecieron unas gotitas de sudor en la frente de Jurgens.

– Es muy extraño que no nos hayan dicho nada las torres de control.

En aquel momento, oyeron la voz tensa de Mitchell.

– Gettysburg, la estación de Key West ha sufrido una avería en la instalación eléctrica. Procurarán iluminar la pista con vehículos. Aconsejamos que se acerque desde el este y aterrice en dirección oeste. La pista tiene una longitud de dos mil metros. Si la sobrepasan, irán a parar a un parque de recreo. ¿Entendido? Cambio.

– Sí, Control. Entendido.

– Vemos que está a cuatro mil metros, Dave. Velocidad, seiscientos kilómetros por hora. Un minuto y diez segundos, y nueve kilómetros, para el aterrizaje. Tome el mando manual. Cambio.

– Bien, paso al mando manual.

– ¿Puede ver la pista?

– Todavía no veo nada.

– Disculpe la interrupción, Gettysburg. -Era Hollyman, empleando la frecuencia de la NASA-. Pero creo que mis muchachos y yo podemos hacer de guías a su trineo. Pasaremos delante y alumbraremos el camino.

– Muchas gracias, amiguito -dijo, agradecido, Jurgens.

Observó como los F-15 le adelantaban, bajaban el morro y apuntaban en dirección a Key West. Se pusieron en línea, como jugando a seguir al jefe, y encendieron las luces de aterrizaje. AI principio, los brillantes rayos solamente se reflejaron en el agua; pero después iluminaron unas salinas y luego la pista de la estación aeronaval.

– Gettysburg, sólo está a cien metros por debajo del mínimo -dijo Foley.

– Si subo un centímetro más, se calará.

La pista pareció tardar una eternidad en hacerse más ancha. La lanzadera estaba sólo a seis kilómetros, pero parecían cien. Jurgens creyó que podría conseguirlo. Era preciso. Puso en acción a todas las células de su cerebro, para que el Gettysburg se mantuviera en el aire.

– Velocidad quinientos kilómetros, altitud seiscientos metros, cinco kilómetros hasta la pista -informó Burkhart, con voz ligeramente ronca.

Jurgens pudo ver ahora las luces de los vehículos de los servicios de socorro y contra incendios. Los cazas volaban sobre él, iluminando la pista de hormigón de dos mil metros de longitud por sesenta de anchura.

La lanzadera descendía rápidamente. Jurgens la retenía lo más que podía. Las luces de aterrizaje brillaron sobre la línea de la costa, a no más de treinta metros debajo de él. Esperó hasta el último segundo y desplegó el tren de aterrizaje. Una maniobra normal de aterrizaje exigía que las ruedas tocasen el suelo a novecientos metros del principio de la pista, pero Jurgens contuvo el aliento, confiando, contra toda esperanza, en alcanzar el hormigón.

La salina fue iluminada por los brillantes rayos y se perdió en la oscuridad. Burkhart se agarró a los brazos del sillón y recitó los números decrecientes:

– Velocidad trescientos cincuenta. Tren de aterrizaje a tres metros… dos… uno, contacto.

Los cuatro gruesos neumáticos del tren de aterrizaje principal chocaron con la dura superficie y protestaron por la súbita fricción lanzando una nube de humo. Una medición ulterior demostraría que Jurgens había tocado el suelo a sólo veinte metros del principio de la pista. Jurgens bajó suavemente el morro de la nave espacial hasta que la rueda delantera estableció contacto con el suelo, y entonces apretó los dos pedales del freno. Cuando detuvo el aparato, todavía le sobraban trescientos metros de pista.

– ¡Lo han conseguido! -gritó Hollyman, por radio.

– Gettysburg a Control de Houston -dijo Jurgens, con un audible suspiro-. Las ruedas se han detenido.

– ¡Magnífico! ¡Magnífico! -gritó Foley.

– Felicitaciones, Dave -añadió Mitcheli-. Nadie habría podido hacerlo mejor.

Burkhart miró a Jurgens y no dijo nada; se limitó a levantar los dos pulgares.

Jurgens permaneció sentado, descargando todavía adrenalina, gozando de un triunfo contra todas las probabilidades. Su fatigada mente empezó a divagar y, sin darse cuenta, empezó a preguntarse quién era Dirk Pitt. Después apretó el botón del intercomunicador.

– Señor Steinmetz.

– ¿Sí, comandante?

– Sea bienvenido en su regreso a la Tierra. Estamos en casa.

59

Pitt echó una rápida mirada a su alrededor y volvió al despacho de Velikov. Todos estaban de rodillas, agrupados alrededor de Raymond LeBaron, que yacía en el suelo. Jessie le asía una mano y le murmuraba algo. Gunn miró hacia arriba al oír acercarse a Pitt y sacudió la cabeza.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó rápidamente Pitt.

– Se puso en pie para ayudarte y recibió la bala que te hirió en la oreja -respondió Giordino.

Antes de arrodillarse, Pitt miró un momento al millonario mortalmente herido. En la ropa que cubría la parte superior del abdomen se extendía una mancha carmesí. Los ojos tenían todavía vida y estaban fijos en el rostro de Jessie. La respiración era rápida y jadeante. Trató de levantar la cabeza para decir algo a Jessie, pero el esfuerzo fue demasiado grande y volvió a reclinarla en el suelo.

Pitt hincó despacio una rodilla al lado de Jessie. Ella se volvió a mirarle y las lágrimas resbalaron por sus pálidas mejillas. Él correspondió brevemente a su mirada, en silencio. No se le ocurría nada que decirle; su mente estaba agotada.

– Raymond trató de salvarte -dijo ella con voz ronca-. Yo sabía que no podrían cambiarle del todo. Al final volvió a ser como antes.

LeBaron tosió; una tos extraña y áspera. Miró a Jessie, turbios los ojos, blanca y exangüe la cara.

– Cuida de Hilda -murmuró-. Lo dejo todo en tus manos.

Antes de que pudiese decir nada más, la habitación retembló con el estruendo de explosiones allá a lo lejos; el equipo de Quintana había empezado a destruir las instalaciones electrónicas en el interior del edificio. Tendrían que marcharse pronto, y no llevarían a Raymond LeBaron con ellos.