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– Desgraciadamente, no hay galones para los ayudantes espontáneos -dijo vagamente Kleist. Después preguntó-: ¿Y qué ha sido del general Velikov?

– Se le presume muerto y enterrado bajo los cascotes.

– ¿Alguna baja?

– Yo he perdido dos hombres. -Hizo una pausa-. También perdimos a Raymond LeBaron.

– El presidente tendrá un gran disgusto cuando se entere de esta noticia.

– En realidad, fue sobre todo un accidente. Hizo un valeroso pero loco intento de salvar la vida de Pitt, y fue él quien pagó con la suya.

– Así pues, el viejo bastardo ha muerto como un héroe. -Kleist caminó hasta el borde de la cubierta y observó la oscuridad-. ¿Y qué ha sido de Pitt?

– Sufrió una pequeña herida, nada grave.

– ¿Y la señora LeBaron?

– Unos pocos días de descanso y algún cosmético para disimular sus moraduras y parecerá como nueva.

Kleist se volvió rápidamente.

– ¿Cuándo les vio por última vez?

– Cuando abandonamos la playa. Pitt llevaba a la señora LeBaron con él en su Dasher. Yo navegaba a poca velocidad para que pudiesen seguirnos.

Quintana no pudo verlo, pero los ojos de Kleist se volvieron temerosos, temerosos al darse súbitamente cuenta de que algo andaba terriblemente mal.

– Pitt y la señora LeBaron no han subido a bordo.

– Tienen que haberlo hecho -dijo con inquietud Quintana-. Yo he sido el último en subir.

– Esto no es una explicación -dijo Kleist-. Ellos están todavía ahí fuera, en alguna parte. Y como Pitt no llevaba el receptor de radio en el trayecto de regreso, no podemos guiarle hasta aquí.

Quintana se llevó una mano a la frente.

– Ha sido culpa mía. Yo era el responsable.

– Tal vez sí, tal vez no. Si algo hubiese marchado mal, si su Dasher se hubiese averiado, Pitt habría gritado y usted le habría oído con toda seguridad.

– Tal vez podríamos localizarlos con el radar -sugirió Quintana, esperanzado.

Kleist apretó los puños y se los golpeó.

– Será mejor que nos demos prisa. Quedarnos aquí mucho más tiempo sería un suicidio.

Él y Quintana bajaron rápidamente por la rampa hasta el cuarto de control. El operador del radar estaba sentado delante de una pantalla en blanco. Levantó la cabeza al ver a los dos oficiales que se situaban a su lado, con los semblantes tensos.

– Levante la antena -ordenó Kleist.

– Seremos captados por todas las unidades de radar de la costa cubana -protestó el operador.

– ¡Levántela! -repitió vivamente Kleist.

Arriba, una parte de la cubierta se abrió y una antena orientable se desplegó y subió en la punta de un mástil que se elevó casi veinte metros en el aire. Abajo, tres pares de ojos observaron cómo cobraba vida la pantalla.

– ¿Qué estamos buscando? -preguntó el operador.

– Faltan dos de nuestras personas -respondió Quintana.

– Son demasiado pequeños para ser vistos.

– ¿Y si aumentamos el alcance por ordenador?

– Podemos probar.

– Adelante.

Al cabo de medio minuto, el operador sacudió la cabeza.

– Nada en dos millas.

– Aumente el alcance a cinco.

– Nada.

– Pase a diez.

El operador prescindió de la pantalla de radar y observó atentamente la imagen ampliada del ordenador.

– Bien, distingo un objeto diminuto que es una posibilidad. Nueve millas al sudoeste, torciendo dos-dos-dos grados.

– Tienen que haberse perdido -murmuró Kleist.

El operador de radar sacudió la cabeza.

– No, a menos que estén ciegos o sean completamente estúpidos. El cielo está claro como el cristal. Hasta un boy scout podría encontrar la Estrella Polar.

Quintana y Kleist se irguieron y se miraron con mudo asombro, incapaces de comprender del todo lo que sabían que era verdad. Kleist fue el primero en hacer la ineludible pregunta.

– ¿Por qué? -preguntó, perplejo-. ¿Por qué tienen que ir deliberadamente a Cuba?

Quinta parte

El Amy Bígalow

60

6 de noviembre de 1989

Costa Norte de Cuba

Pitt y Jessie esquivaron una lancha patrullera cubana y se hallaban a mil metros de la costa de Cuba cuando acabó de descargarse la batería del Dasher. Quitaron los tapones de los flotadores y se alejaron nadando mientras la pequeña embarcación deportiva se hundía hasta el fondo del mar. Las botas de campaña eran muy ajustadas y dejaban entrar poca agua en su interior; por consiguiente, se las dejaron puestas, conscientes de que serían esenciales cuando pisasen tierra.

El agua era agradablemente tibia y las olas permanecían bajas. La media luna de la mañana temprana se deslizaba sobre el horizonte dos horas antes de que saliese el sol. Bajo aquella luz, Pitt podía fácilmente no perder de vista a Jessie. Ésta tosió como si hubiese tragado un poco de agua, pero parecía nadar sin esfuerzo.

– ¿Qué tal nadas de espalda? -preguntó él.

– Bien. -Ella espurrió y escupió durante un momento, y dijo-: quedé tercera en un campeonato escolar del Estado.

– ¿Qué Estado?

– Wyoming.

– No sabía que en Wyoming hubiese piscinas.

– Eres muy gracioso.

– La marea nos favorece; debemos darnos prisa antes de que cambie.

– Pronto será de día -dijo ella.

– Mayor motivo para que lleguemos a tierra y busquemos donde refugiarnos.

– ¿Qué me dices de los tiburones?

– Nunca desayunan antes de las seis- dijo él, con impaciencia-. Vamos, basta de charla.

Empezaron a nadar de espalda, echando atrás los brazos y pataleando. La marea creciente les empujaba a casi un nudo de velocidad y hacían un buen crono. Jessie era buena nadadora. Seguía el ritmo de Pitt y se mantenía a su lado. Él se maravilló de su resistencia después de todo lo que había tenido que sufrir durante los últimos seis días y la compadeció por los dolores y la fatiga que sabía que estaba padeciendo. Pero no podía permitir ahora que aflojase; no hasta que llegasen a la costa y encontrasen un poco de seguridad.

Ella no le había explicado la razón por la que le obligaba a dirigirse a Cuba, y Pitt no se la había preguntado. No tenía que ser clarividente para saber que ella tenía un propósito definido en su mente, capaz de llevarla hasta la locura. Podía haberla desarmado volcando el Dasher en un rápido viraje al descender de una ola, y estaba bastante seguro de que Jessie no habría apretado el gatillo si él se hubiese negado a obedecerla.

Pero, para Pitt, era una cosa normal. «Con poco o mucho dinero, es el amor lo que mueve el mundo.» Sólo que él no estaba enamorado; atraído, sí, pero no encalabrinado. La curiosidad pesaba más que cualquier impulso pasional. Nunca podía resistir la tentación de asomarse a la puerta de lo desconocido. Y además estaba el señuelo del tesoro de La Dorada. La pista que le había dado LeBaron era muy vaga, pero la estatua tenía que estar en algún lugar de Cuba. La única pega era que fácilmente podrían matarle.

Pitt se detuvo y se sumergió, tocando fondo a una profundidad que calculó sería de tres metros. Volvió a subir y accidentalmente rozó una de las piernas de Jessie al emerger. Ella chilló, creyendo que era atacada por una criatura grande de aleta triangular, ojos ciegos y una boca que sólo un dentista podría apreciar.

– ¡Silencio! -dijo él-. O pondrás sobre aviso a todas las patrullas a millas de distancia.