– ¡Dios mío, eras tú! -gruñó ella, asustada.
– Habla bajo -murmuró él a su oído-. El sonido se transmite con mucha claridad sobre el agua. Descansaremos un rato y observaremos por si hay alguna señal de actividad.
Ella no le respondió; le tocó ligeramente un hombro en señal de asentimiento. Patalearon en el agua durante varios minutos, mirando en la oscuridad. La pálida luz de la luna iluminaba suavemente la costa de Cuba, la estrecha franja de arena blanca y las oscuras sombras que se alzaban detrás. A unas dos millas a su derecha pudieron ver luces de coches que circulaban por una carretera próxima a la costa. Cinco millas más allá, un resplandor incandescente revelaba la posición de una pequeña ciudad portuaria.
Pitt no podía detectar ningún indicio de movimiento. Señaló hacia delante y empezó a nadar de nuevo, ahora en braza para poder ver lo que tenía delante. Alturas y formas, ángulos y contornos, se convirtieron en nebulosas siluetas al acercarse ellos. Cincuenta metros más adelante, Pitt bajó los pies y tocó arena. Se levantó y el agua le llegó al pecho.
– Puedes ponerte en pie -dijo en voz baja.
Hubo una pausa momentánea; después, Jessie dijo con voz cansada:
– Gracias a Dios. Los brazos me pesaban como el plomo.
– En cuanto lleguemos cerca de la orilla, tiéndete y no te muevas. Yo exploraré los alrededores.
– Ten cuidado, por favor.
– No te preocupes -dijo él, con una amplia sonrisa-. Estoy empezando a pillarle el truco a esto. Es la segunda playa enemiga en la que he desembarcado esta noche.
– ¿Es que nunca hablarás en serio?
– Cuando la ocasión lo exija, sí. Como ahora, por ejemplo. Dame la pistola.
Ella vaciló.
– Creo que la he perdido.
– ¿Lo crees?
– Cuando nos metimos en el agua…
– La tiraste.
– La tiré -repitió inocentemente ella, contra su voluntad.
– No sabes lo divertido que es trabajar contigo -dijo Pitt, desesperado.
Nadaron en silencio el poco trecho que les quedaba, hasta que las pequeñas olas acabaron de romper y la profundidad del agua fue de unos pocos centímetros. Pitt indicó a Jessie, con un ademán, que no se levantase. Permaneció tendido e inmóvil durante un minuto, y después se levantó súbitamente sin decir palabra, corrió sobre la arena y desapareció en las sombras.
Jessie se esforzó en no adormilarse. Tenía todo el cuerpo entumecido por el cansancio, y se dio cuenta, con alivio, de que el dolor de las magulladuras causadas por las manos de Foss Gly se estaba mitigando. El suave chapoteo del agua contra su cuerpo ligeramente vestido la relajaba como un sedante.
Y entonces se quedó helada, clavando los dedos en la arena mojada y sintiendo el corazón en la garganta.
Uno de los arbustos se había movido. Después, tal vez a unos doce metros de distancia, una forma oscura se destacó de las sombras circundantes y avanzó a lo largo de la playa, exactamente por encima de la línea marcada por el mar.
No era Pitt.
La pálida luz de la luna reveló una figura uniformada y armada de un fusil. Jessie yació paralizada, claramente consciente de su absoluta impotencia. Apretó el cuerpo contra la arena y se deslizó lentamente hacia atrás, entrando en aguas más profundas, centímetro a centímetro.
Se encogió en un vano intento de hacerse más pequeña cuando de pronto la luz de una linterna brilló en la oscuridad y resiguió la playa sobre la rompiente. El centinela cubano dirigía la luz hacia atrás y hacia delante, mientras andaba en su dirección, examinando atentamente el suelo. Con aterrorizada certidumbre, se dio cuenta Jessie de que estaba siguiendo huellas de pisadas. Súbitamente, sintió cólera contra Pitt por dejarla sola y por dejar unas huellas que conducían directamente a ella.
El cubano se acercó a diez metros y habría visto el perfil superior de su cuerpo si se hubiese vuelto un poco en su dirección. El rayo de luz se detuvo y se mantuvo fijo, enfocando las huellas dejadas por Pitt en su carrera a través de la playa. Eí guardia giró hacia la derecha y se agachó, apuntando con la linterna a los matorrales aledaños. Entonces, inexplicablemente, dio media vuelta a la izquierda y el rayo de luz alcanzó de lleno a Jessie, cegándola.
Durante un segundo, el cubano se quedó como pasmado; después asió con la mano libre el cañón del fusil ametrallador que llevaba colgado del hombro y apuntó directamente a Jessie. Demasiado aterrorizada para hablar, ella cerró los ojos, como si con esta sencilla acción pudiese librarse del horror y del impacto de las balas.
Oyó un golpe sordo, seguido de un gemido convulsivo. No hubo disparos. Solamente un extraño silencio. Entonces tuvo la impresión de que la luz se había apagado. Abrió los ojos y vio vagamente un par de piernas hundidas hasta el tobillo en el agua, y entre ellas percibió el cuerpo del cubano, tendido sobre la arena.
Pitt alargó los brazos y puso a Jessie suavemente en pie. Le alisó los chorreantes cabellos y dijo:
– Parece que no puedo volver la espalda un minuto sin que te encuentres en dificultades.
– Me creí muerta -dijo ella, y los latidos de su corazón empezaron a calmarse.
– Debes de haber pensado lo mismo al menos una docena de veces desde que salimos de Key West.
– Se tarda un poco en acostumbrarse al miedo a la muerte.
Pitt levantó la linterna del cubano, la encendió haciendo pantalla con la mano y empezó a despojarle de su uniforme.
– Afortunadamente, es un tunante bajito, aproximadamente de tu estatura. Tus pies nadarán probablemente en sus botas, pero es mejor que pequen de grandes que de pequeñas.
– ¿Está muerto?
– Sólo tiene un pequeño chichón en la cabeza, producido por una piedra. Volverá en sí dentro de unas horas.
Ella frunció la nariz al tomar el uniforme de campaña que le arrojó Pitt.
– Creo que no se ha bañado nunca.
– Lávalo en el mar y póntelo mojado -dijo vivamente él-. Y de prisa. No es momento de andarse con remilgos. El centinela del puesto siguiente se estará preguntando por qué no se ha presentado. Su relevo y el sargento de guardia no tardarán en llegar.
Cinco minutos después, Jessie llevaba un empapado uniforme de patrullero cubano. Pitt tenía razón; las botas le estaban dos números grandes. Se recogió los mojados cabellos y los cubrió con la gorra. Se volvió y miró a Pitt que salía de entre los árboles y arbustos, llevando el fusil del cubano y una hoja de palmera.
– ¿Qué has hecho de él?
– Le he metido entre unos matorrales -dijo Pitt, en tono apremiante.
Señaló a un rayito de luz a un cuarto de milla playa abajo.
– Vienen. No es hora de juegos. Marchémonos de aquí.
La empujó rudamente hacia los árboles y la siguió, caminando de espaldas y borrando las pisadas con la hoja de palmera. Después de casi setenta metros, tiró la hoja y corrieron a través de la jungla, apartándose lo más posible de los guardias y de la playa antes de que amaneciese.
Habían recorrido siete u ocho kilómetros cuando el cielo oriental empezó a pasar del negro al naranja. Apareció un campo de caña de azúcar en la decreciente oscuridad, y pasaron por su borde hasta salir a una carretera pavimentada de dos carriles. No había faros sobre el asfalto en ninguna de ambas direcciones. Caminaron por la orilla, metiéndose en la espesura cada vez que se acercaba un coche o un camión. Pitt advirtió que los pasos de Jessie empezaban a flaquear y que respiraba en rápidos jadeos. Se detuvo, cubrió la linterna con un pañuelo y le iluminó la cara. No necesitaba tener eí título de médico para saber que estaba agotada. La asió de la cintura y la empujó hasta que llegaron a un pequeño y escabroso barranco.
– Recobra el aliento. Volveré en seguida.