Gottschalk pasó por el lado de Church y se encaminó directamente a la caja, asegurada por cadenas cuyos últimos eslabones estaban sujetos con candados a unas armellas fijas en el suelo. Estuvo allí durante unos momentos, contemplándola con una expresión reverente en el semblante y pensando en otro lugar, en otros tiempos.
Church observó de cerca la caja por primera vez. No había ninguna señal en los lados de dura madera. Calculó que mediría unos tres metros de longitud por uno de profundidad y uno y medio de anchura. No podía calcular el peso, pero sabía que el contenido era pesado. Recordaba cómo se había tensado el cable al subirla a bordo. La curiosidad pudo más que su fingida indiferencia.
– ¿Puedo preguntarle qué hay en el interior?
Gottschalk siguió mirando la caja.
– Una pieza arqueológica destinada a un museo -contestó vagamente.
– Debe ser muy valiosa -insinuó Church.
Gottschalk no respondió. Algo en el borde de la tapa le había llamado la atención. Se caló un par de gafas para leer y miró a través de los cristales. Le temblaron las manos y se puso rígido.
– ¡Ha sido abierta! -jadeó.
– No es posible -dijo Church-. La tapa está tan fuertemente asegurada con cadenas que los eslabones habrán mellado sus bordes.
– Pero mire aquí -dijo el otro, señalando-. Puede ver las marcas de la palanca con que fue forzada la tapa.
– Probablemente, estas señales se produjeron al ser cerrada la caja.
– No estaban aquí cuando yo la comprobé hace dos días -dijo firmemente Gottschalk-. Alguien de su tripulación ha manipulado esto.
– Su preocupación es vana. ¿Qué tripulante podría interesarse en un objeto viejo que al menos debe pesar dos toneladas? Además, ¿quién, aparte de usted, tiene la llave de los candados?
Gottschalk se hincó de rodillas y tiró de uno de los candados. Éste se desprendió y le quedó en la mano. En vez de acero, había sido tallado en madera. Ahora pareció aterrorizado. Se levantó despacio, como hipnotizado, miró furiosamente a su alrededor y pronunció una palabra:
– Zanona.
Fue como el principio de una pesadilla. Los sesenta segundos siguientes fueron horribles. El asesinato del cónsul general se cometió con tanta rapidez que Church se quedó como petrificado, sin comprender lo que estaban viendo sus ojos.
Una figura saltó desde la sombra sobre la caja. Vestía el uniforme de marinero de la Armada, pero las características raciales de sus cabellos negros, gruesos y lisos, de los pómulos salientes, de los ojos extremadamente oscuros e inexpresivos, eran innegables.
Sin hacer el menor ruido, el indio sudamericano hundió algo parecido a una lanza en el pecho de Gottschalk, hasta que la punta sobresalió un palmo del cuerpo, por debajo del omóplato. El cónsul general no cayó inmediatamente. Volvió lentamente la cabeza y miró a Church, desorbitados los ojos que ya no veían. Trató de decir algo, pero no pudo articular una palabra; solamente se oyó una especie de tos horrible, gutural, que tiñó de rojo sus labios y su barbilla. Cuando empezaba a caer, el indio apoyó un pie en su pecho y arrancó la lanza.
Church no había visto nunca al asesino. El indio no pertenecía a la tripulación del Cyclops y sólo podía ser un polizón. No había malignidad en el moreno semblante, ni cólera ni odio, sólo una expresión inescrutable de total indiferencia. Agarró la lanza casi negligentemente y saltó sin ruido de la caja.
Church se apercibió del ataque. Esquivó hábilmente la lanzada y arrojó la linterna contra la cara del indio. Se oyó un ruido sordo cuando el tubo de metal chocó contra la mandíbula derecha y rompió el hueso, haciendo saltar varios dientes. Entonces descargó un puñetazo que alcanzó al indio en el cuello. La lanza cayó al suelo y Church agarró el asta de madera y la levantó sobre la cabeza.
De pronto, todo lo que había dentro del compartimiento de equipajes pareció volverse loco, y Church tuvo que hacer un gran esfuerzo para conservar el equilibrio, puesto que el suelo se inclinó casi sesenta grados. De algún modo pudo mantenerse en pie y corrió, impulsado por la gravedad, hasta el inclinado mamparo de proa. El cuerpo inerte del indio rodó detrás de él y se paró a sus pies. Entonces observó aterrorizado e impotente cómo la caja, no retenida por los candados, se deslizaba sobre el suelo, aplastando al indio y sujetando las piernas de Church contra la pared de acero. El impacto hizo que la tapa se abriese a medias, revelando el contenido de la caja.
Church miró aturdido a su interior. La increíble visión que captaron sus ojos a la luz vacilante de las lámparas de! techo fue la última imagen que se grabó en su mente durante los pocos segundos que lo separaban de la muerte.
En la caseta del timón, el capitán Worley era testigo de algo aún más espantoso. Fue como si el Cyclops hubiese caído de pronto en un agujero insondable. La proa se hundió en un seno enorme entre dos olas y la popa se levantó en el aire hasta que las hélices salieron del agua. A través de la oscuridad, las luces vaporosas del Cyclops se reflejaron en una pared negra y movediza que se elevó tapando las estrellas.
En el fondo de las bodegas de carga, sonó un terrible estruendo parecido al de un terremoto, haciendo que todo el barco se estremeciese desde la proa hasta la popa. Worley no tuvo tiempo de dar la voz de alarma que pasó un instante por su mente. Los puntales habían cedido y el manganeso suelto aumentaba el impulso hacia abajo del Cyclops.
El timonel contempló a través del ojo de buey, con mudo asombro, cómo aquella enorme pared, de la altura de una casa de diez pisos, se abalanzaba rugiendo contra ellos con la rapidez de un alud. La cima estaba encrespada a medias, y había un hueco debajo de ella. Un millón de toneladas de agua chocó furiosamente contra la proa del buque, inundándola completamente y cubriendo también la superestructura. Las puertas del puente se rompieron y el agua penetró en la caseta del timón. Worley se agarró al pasamanos, paralizada la mente e incapaz de imaginar lo inevitable.
La ola pasó por encima del barco. Toda la sección de proa se retorció al partirse los baos de acero y combarse la quilla. Las remachadas planchas del casco se desprendieron como si fuesen de papel. El Cyclops se hundió más bajo la enorme presión de la ola. Las hélices se sumergieron de nuevo en el agua y ayudaron a impulsar el barco hacia las profundidades que le esperaban. El Cyclops no podía volver atrás.
Siguió bajando, bajando, hasta que el destrozado casco y las personas aprisionadas en él cayeron sobre la removida arena del fondo del mar, y sólo una bandada de asombradas gaviotas fueron testigos de su funesto destino.
Primera parte
1
10 de octubre de 1989
Key West, Florida
El dirigible pendía inmóvil en el aire tropical, equilibrado y tranquilo, como un pez suspendido en un acuario. Su proa golpeaba ligeramente el mástil amarillo de amarre al balancearse delicadamente sobre una sola rueda de aterrizaje. Era una vieja aeronave de aspecto cansado; su piel antaño de plata se había arrugado, había perdido el color y estaba salpicada de numerosos parches. La barquilla de mando que pendía debajo de su panza tenía aspecto de embarcación antigua, y sus ventanillas de cristal estaban amarillas por los años. Sólo sus motores Wright Whirlwind de 200 caballos parecían nuevos, al haber sido cuidadosamente restaurados y devueltos a sus primitivas condiciones.
A diferencia de sus hermanos más jóvenes que sobrevolaban los estadios de fútbol, su cubierta impermeable al gas era de aluminio con junturas remachadas, en vez de poliéster revestido de caucho, y era sostenida por doce armazones circulares como el dorso de un pez. En forma de cigarro, tenía cincuenta metros de longitud y contenía siete mil quinientos metros cúbicos de helio y, si no soplaban vientos contrarios sobre su redondeada proa, podía navegar entre las nubes a sesenta y dos millas por hora. Su denominación original había sido ZMC-2, Zeppelin Metal Ciad Number Two, y había sido construido en Detroit y entregado a la Marina de los Estados Unidos en 1929- A diferencia de la mayoría de los dirigibles, que tenían cuatro grandes aletas estabili-zadoras, éste llevaba ocho aletas pequeñas en la afilada cola. Muy avanzado en su época, había prestado grandes y seguros servicios hasta 1942, en que había sido desmantelado y olvidado.
Durante cuarenta y siete años, el ZMC-2 languideció en un hangar de una base aérea naval abandonada cerca de Key West, Florida. En 1988, la propiedad fue vendida por el Gobierno a un grupo financiero presidido por un acaudalado editor, Raymond LeBaron, que pretendía convertirla en un lugar de vacaciones.
Recién llegado de la sede de su corporación en Chicago, para inspeccionar la nueva adquisición, LeBaron tropezó, en la base naval, con los polvorientos y deteriorados restos del ZMC-2 y aquello le intrigó. Cargándolo a los gastos de promoción, hizo montar de nuevo la vieja nave más ligera que el aire y reconstruir los motores, y la llamó Prosperteer, por el nombre de la revista comercial que era la base de su imperio financiero, pintando aquel nombre con grandes letras rojas en el lado de la cubierta.
LeBaron aprendió a gobernar el Prosperteer, dominando el humor inconstante de la aeronave y los constantes reajustes requeridos para sostener un vuelo regular bajo la caprichosa naturaleza del viento. No había un piloto automático que le ahorrase el trabajo de bajar la proa contra una súbita ráfaga y levantarla cuando amainaba el viento. La fuerza de sustentación casi neutral variaba en gran manera con la atmósfera. Los residuos de una ligera lluvia podían añadir un peso de cientos de kilos a la vasta superficie del dirigible, reduciendo su capacidad de elevación, mientras que un viento seco que soplase desde el noroeste obligaba al piloto a luchar contra la insistencia de la aeronave por elevarse a una altura contraproducente.