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– La tiraste.

– La tiré -repitió inocentemente ella, contra su voluntad.

– No sabes lo divertido que es trabajar contigo -dijo Pitt, desesperado.

Nadaron en silencio el poco trecho que les quedaba, hasta que las pequeñas olas acabaron de romper y la profundidad del agua fue de unos pocos centímetros. Pitt indicó a Jessie, con un ademán, que no se levantase. Permaneció tendido e inmóvil durante un minuto, y después se levantó súbitamente sin decir palabra, corrió sobre la arena y desapareció en las sombras.

Jessie se esforzó en no adormilarse. Tenía todo el cuerpo entumecido por el cansancio, y se dio cuenta, con alivio, de que el dolor de las magulladuras causadas por las manos de Foss Gly se estaba mitigando. El suave chapoteo del agua contra su cuerpo ligeramente vestido la relajaba como un sedante.

Y entonces se quedó helada, clavando los dedos en la arena mojada y sintiendo el corazón en la garganta.

Uno de los arbustos se había movido. Después, tal vez a unos doce metros de distancia, una forma oscura se destacó de las sombras circundantes y avanzó a lo largo de la playa, exactamente por encima de la línea marcada por el mar.

No era Pitt.

La pálida luz de la luna reveló una figura uniformada y armada de un fusil. Jessie yació paralizada, claramente consciente de su absoluta impotencia. Apretó el cuerpo contra la arena y se deslizó lentamente hacia atrás, entrando en aguas más profundas, centímetro a centímetro.

Se encogió en un vano intento de hacerse más pequeña cuando de pronto la luz de una linterna brilló en la oscuridad y resiguió la playa sobre la rompiente. El centinela cubano dirigía la luz hacia atrás y hacia delante, mientras andaba en su dirección, examinando atentamente el suelo. Con aterrorizada certidumbre, se dio cuenta Jessie de que estaba siguiendo huellas de pisadas. Súbitamente, sintió cólera contra Pitt por dejarla sola y por dejar unas huellas que conducían directamente a ella.

El cubano se acercó a diez metros y habría visto el perfil superior de su cuerpo si se hubiese vuelto un poco en su dirección. El rayo de luz se detuvo y se mantuvo fijo, enfocando las huellas dejadas por Pitt en su carrera a través de la playa. Eí guardia giró hacia la derecha y se agachó, apuntando con la linterna a los matorrales aledaños. Entonces, inexplicablemente, dio media vuelta a la izquierda y el rayo de luz alcanzó de lleno a Jessie, cegándola.

Durante un segundo, el cubano se quedó como pasmado; después asió con la mano libre el cañón del fusil ametrallador que llevaba colgado del hombro y apuntó directamente a Jessie. Demasiado aterrorizada para hablar, ella cerró los ojos, como si con esta sencilla acción pudiese librarse del horror y del impacto de las balas.

Oyó un golpe sordo, seguido de un gemido convulsivo. No hubo disparos. Solamente un extraño silencio. Entonces tuvo la impresión de que la luz se había apagado. Abrió los ojos y vio vagamente un par de piernas hundidas hasta el tobillo en el agua, y entre ellas percibió el cuerpo del cubano, tendido sobre la arena.

Pitt alargó los brazos y puso a Jessie suavemente en pie. Le alisó los chorreantes cabellos y dijo:

– Parece que no puedo volver la espalda un minuto sin que te encuentres en dificultades.

– Me creí muerta -dijo ella, y los latidos de su corazón empezaron a calmarse.

– Debes de haber pensado lo mismo al menos una docena de veces desde que salimos de Key West.

– Se tarda un poco en acostumbrarse al miedo a la muerte.

Pitt levantó la linterna del cubano, la encendió haciendo pantalla con la mano y empezó a despojarle de su uniforme.

– Afortunadamente, es un tunante bajito, aproximadamente de tu estatura. Tus pies nadarán probablemente en sus botas, pero es mejor que pequen de grandes que de pequeñas.

– ¿Está muerto?

– Sólo tiene un pequeño chichón en la cabeza, producido por una piedra. Volverá en sí dentro de unas horas.

Ella frunció la nariz al tomar el uniforme de campaña que le arrojó Pitt.

– Creo que no se ha bañado nunca.

– Lávalo en el mar y póntelo mojado -dijo vivamente él-. Y de prisa. No es momento de andarse con remilgos. El centinela del puesto siguiente se estará preguntando por qué no se ha presentado. Su relevo y el sargento de guardia no tardarán en llegar.

Cinco minutos después, Jessie llevaba un empapado uniforme de patrullero cubano. Pitt tenía razón; las botas le estaban dos números grandes. Se recogió los mojados cabellos y los cubrió con la gorra. Se volvió y miró a Pitt que salía de entre los árboles y arbustos, llevando el fusil del cubano y una hoja de palmera.

– ¿Qué has hecho de él?

– Le he metido entre unos matorrales -dijo Pitt, en tono apremiante.

Señaló a un rayito de luz a un cuarto de milla playa abajo.

– Vienen. No es hora de juegos. Marchémonos de aquí.

La empujó rudamente hacia los árboles y la siguió, caminando de espaldas y borrando las pisadas con la hoja de palmera. Después de casi setenta metros, tiró la hoja y corrieron a través de la jungla, apartándose lo más posible de los guardias y de la playa antes de que amaneciese.

Habían recorrido siete u ocho kilómetros cuando el cielo oriental empezó a pasar del negro al naranja. Apareció un campo de caña de azúcar en la decreciente oscuridad, y pasaron por su borde hasta salir a una carretera pavimentada de dos carriles. No había faros sobre el asfalto en ninguna de ambas direcciones. Caminaron por la orilla, metiéndose en la espesura cada vez que se acercaba un coche o un camión. Pitt advirtió que los pasos de Jessie empezaban a flaquear y que respiraba en rápidos jadeos. Se detuvo, cubrió la linterna con un pañuelo y le iluminó la cara. No necesitaba tener eí título de médico para saber que estaba agotada. La asió de la cintura y la empujó hasta que llegaron a un pequeño y escabroso barranco.

– Recobra el aliento. Volveré en seguida.

Pitt se dejó caer hasta el fondo del barranco seco, que seguía un curso quebrado alrededor de una colina sembrada de grandes guijarros y de pinos achaparrados. Pasó por debajo de la carretera por un tubo de hormigón de un metro de diámetro y que daba a unos pastos vallados al otro lado. Volvió a subir a la carretera, tomó en silencio a Jessie de la mano y la condujo, tropezando y resbalando, al pedregoso fondo del barranco. Dirigió el rayo de luz de la linterna al tubo de desagüe.

– La única habitación vacía en la ciudad -dijo, con la voz más animada de que fue capaz, dadas las circunstancias.

No era una suite de lujo, pero había en el fondo curvo unos pocos centímetros de blanda arena y era el refugio más seguro que Pitt había podido encontrar. Si los guardias daban con su pista y la seguían hasta la carretera, sin duda pensarían que la pareja había sido recogida por un coche, según un plan preestablecido.

De algún modo consiguieron encontrar una posición cómoda en el estrecho y oscuro espacio. Pitt dejó el arma y la linterna al alcance de la mano y por fin se relajó.

– Muy bien, señora -dijo, y sus palabras resonaron en la tubería-. Creo que ya es hora de que me digas qué diablos estamos haciendo aquí.

Pero Jessie no le respondió.

Olvidando su uniforme frío, húmedo y mal ajustado, olvidando incluso el dolor de los pies y de las articulaciones, se había acurrucado en posición fetal y dormía profundamente.

61

– ¿Muertos? ¿Todos muertos? -repitió furioso el jefazo del Kremlin, Antonov-. ¿Toda la instalación destruida, y ningún superviviente, ninguno en absoluto?

Polevoi asintió tristemente con la cabeza.

– El capitán del submarino que detectó las explosiones y el coronel al mando de las fuerzas de seguridad enviadas a tierra para investigar, informaron que no habían encontrado a nadie vivo. Recogieron el cadáver de mi primer delegado, Lyev Maisky, pero el general Velikov todavía no ha sido encontrado.

– ¿Se echaron en falta claves y documentos secretos?

Pelevoi no estaba dispuesto a poner la cabeza en el tajo y asumir la responsabilidad de un desastre en los servicios secretos. Se hallaba a un pelo de perder su encumbrada posición y convertirse rápidamente en un burócrata olvidado, encargado de un campo de trabajo.

– Todos los datos secretos fueron destruidos por el personal del general Velikov antes de morir luchando.

Antonov aceptó la mentira.

– La CÍA -dijo reflexivamente-. Ellos están detrás de esta infame provocación.

– Creo que, en este caso, no podemos hacer de la CÍA el chivo expiatorio. Los primeros indicios señalan una operación cubana.

– Imposible -saltó Antonov-. Nuestros amigos en los círculos militares de Castro nos habrían advertido con mucha antelación de cualquier plan para atacar la isla. Además, una operación tan audaz e ingeniosa y de esta magnitud no está al alcance de ningún cerebro latino.

– Tal vez, pero nuestros mejores elementos en el servicio secreto creen que la CÍA no sospechaba ni remotamente la existencia de nuestro centro de comunicaciones en Cayo Santa María. No hemos descubierto al menor indicio de vigilancia. La CÍA es hábil, pero sus hombres no son dioses. No podía en modo alguno proyectar, ensayar y llevar a cabo la incursión en las pocas horas que mediaron entre el momento en que la lanzadera salió de la estación espacial hasta que se desvió de pronto del rumbo a Cuba que nosotros habíamos programado.

– ¿Perdimos también la lanzadera?

– Nuestros instrumentos de observación del Centro Espacial Johnson revelaron que había aterrizado a salvo en Key West.

– Con los colonos americanos de la Luna -añadió Antonov.

– Iban a bordo, sí.

Antonov permaneció unos segundos sentado allí, demasiado furioso para reaccionar, apretados los labios, sin pestañear y mirando a ninguna parte.

– ¿Cómo lo hicieron? -gruñó al fin-. ¿Cómo salvaron su preciosa lanzadera espacial en el último minuto?

– La suerte de los tontos -dijo Polevoi, siguiendo de nuevo el dogma comunista de echar las culpas a los otros-. Salvaron el pellejo gracias a la tortuosa interferencia de los Castro.

Antonov fijó de pronto la mirada en Polevoi.