– Como me ha recordado a menudo, camarada director, los hermanos Castro no pueden ir al retrete sin que la KGB se entere de cuántas piezas de papel higiénico emplean. Dígame cómo se acostaron de pronto con el presidente de los Estados Unidos sin que sus agentes lo advirtiesen.
Polevoi se había metido involuntariamente en un agujero y ahora salió astutamente de él cambiando de tema.
– La operación Ron y Cola sigue adelante. Pueden habernos birlado la lanzadera espacial y un rico caudal de datos científicos, pero es una pérdida aceptable en comparación con el dominio total de Cuba.
Antonov consideró las palabras de Polevoi y mordió el anzuelo.
– Tengo mis dudas. Si Velikov no dirige la operación, las probabilidades de éxito quedan reducidas a la mitad.
– El general ya no es esencial para Ron y Cola. El plan está concluido en un noventa por ciento. Los barcos entrarán en el puerto de La Habana mañana por la tarde, y el discurso de Castro está previsto para la mañana siguiente. El general Velikov realizó un trabajo espléndido para establecer las bases. Los rumores sobre un nuevo complot de la CÍA para asesinar a Castro han sido ya difundidos en todo el mundo occidental, y hemos preparado pruebas que demuestran la intervención americana. Ahora sólo falta apretar un botón.
– ¿Está sobre aviso nuestra gente en La Habana y Santiago?
– Están preparados para actuar y constituir un nuevo Gobierno en cuanto se confirme el asesinato.
– ¿Quién será el próximo líder?
– Alicia Cordero.
Antonov se quedó boquiabierto.
– ¿Una mujer? ¿Vamos a nombrar a una mujer para que gobierne Cuba después de la muerte de Fidel Castro?
– La candidata perfecta -dijo firmemente Polevoi-. Es secretaria del Comité Central y secretaria del Consejo de Estado. Más importante aún, goza de toda la confianza de Fidel y es idolatrada por el pueblo, por el éxito de sus programas económicos familiares y su fogosa oratoria. Tiene un encanto y un carisma que igualan a los de Castro. Su fidelidad a la Unión Soviética es indiscutible y tendrá todo el apoyo de los militares cubanos.
– Que trabajan para nosotros.
– Que nos pertenecen -le corrigió Polevoi.
– Entonces, estamos comprometidos.
– Sí, camarada presidente.
– ¿Y después? -preguntó Antonov.
– Nicaragua, Perú, Chile y, sí, Argentina -dijo Polevoi, entusiasmándose con su tema- Basta de revoluciones turbulentas, basta de sangrientas guerras de guerrilla. Nos infiltraremos en sus gobiernos y los corroeremos sutilmente desde dentro, cuidando de no provocar la hostilidad de los Estados Unidos. Cuando éstos despierten al fin, será demasiado tarde. Las Américas del Sur y Central serán sólidas extensiones de la Unión Soviética.
– ¿Y no del Partido? -preguntó Antonov, en tono de reproche-. ¿Olvida usted la gloria de nuestra herencia comunista, Polevoi?
– El Partido es la base sobre la que hay que construir. Pero no podemos continuar encadenados a una arcaica filosofía marxista que ha tardado cien años en demostrar que es irrealizable. Dentro de una década estaremos en el siglo veintiuno. Ha llegado la hora del frío realismo. Citaré sus propias palabras, camarada presidente, cuando dijo: «Preveo una nueva era de socialismo que barrerá del mundo el odiado azote del capitalismo.» Cuba es el primer paso para realizar su sueño de una sociedad mundial dominada por el Kremlin.
– Y Fidel Castro es la barrera en nuestro camino.
– Sí -dijo Polevoi, con una siniestra sonrisa-, pero sólo durante otras cuarenta y ocho horas.
El Air Force One despegó de la base de la Fuerza Aérea en Andrews y giró hacia el sur sobre los históricos montes de Virginia. Temprano por la mañana, el cielo era claro y azul, con sólo unas pocas y desparramadas nubes de tormenta. El coronel de aviación que había pilotado el reactor Boeing bajo tres presidentes, se elevó a once mil metros y dio la hora de llegada a Cabo Cañaveral por el intercomunicador de la cabina.
– ¿Vamos a desayunar, caballeros? -preguntó el presidente, señalando hacia un pequeño comedor recientemente instalado en el avión. Su esposa había colgado una lámpara Tiffany art déco, produciendo un ambiente informal y relajado-. Nuestra despensa contiene hasta champaña, si a alguien le apetece.
– Yo preferiría una taza de café bien caliente -dijo Martin Brogan.
Se sentó y sacó una carpeta de su cartera antes de deslizar ésta debajo de la mesa.
Dan Fawcett arrimó una silla a su lado, mientras Douglas Oates se sentaba enfrente, junto al presidente. Un sargento de la Fuerza Aérea con chaqueta blanca sirvió zumo de guayaba, bebida predilecta del presidente, y café. Cada cual pidió su desayuno y todos esperaron a que el presidente iniciase la conversación.
– Bueno -dijo éste, sonriendo-, tenemos que hablar de muchas cosas antes de aterrizar en el Cabo y felicitar a todo el mundo. Por consiguiente, empecemos. Dan, infórmenos sobre el estado del Gettysburg y de los colonos de la Luna.
– He estado toda la mañana hablando por teléfono con oficiales de la NASA -dijo Fawcett, con evidente excitación en el tono de su voz-: Como todos sabemos, Dave Jurgens pudo aterrizar en Key West por la punta de los pelos. Una notable hazaña. La estación aeronaval ha sido cerrada a todo tráfico aéreo o de tierra. Las puertas y las vallas están fuertemente custodiadas por guardias de Marina. El presidente ha ordenado una reserva temporal absoluta sobre la situación hasta que podamos anunciar la existencia de nuestra nueva base lunar.
– Los reporteros deben de estar chillando como buitres heridos -dijo Oates-, queriendo saber por qué aterrizó el vehículo espacial tan lejos del lugar previsto.
– Por supuesto.
– ¿Cuándo piensa usted dar la noticia? -preguntó Brogan.
– Dentro de dos días -respondió el presidente-. Necesitamos tiempo para estudiar las enormes implicaciones e interrogar a Steinmetz y a los suyos, antes de entregarlos a los medios de comunicación.
– Si nos demoramos más -añadió Fawcett-, alguien del cuerpo de prensa de la Casa Blanca se irá de la lengua.
– ¿Dónde están ahora los colonos de la Luna?
– Sometidos a pruebas médicas en el Centro Espacial Kennedy -respondió Fawcett-. Fueron sacados en avión de Key West junto con la tripulación de Jurgens poco después de que aterrizase el Gettysburg.
Brogan miró a Oates.
– ¿Ha dicho algo el Kremlin?
– Hasta ahora ha guardado silencio.
– Será interesante, para variar, ver cómo reaccionan cuando las víctimas son compatriotas suyos.
– Antonov es un perro viejo astuto -dijo el presidente-. Renunciará a una furiosa propaganda acusándonos de asesinar a sus cosmonautas, a cambio de mantener conversaciones secretas en las que pedirá una indemnización consistente en compartir datos científicos.
– ¿Se los dará?
– El presidente está moralmente obligado a acceder -dijo Oates.
Brogan pareció horrorizado, lo mismo que Fawcett.
– Esta no es una cuestión política -dijo Brogan con voz grave-. No hay ninguna regla que diga que hemos de revelar secretos vitales para nuestra defensa nacional.
– En esta ocasión, somos nosotros y no los rusos los malos de la película -protestó Oates-. Estamos a punto de llegar al acuerdo SALT IV para prohibir toda futura instalación de misiles nucleares. Si el presidente hiciese caso omiso de las reclamaciones de Antonov, los negociadores soviéticos harían una de sus famosas escapadas sólo horas antes de firmar el tratado.
– Puede que tenga razón -dijo Fawcett-. Pero ninguno de los relacionados con la Jersey Colony ha estado luchando durante dos decenios para entregarlo todo al Kremlin.
El presidente había seguido la discusión sin interrumpir. Ahora levantó una mano.
– Caballeros, no estoy dispuesto a vender todas las existencias. Pero hay un enorme caudal de información que podemos compartir con los rusos y con el resto del mundo en interés de la humanidad. Descubrimientos médicos y datos geológicos y astronómicos pueden ser difundidos libremente. Pero no se alarmen. No voy a comprometer nuestros programas espaciales y de defensa. Esto permanecerá firmemente en nuestras manos. ¿He hablado claro?
Se hizo un silencio en el pequeño comedor mientras el camarero traía tres humeantes platos de huevos, jamón y pastelillos calientes. Volvió a llenar las tazas de café. En cuanto volvió a la cocina, el presidente suspiró profundamente y miró la mesa delante de Brogan.
– ¿No come usted, Martin?
– Generalmente prescindo del desayuno. El almuerzo es mi comida principal.
– No sabe lo que se pierde. Estos pastelillos calientes son ligeros como plumas.
– No, gracias. Seguiré con el café.
– Mientras los demás comemos, ¿por qué no nos informa sobre la operación de Cayo Santa María?
Brogan tomó un sorbo de su taza, abrió la carpeta y resumió su contenido en unas pocas declaraciones concisas.
– Un equipo especial de combate, al mando del coronel Ramón Kleist y dirigido por el comandante Angelo Quintana, desembarcó en la isla a las dos de esta madrugada. A las cuatro y media, las instalaciones de interferencia y escucha por radio, incluida la antena, fueron destruidas, y eliminado todo el personal. La hora no pudo ser más oportuna, pues la última transmisión por radio puso sobre aviso al Gettysburg sólo minutos antes de aterrizar en suelo cubano.
– ¿Quién dio el aviso? -le interrumpió Fawcett.
Brogan miró por encima de la mesa y sonrió.
– Dijo llamarse Dirk Pitt.
– ¡Dios mío, ese hombre está en todas partes! -exclamó el presidente.
– Jessie LeBaron y dos hombres de AMSN del almirante Sandecker fueron rescatados -siguió diciendo Brogan-. Raymond LeBaron resultó muerto.
– ¿Se ha confirmado esto? -preguntó el presidente, con expresión solemne.
– Sí, señor, se ha confirmado.
– Una gran desgracia. Merecía nuestro reconocimiento por su contribución a la Jersey Colony.
– Pero la misión fue un gran éxito -dijo pausadamente Brogan-. El comandante Quintana capturó un caudal de material secreto, incluidas las últimas claves soviéticas. Llegó hace solamente una hora. Los analistas de Langley lo están estudiando ahora.