Jessie se sentía increíblemente tranquila. Esta agradable impresión no la había abandonado durante la última hora, mientras caminaban sin ocultarse por la orilla de la carretera. Se difundía como un anestésico, amortiguando su miedo y reforzando su confianza. Pitt había aceptado su explicación y convenido en ayudarla en su busca de Castro. Y ahora ella caminaba a su lado, mientras él la guiaba por los campos de Cuba como si fuesen suyos, sintiéndose segura y animada por el resplandor de su intimidad.
Pitt birló unos mangos, una piña y un par de tomates medio maduros. Comieron mientras andaban. Varios vehículos, en su mayoría camiones cargados de caña de azúcar y de cítricos, les adelantaron. De vez en cuando, pasaba un transporte militar llevando milicianos. Jessie se ponía rígida y miraba nerviosamente sus botas de apretados cordones, mientras Pitt levantaba su fusil en el aire y gritaba «¡Saludos, amigos!» en español.
– Menos mal que no pueden oírte claramente -dijo ella.
– ¿Por qué? -preguntó éí, con fingida indignación.
– Tu español es horrible.
– Siempre me sirvió en las carreras de galgos de Tijuana.
– Pero no aquí. Será mejor que dejes que hable yo.
– ¿Crees que tu español es mejor que el mío?
– Puedo hablarlo como un nativo. Y también puedo conversar con fluidez en ruso, en francés y en alemán.
– Continuamente me sorprende tu talento -dijo sinceramente Pitt-. ¿Sabía Velikov que hablabas ruso?
– Si lo hubiese sabido, estaríamos muertos.
Pitt iba a decir algo y, de pronto, señaló hacia adelante. Estaban en una curva y había un coche aparcado en la carretera. Tenía levantado el capó y alguien estaba inclinado sobre el guardabarros, con la cabeza y los hombros invisibles encima del motor.
Jessie vaciló, pero Pitt la asió de una mano y tiró de ella.
– Ocúpate tú de esto -dijo en voz baja-. No tengas miedo. Ambos llevamos uniforme militar y el mío corresponde a una fuerza de asalto distinguida.
– ¿Qué diré?
– Lo que te parezca mejor. Puede ser una oportunidad para viajar de balde.
Antes de que ella pudiese protestar, el conductor oyó sus pisadas sobre la grava y se volvió. Era un hombre bajito, cincuentón, de cabellos negros y piel morena. No llevaba camisa y sí, solamente, unos shorts y unas sandalias. Los uniformes militares eran tan corrientes en Cuba que apenas les prestó atención. Les dirigió una amplia sonrisa.
– Hola.
– ¿Alguna avería en el motor? -preguntó Jessie en español.
– La tercera en lo que va del mes. -Encogió los hombros en señal de impotencia-. Acaba de pararse.
– ¿Sabe cuál es el problema?
El hombre levantó un cable corto que se había deteriorado en tres lugares diferentes y apenas se mantenía junto por la funda aislante-. Va de la bobina al delco.
– Tendría que haberlo cambiado por uno nuevo.
Él la miró receloso.
– Los accesorios para coches viejos como éste son imposibles de encontrar. Debería usted saberlo.
Jessie se dio cuenta de su resbalón y, sonriendo dulcemente, decidió aprovecharse del machismo latino.
– No soy más que una mujer. ¿Qué puede saber de mecánica una mujer?
– Ah -dijo sonriendo él-. Pero una mujer muy bonita.
Pitt prestaba poca atención a la conversación. Estaba dando una vuelta alrededor del coche, examinando su línea. Se inclinó sobre la parte delantera y estudió durante un momento el motor. Después se irguió y se echó atrás.
– Un Chevy del cincuenta y siete -dijo en inglés, con admiración-. Un automóvil magnífico. Pregúntale si tiene un cuchillo y un poco de cinta aislante.
Jessie se quedó boquiabierta.
El conductor miró a Pitt con incertidumbre, sin saber lo que tenía que hacer. Después preguntó en mal inglés:
– ¿No habla español?
– No, ¿y qué? -tronó Pitt-. ¿No había visto nunca a un irlandés?
– ¿Cómo puede un irlandés llevar uniforme cubano?
– Soy el comandante Paddy O'Hara, del Ejército Republicano Irlandés, en funciones de consejero de sus milicias.
La cara del cubano se iluminó como bajo el resplandor de un flash y Pitt se alegró al ver que el hombre había quedado impresionado.
– Herberto Figueroa -dijo éste, tendiéndole la mano-. Yo aprendí inglés hace muchos años; cuando estaban aquí los americanos.
Pitt la estrechó y señaló con la cabeza a Jessie.
– La cabo María López, mi ayudante y guía. También intérprete de mi deficiente español.
Figueroa bajó la cabeza y observó el anillo de casada de Jessie.
– Señora López. -Se volvió a Pitt-. ¿Comprende ella el inglés?
– Un poco -respondió Pitt-. Y ahora, si puede darme un cuchillo y cinta aislante, creo que podré reparar la avería.
– Claro, claro -dijo Figueroa.
Sacó un cortaplumas de la guantera y encontró un pequeño rollo de cinta aislante en un estuche de herramientas que llevaba en el portaequipajes.
Pitt se inclinó sobre el motor, cortó unos trozos de cable sobrante de las bujías y juntó los extremos, hasta que tuvo un alambre que llegaba desde la bobina hasta el delco.
– Bueno, pruebe ahora.
Figueroa hizo girar la llave del encendido y el gran V-8 de cuatro litros tosió una vez, dos veces y, después, zumbó con regularidad.
– ¡Magnífico! -gritó Figueroa, entusiasmado-. ¿Quieren que les lleve?
– ¿Adonde va?
– A La Habana. Vivo allí. El marido de mi hermana murió en Nuevitas. Fui allí para ayudarla a disponer el entierro. Ahora vuelvo a mi casa.
Pitt asintió con la cabeza, mirando a Jessie. Era su día de suerte. Trató de imaginarse la forma de Cuba y calculó, acertadamente, que La Habana debía estar a casi trescientos kilómetros al nordeste a vuelo de pájaro, seguramente unos cuatrocientos por carretera.
Inclinó el asiento delantero para que Jessie subiese al de atrás.
– Le estamos muy agradecidos, Herberto. Mi coche oficial sufrió una pérdida de aceite y el motor se paró unos cuatro kilómetros atrás. Nos dirigíamos a un campo de instrucción del este de La Habana. Si puede dejarnos en el Ministerio de Defensa, cuidaré de que le paguen por la molestia.
Jessie abrió la boca y se quedó mirando a Pitt con una clásica expresión de disgusto. Él comprendió que, mentalmente, le estaba llamando engreído bastardo.
– Su mala suerte ha sido buena para mí -dijo Figueroa, contento ante la perspectiva de ganar unos cuantos pesos extra.
Figueroa levantó gravilla del arcén al salir rápidamente al asfalto, y cambió las marchas hasta que el Chevrolet rodó a unos buenos cien kilómetros por hora. El motor roncaba suavemente, pero la carrocería chirriaba en doce lugares distintos y el humo del tubo de escape se filtraba a través del enmohecido suelo.
Pitt miró la cara de Jessie por el espejo retrovisor. Parecía incómoda y fuera de su elemento. Un coche moderno habría sido más de su gusto. Pitt se estaba divirtiendo de veras. De momento, su afición a los coches antiguos borraba de su mente toda idea de peligro.
– ¿Cuántos kilómetros ha hecho en él? -preguntó.
– Más de seiscientos ochenta mil -respondió Figueroa.
– Todavía tiene mucha potencia.
– Si los yanquis levantasen su embargo, podría comprar accesorios nuevos y hacer que siguiese marchando. Pero no puede durar eternamente.
– ¿Tiene dificultades en los puestos de control?
– Siempre me dejan pasar sin detenerme.
– Debe tener influencia. ¿Qué hace en La Habana?
Figueroa se echó a reír.
– Soy taxista.
Pitt no trató de disimular una sonrisa. Esto era aún mejor de lo que había esperado. Se retrepó en su asiento y se relajó, disfrutando del paisaje como un turista. Trató de pensar en la vaga indicación de LeBaron sobre el paradero del tesoro de La Dorada, pero su mente estaba nublada por el remordimiento.
Sabía que en algún momento, en algún lugar de la carretera, tendría que quitarle a Figueroa el poco dinero que llevaba y robarle el coche. Esperó que no tuviera que matar al amable hombrecillo en aquella operación.
63
El presidente volvió a la Casa Blanca desde el Centro Espacial Kennedy y fue directamente al Salón Oval. Después de reunirse en secreto con Steinmetz y los colonos de la Luna y oír los entusiastas informes sobre sus exploraciones, se sentía extraordinariamente animado. Olvidando el sueño, entró solo en su despacho, dispuesto a planificar una nueva serie de operaciones especiales.
Se sentó detrás de la gran mesa y abrió un cajón inferior. Sacó un humefactor, y extrajo de él un gran cigarro. Le quitó el celofán, contempló un momento las apretadas hojas castañas de la cubierta e inhaló el fuerte aroma. Era un Montecristo, el cigarro más fino que fabricaba Cuba y que no podía ser importado en América a causa del embargo de los artículos cubanos.
El presidente confiaba en un antiguo condiscípulo de confianza para que le trajese una caja de contrabando cada dos meses, desde Canadá. Ni siquiera su esposa y sus más íntimos colaboradores conocían este escondrijo. Cortó una punta y encendió cuidadosamente la otra, preguntándose, como siempre, qué alboroto armaría el público si descubría su clandestino y ligeramente ilegal exceso.
Esta noche le importaba un comino. Estaba en plena euforia. La economía se mantenía estable y el Congreso no había aprobado unos fuertes recortes del presupuesto ni una ley de reducción de impuestos. El escenario internacional había entrado en un período de distensión, aunque fuese temporal, y las encuestas sobre la popularidad del presidente mostraban un aumento del cinco por ciento. Y ahora estaba a punto de sacar provecho político de la previsión de sus predecesores, como le había ocurrido a Nixon después del éxito del programa Apolo. La asombrosa hazaña de la colonia lunar significaría el apogeo de su administración.
Su próximo objetivo era fortalecer su imagen en los asuntos de América Latina. Castro había abierto la puerta con su ofrecimiento de un tratado. Ahora, si el presidente podía poner un pie en el umbral antes de que se cerrase de nuevo, tendría una gran oportunidad de neutralizar la influencia marxista en las Américas.