Выбрать главу

De momento, la perspectiva parecía tenebrosa. Lo más probable era que Pitt y Jessie LeBaron hubiesen sido muertos a tiros o detenidos. Si no lo habían sido, sólo tardaría horas en ocurrir lo inevitable. El único curso de acción era introducir a otra persona en Cuba para establecer contacto con Castro.

Zumbó el intercomunicador.

– ¿Sí?

– Lamento molestarle, señor presidente -dijo una telefonista de la Casa Blanca-, pero el señor Brogan acaba de llamar y dice que es urgente que hable con usted.

– Muy bien. Póngame con él.

Se oyó un ligero chasquido y Martin Brogan dijo:

– ¿Le he pillado en la cama?

– No, todavía estoy levantado. ¿Qué es eso tan importante que no puede esperar hasta mañana?

– Todavía estoy en Andrews. Mi delegado me estaba esperando con un documento traducido que fue encontrado en Cayo Santa María. Contiene un material muy delicado.

– ¿Puede decirme de qué se trata?

– Los rusos van a eliminar a Castro pasado mañana. La operación lleva el nombre en clave de «Ron y Cola». Se explica en detalle cómo los agentes soviéticos se apoderarán del Gobierno cubano.

El presidente observó el humo azul del cigarro habano que se elevaba en volutas hacia el techo.

– Van a hacer su operación antes de lo que nos imaginábamos -dijo reflexivamente-. ¿Cómo pretenden eliminar a Castro?

– Ésta es la parte más espantosa del plan -dijo Brogan-. La rama GRU de la KGB pretende volar la ciudad con él.

– ¿La Habana?

– Un buen pedazo de ella.

– Jesús! ¿Está hablando de una bomba nuclear?

– Si he de ser sincero, debo decir que el documento no expresa el medio exacto, pero está claro que alguna clase de ingenio explosivo capaz de arrasar diez kilómetros cuadrados está siendo introducido en el puerto.

La noticia desalentó al hasta ahora animado presidente.

– ¿Da el documento el nombre del barco?

– Menciona tres barcos, pero ninguno por su nombre.

– ¿Y cuando se pretende provocar la explosión?

– Durante una ceremonia del Día de la Educación. Los rusos cuentan con que Castro se presentará de improviso y pronunciará su acostumbrada arenga de dos horas.

– No puedo creer que Antonov participe en este horror. ¿Por qué no enviar un equipo local de pistoleros que acabe con Fidel Castro? ¿Qué van a ganar quitando la vida a cien mil víctimas inocentes?

– Castro es una figura sagrada para los cubanos -explicó Brogan-. Para nosotros puede ser un comunista de chiste, pero para ellos es un dios venerado. Un sencillo asesinato provocaría una tremenda oleada de odio contra las personas respaldadas por los soviéticos que le sustituirían. Pero una gran catástrofe daría a los nuevos líderes un motivo para pedir la unidad y una causa para incitar al pueblo a cerrar filas detrás del nuevo Gobierno,: sobre todo si se demostrase que los Estados Unidos, y en particular la CÍA, eran los culpables.

– Todavía no puedo concebir un plan tan monstruoso.

– Le aseguro, señor presidente, que todo consta por escrito. -Brogan hizo una pausa para recorrer con la mirada una página del documento-. Lo más extraño es que el escrito es vago en lo tocante a los detalles de la explosión, pero muy concreto al exponer cómo debe realizarse, paso a paso, la campaña de propaganda para culparnos a nosotros. Incluso consigna los nombres de los cómplices de los soviéticos y las posiciones que van a ocupar después de que hayan tomado el poder. Tal vez le interesará saber que Alicia Cordero va a ser la nueva presidenta.

– ¡Que Dios nos ampare! Es dos veces más fanática que Fidel.

– En todo caso, los soviéticos saldrán ganando, y nosotros, perdiendo.

El presidente dejó el cigarro en un cenicero y cerró los ojos. Nunca terminan los problemas, murmuró para sí. Cada uno engendra otro. Los triunfos de mi cargo no son muy duraderos. La presión y las frustraciones nunca cesan.

– ¿Nuestra Armada puede detener los barcos? -preguntó.

– Según el calendario previsto, dos de ellos habrán atracado ya en La Habana -respondió Brogan-. El tercero debería entrar en el puerto en cualquier momento. Yo tuve la misma idea, pero ya es demasiado tarde.

– Debemos conseguir los nombres de esos barcos.

– He encargado ya a mi gente que compruebe todas las llegadas de barcos al puerto de La Habana. Espero que los hayan identificado dentro de una hora.

– Y precisamente ha elegido Castro estos días para ocultarse -dijo desesperado el presidente.

– Le hemos encontrado.

– ¿Dónde?

– En su retiro del campo. Ha roto todo contacto con el mundo exterior. Ni siquiera sus consejeros más íntimos ni los peces gordos soviéticos pueden comunicar con él.

– ¿A quién tenemos en nuestro equipo que pueda encontrarse cara a cara con él?

Brogan lanzó un gruñido.

– A nadie.

– Tiene que haber alguien a quien podamos enviar.

– Si Castro estuviese de un humor comunicativo, podría pensar al menos en diez personas que están a nuestro sueldo y que podrían entrar a verle por la puerta principal. Pero no como están ahora las cosas.

El presidente jugueteó con su cigarro, buscando a tientas una inspiración.

– ¿En cuántos cubanos puede confiar, en La Habana, que trabajen en los muelles y tengan experiencia marítima?

– Tendría que comprobarlo.

– Una suposición.

– Calculándolo por encima, tal vez quince o veinte.

– Está bien -dijo el presidente-. Reúnales a todos. Haga que de alguna manera suban a bordo de aquellos barcos, y que descubran cuál es el que lleva la bomba.

– Para desactivarla, necesitaremos alguien que sepa lo que se trae entre manos.

– Cruzaremos ese puente cuando sepamos dónde está oculta la bomba.

– Un día y medio no es mucho tiempo -dijo lúgubremente Brogan-. Será mejor que concentremos nuestra atención en deshacer el lío que se armará después.

– Lo que tiene usted que hacer es empezar a mover los hilos. Manténgame informado cada dos horas. Haga que todos los agentes que tenemos en Cuba se dediquen a este asunto.

– ¿Y si advirtiésemos a Castro?

– Esto me corresponde a mí. Yo cuidaré de ello.

– Que tenga suerte, señor presidente.

– Lo mismo le deseo, Martin.

El presidente colgó el teléfono. Su cigarro se había apagado. Volvió a encenderlo y después descolgó el teléfono de nuevo y llamó a Ira Hagen.

64

El guardia era joven, no tendría más de dieciséis años, era abnegado y fiel servidor de Fidel Castro y entregado a la vigilancia revolucionaria. Dándose importancia y con arrogancia oficial se acercó a la ventanilla del coche, con el rifle colgado de un hombro, y pidió que le mostrasen los documentos de identidad.

– Tenía que ocurrir -murmuró Pitt en voz baja.

Los guardias de los tres primeros puestos de control habían hecho perezosamente seña a Figueroa de que siguiese su camino, en cuanto les hubo mostrado su permiso de taxista. Eran campesinos que habían elegido la rutina de una carrera militar en vez de un trabajo sin porvenir en los campos o en las fábricas. Y como todos los soldados de todos los países del mundo, encontraban tedioso el servicio de vigilancia y con frecuencia prescindían de toda precaución, salvo cuando se presentaban sus superiores en visita de inspección.

Figueroa tendió su permiso al joven.

– Esto sólo es válido dentro de la ciudad de La Habana. ¿Qué está haciendo en el campo?

– Mi cuñado murió -dijo pacientemente Figueroa-. He ido a su entierro.

El guardia se agachó y miró a través de la ventanilla abierta del conductor.

– ¿Quienes son estos otros?

– ¿Está usted ciego? -replicó Figueroa-. Son militares como usted.

– Tengo que buscar a un hombre que lleva un uniforme robado de la milicia. Se sospecha que es un espía imperialista que desembarcó en una playa, a ciento cincuenta kilómetros al este de aquí.

– Porque ella lleva uniforme militar -dijo Figueroa, señalando ajessie en el asiento de atrás-, ¿crees que los imperialistas yanquis están enviando mujeres para invadirnos?

– Quiero ver sus documentos de identidad -insistió el guardia.

Jessie bajó el cristal de la ventanilla de atrás y se asomó.

– Ése es el comandante O'Hara, del Ejército Republicano Irlandés, que ha sido enviado como consejero. Yo soy la cabo López, su ordenanza. Déjanos pasar.

El guardia mantuvo la mirada fija en Pitt.

– Si es comandante, ¿por qué no lleva las insignias de su graduación?

Por primera vez, observó Figueroa que no había insignias en el uniforme de Pitt. Miró fijamente a éste, frunciendo recelosamente el entrecejo.

Pitt había permanecido sentado, sin tomar parte en la conversación. Entonces se volvió poco a poco, miró al guardia a los ojos y le dirigió una amistosa sonrisa. Cuando habló, su voz era suave, pero revelaba una gran autoridad.

– Tome el nombre y la dirección de ese guardia. Deseo que sea recompensado por su exacto cumplimiento del deber. El general Raúl Castro ha dicho muchas veces que Cuba necesita hombres como éste.

Jessie tradujo estas palabras y esperó, con alivio, mientras el guardia se cuadraba y sonreía.

Entonces, el tono de Pitt se volvió glacial, lo mismo que sus ojos.

– Ahora dígale que nos deje pasar o haré que le envíen como voluntario a Afganistán.

El joven guardia pareció encogerse visiblemente cuando Jessie repitió las palabras de Pitt en español. Estaba perplejo, sin saber lo que tenía que hacer, cuando un automóvil íargo y negro llegó y se detuvo detrás del viejo taxi. Pitt lo reconoció como un Zil, automóvil de lujo de siete asientos construido en Rusia para los funcionarios del Gobierno y los militares de alto rango.

El conductor del Zil tocó el Claxon, con impaciencia, y pareció aumentar la indecisión del guardia. Éste volvió y miró suplicante a un compañero, pero éste estaba ocupado con el tráfico que venía en dirección contraria. El chófer de la limusina tocó de nuevo el claxon y gritó por la ventanilla: