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Detrás de ellos, la gran columna de llamas y humo ascendía en espiral hacia el cielo azul de la mañana temprana. Clark había ganado tiempo para darles una oportunidad de victoria, pero lo había pagado con la vida.

Pitt no miró hacia atrás. Sus ojos eran atraídos como un imán por el rayo de luz del faro que se alzaba sobre las grises murallas del Castillo del Morro, la siniestra fortaleza que guardaba la entrada del puerto de La Habana. Estaba a tres millas de distancia, pero parecían treinta.

La suerte estaba echada. Manny elevó la fuerza de la otra máquina y las dos hélices gemelas batieron el agua. El Amy Bigalow empezó a adquirir velocidad. De dos nudos pasó a tres. De tres pasó a cuatro. Avanzó hacia el canal, debajo del faro, como un caballo percherón en una competición de tiro.

Estaba a cuarenta minutos de alcanzar la libertad. Pero se había dado la alarma y todavía tenía que llegar lo inconcebible.

El comandante Borchev esquivó las ascuas que caían y silbaban en el agua. Flotando allí, debajo de los pilotes, podía oír el estruendo de las armas de fuego y ver las llamas que se elevaban hacia el cielo. El agua de los muelles estaba tibia y olía a peces muertos y a petróleo. Arqueó y vomitó el agua sucia que había tragado cuando el extraño coronel cubano le había empujado sobre el borde del muelle.

Nadó lo que le pareció una milla antes de encontrar una escalera y subir a un embarcadero abandonado. Escupió asqueado y corrió hacia el convoy ardiente.

Cuerpos ennegrecidos y quemados llenaban el muelle. El tiroteo había cesado cuando los pocos supervivientes de Clark escaparon en una pequeña barca con motor fuera borda. Borchev anduvo cautelosamente entre aquella carnicería. A excepción de dos heridos que se habían refugiado detrás de una carretilla elevadora, los demás habían muerto. Todo su destacamento había sido aniquilado.

Medio loco de rabia, Borchev pasó tambaleándose entre las víctimas, buscando, hasta que encontró el cuerpo de Clark. Puso boca arriba al agente de la CÍA y miró sus ojos ciegos.

– ¿Quién eres? -preguntó estúpidamente-. ¿Para quién trabajas?

Pero la facultad de responder había muerto con Clark.

Borchev agarró del cinturón el cuerpo exánime y lo arrastró hasta el borde del muelle. Entonces, de una patada, lo arrojó al agua.

– ¡Veamos si te gusta esto! -gritó, insensato.

Borchev anduvo sin objeto entre los muertos durante otros diez minutos, antes de recobrar su aplomo. Por último comprendió que tenía que informar a Velikov. El único transmisor había quedado destrozado dentro del primer camión, y Borchev empezó a correr por la zona portuaria buscando febrilmente un teléfono.

Vio en un edificio un rótulo que lo identificaba como salón de recreo de los trabajadores del muelle. Se lanzó contra la puerta y la abrió de golpe con el hombro. Buscó a tientas en la pared, encontró el interruptor de la luz y la encendió. La habitación estaba amueblada con viejos sofás manchados. Había tableros de ajedrez, fichas de dominó y un pequeño frigorífico. Posters de Castro, del Che Guevara, fumando un cigarro con altanería, y de un sombrío Lenin, miraban hacia abajo desde una pared.

Borchev entró en el despacho de un supervisor y levantó el teléfono que había sobre una mesa. Marcó varias veces sin poder comunicar. Por fin despertó a la telefonista, maldiciendo la retrasada eficacia del sistema telefónico cubano.

Las nubes empezaban a adquirir un brillo anaranjado sobre los montes del este y las sirenas de los vehículos de bomberos de la ciudad convergían sobre el puerto cuando le pusieron por fin en comunicación con la Embajada soviética.

El capitán Manuel Pinon estaba en el puente de la fragata patrullera de clase Riga, construida en Rusia, y enfocó sus gemelos. Su primer oficial le había despertado poco después de que estallasen la lucha y la conflagración en la zona comercial del puerto. Podía ver poco a través de los gemelos, porque su barco estaba amarrado en el muelle naval detrás de una punta y precisamente más abajo del canal, y su visión quedaba entorpecida por unos edificios.

– ¿Deberíamos ir a investigar? -preguntó el primer oficial.

– La policía y los bomberos ya se ocuparán de ello -respondió Pinon.

– Parecen disparos de fusil.

– Probablemente un incendio en un almacén de municiones. Es mejor que no entorpezcamos a las embarcaciones contra incendios. -Tendió los gemelos al primer oficial-. Siga observando. Yo me vuelvo a la cama.

Pinon estaba a punto de entrar en su camarote cuando el primer oficial llegó corriendo por el pasillo.

– Señor, será mejor que vuelva al puente. Dos barcos están tratando de salir del puerto.

– ¿Sin autorización?

– Sí, señor.

– Tal vez se trasladan a otro lugar de amarre.

El primer oficial sacudió la cabeza.

– Han puesto rumbo al canal principal.

Pinon gruñó.

– Los dioses no quieren dejarme dormir.

El primer oficial sonrió irónicamente.

– Un buen comunista no cree en los dioses.

– Cuénteselo a mi anciana madre.

De nuevo en el puente, Pinon bostezó y miró a través de la neblina de la mañana temprana. Dos barcos remolcados estaban a punto de entrar en el canal en dirección al mar abierto.

– ¿Qué diablos…? -Pinon volvió a enfocar los gemelos-. Ni una bandera, ni una luz de navegación encendida, ni vigilancia en los puentes…

– Ni responden a nuestras señales por radio exigiéndoles que declaren sus intenciones. Casi parece que tratan de escapar.

– Chusma contrarrevolucionaria tratando de llegar a los Estados Unidos -gruñó Pinon-. Sí, debe ser esto. No puede ser otra cosa.

– ¿Debo dar la orden de zarpar y salirles al paso?

– Sí, inmediatamente. Nos cruzaremos delante de sus proas y les cerraremos el camino.

Todavía hablaba cuando el primer oficial empezó a tocar la sirena para que los tripulantes ocupasen sus puestos.

Diez minutos más tarde, aquel barco de treinta años, retirado por la Marina rusa después de ser sustituido por una clase de fragata más nueva y modificada, navegaba de costado a través del canal. Sus cañones de cuatro pulgadas apuntaban casi a boca de jarro a los buques fantasmas que se acercaban rápidamente.

Pitt observó la centelleante luz de señales de la fragata y estuvo tentado de encender la radio, pero se había convenido desde el principio que el convoy guardaría silencio para el caso de que cualquier receptor de las autoridades del puerto o de algún puesto de seguridad estuviese sintonizado en la misma frecuencia. El conocimiento del código de Morse internacional de Pitt estaba muy oxidado, pero descifró el mensaje como «Deténganse inmediatamente e identifiqúese.»

Mantuvo la mirada fija en el Pisto. Sabía que cualquier movimiento súbito de fuga tenía que iniciarlo Jack. Llamó a la sala de máquinas y dijo a Manny que una fragata estaba bloqueando su rumbo, pero las agujas del telégrafo metálico siguieron fijas en

AVANTE A TODA MÁQUINA.

Ahora estaban tan cerca que podía ver la bandera naval cubana ondeando rígidamente bajo la brisa marina. Las tablillas de la lámpara de señales se abrieron y cerraron de nuevo. «Deténganse inmediatamente o abriremos fuego.»

Dos hombres aparecieron en la popa del Pisto y empezaron frenéticamente a largar más cable. Al mismo tiempo, el remolcador cambió de rumbo e hizo una brusca virada a estribor. Entonces Jack salió de la caseta del timón y gritó a la fragata a través de un megáfono:

– Apártate, pedazo de imbécil. ¿No ves que estoy remolcando?

Pinon hizo caso omiso del insulto. No esperaba menos de un patrón de remolcador.

– Su maniobra no está autorizada. Voy a enviar una patrulla de inspección.

– Que me aspen si consiento que ningún mequetrefe de la Marina ponga los pies en mi barco.

– Dése por muerto si no lo hace -replicó Pinon, de buen humor.

Ahora ya no estaba seguro de que fuese un intento de fuga en masa de disidentes, pero la extraña acción del remolcador y los barcos sin luces exigían una investigación.

Se inclinó sobre la barandilla del puente y ordenó que fuese arriada la lancha a motor con una patrulla. Cuando volvió a mirar el convoy no identificado, se quedó paralizado de espanto.

Demasiado tarde. A la pálida luz de la mañana, no había visto que el barco de detrás del remolcador no era un peso muerto. Navegaba y se estaba acercando a la fragata a una velocidad de al menos ocho nudos. Se quedó mirando perplejo durante unos segundos, antes de recobrar el uso de su razón.

– ¡Avante! -gritó-. Artilleros, ¡fuego!

Su orden fue seguida por el estruendo ensordecedor de los proyectiles que volaban sobre el hueco cada vez más estrecho e iban a estrellarse en la proa y la superestructura del Amy Bigalow, hasta estallar en una explosión de llamas y pedazos de acero. El lado de babor de la caseta del timón pareció desaparecer como bajo la acción de una máquina trituradora de chatarra. Cristales y otros restos saltaron como perdigones. Pitt se agachó pero siguió aferrado a la rueda con una determinación que rayaba en ciega terquedad. Tuvo suerte de salir de aquello con sólo unos pocos cortes y un muslo lastimado.

La segunda ráfaga destrozó el cuarto de mapas y partió el primer mástil en dos. La mitad superior cayó sobre el costado del buque y fue arrastrada unos treinta metros hasta que se rompieron los cables y flotó en libertad. La chimenea fue alcanzada y quedó hecha pedazos, y una granada estalló dentro del pañol del áncora de estribor, haciendo saltar por el aire los oxidados eslabones como trozos de metralla.

No habría una tercera ráfaga.

Pinon permaneció absolutamente inmóvil, apretadas las manos sobre la barandilla del puente. Miraba la proa negra y amenazadora del Amy Bigalow alzándose imponente sobre la fragata, pálido y convencido de que su barco estaba a punto de morir.

Las hélices de la fragata giraron frenéticas pero no pudieron apartarla con bastante rapidez. El Amy Bigalow no podría fallar y las intenciones de Pitt eran evidentes. Compensaba y cortaba el ángulo en dirección a la mitad de la fragata. Los tripulantes que estaban en cubierta y pudieron ver el desastre inminente se quedaron paralizados de horror antes de reaccionar al fin y arrojarse por la borda.