—Mi mamá y mi papá son los dueños de Ramírez. Muchas cosas, supongo. ¿Qué necesitáis?
Ella sabía eso. Ramírez era un restaurante en el Salón Norte.
—Mmm —calculó—. Cuchillos y cosas así.
—Podría hacerlo —dijo Stasi con ansiedad—. O comida. O cualquier otra cosa de ese tipo. Y mi tío es controlador de vuelo. Puedo conseguir cosas de las líneas aéreas.
—De acuerdo. De momento está bien. Aquí está el resto. Si entras y haces cualquier estupidez y te atrapan, no debes hablar sobre nosotros. Debes decir que estabas sola. Pero lo importante es que no te atrapen. Y no traigas a nadie, a nadie sin preguntar. Y no hables con nadie de nosotros. ¿Comprendido?
Stasi asintió con seriedad.
—¿Lo juras?
Stasi asintió.
No hablaba mucho. Como Sam. Era buena señal.
—Yo voto que sí —dijo Ari. Y Sam asintió. Ella miró a Catlin y a Florian.
No les parecía mal. Catlin siempre tenía el ceño fruncido cuando pensaba y consideraba los pros y los contras.
—Dicen que está bien —decidió Ari.
Así que todos se subieron a la tubería y se sentaron. Estaba limpio. Florian y Catlin siempre se aseguraban de que el lugar para sentarse estuviera limpio, porque si no, la gente se daría cuenta de que andaban por lugares polvorientos.
Florian y Catlin se pusieron en cuclillas donde estaban de pie y se relajaron.
Empezaron a trabajar. Ella iba a contarles cosas sobre el viaje a Novgorod, Sam tenía puesto el pullóver nuevo, como Tommy, y Maddy llevaba el echarpe, pero el broche de Amy era demasiado caro para llevarlo a clase. Así que todos hablaron de la fiesta que iba a dar Maddy, la fiesta a la que todos estaban invitados, y Maddy estaba contenta porque Stasi había entrado y porque al menos de momento era alguien importante en el grupo.
Era cierto que Maddy se había desarrollado pronto. Su manera de sentarse y la forma en que llegaba la luz a la improvisada mesa lo
Tommy lo tomaba bien. A Sam le molestaba mucho: el pobre Sam había crecido mucho y estaba en un estadio un poco incómodo y torpe porque crecía tanto, decía Tommy; Sam siempre se golpeaba la cabeza
Sam estaba enamorado de ella, o algo así. Sam siempre había estado enamorado de ella, como si quisiera ser un amigo especial, pero ella nunca lo dejaba, porque no se sentía cerca de Sam; y la ponía de mal humor ver cómo se tomaba en serio a Maddy y cómo se preocupaba por eso, como si supiera que en realidad no formaba parte de la Casa y que vivía cerca de la ciudad, que Maddy era rica y que las cosas nunca llegarían a nada en realidad, no más que el asunto de Sam con ella.
Un año atrás más o menos, Ari se dio cuenta de que ninguno de ellos estaba haciendo las cosas en serio, pero Sam había nacido serio y Maddy estaba en eso desde que había aprendido la diferencia entre un chico y una chica.
Ella sabía la diferencia. Cuando se criaban guppies y se estudiaban caballos, uno se daba cuenta de cómo funcionaba eso y de por qué los chicos y las chicas se perseguían mutuamente.
No estaba muy interesada. Estaba resentida por el proceso. Hacía que todos se comportaran como estúpidos, y era una complicación cuando trataba de ordenar la situación con la gente.
Después, vio cómo Maddy fingía un tropiezo al salir y rozaba
Uno no podía empujar a Florian: cuando la gente tropezaba con él, se asustaba. Pero se recuperó pronto y alargó el brazo para sostenerla, y ella tuvo suerte de no darse contra la pared porque Florian había aprendido en Novgorod a no reaccionar mal cuando estaban en medio de una multitud.
Maddy se las arregló para pasarle una brazo por el hombro y rió y fingió recuperar el equilibrio antes de salir por la puerta.
Lo que Maddy no vio fue la extraña mirada que Florian le dirigió cuando ella le dio la espalda para irse.
Pero Ari sí la vio. Cuando Florian se dio la vuelta para mirarla a ella, todavía conservaba aquella mirada, como si pensara que lo habían Atrapado de una forma vaga y no estuviera seguro de haber reaccionado bien.
Ari no lo ayudó. Y dudaba que Catlin entendiera la situación.
V
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que Justin había entrado en la oficina de Denys. El recuerdo de la última visita lo golpeó con fuerza: el hombre corpulento en el escritorio, cada detalle de la habitación.
El hermano de Giraud Nye. Uno no podía olvidarse de eso.
—Yanni me dijo que usted quería hablar conmigo —dijo Justin, en la puerta.
—Sí, sí. Siéntate.
Justin se dirigió al escritorio y se sentó, y Denys se inclinó con las manos sobre la mesa. Había un plato con pastillas. Denys tomó una y le ofreció el plato.
—No, ser, gracias.
Denys se puso una en la boca, se reclinó hacia atrás con un crujido de la silla y cruzó las manos sobre la panza.
—Yanni me envió tu trabajo. Dice que quieres ir a Prueba. Confías en ello, ¿no es cierto?
—Sí, ser. Es un programa simple. Nada complicado. No creo que tenga que probarlo mucho tiempo.
—En mi opinión no es un problema que pueda manejar la División de Pruebas. Jordan afirma que funcionará, que funcionará sin un error. El problema con tu trabajo no es lo que provoca al cabo de una generación o dos. Si fuera así, no tendríamos problemas con él. ¿No te parece? Podríamos instalarlo y listo.
Grant tenía ideas a favor de probar el programa, desde un punto de vista azi. Grant entendía cómo trabajaban los azi de Prueba: podía hacer lo mismo que ellos. Pero ése era el último lugar del mundo donde Justin hubiera comentado algo sobre aquello y no pensaba hacerlo ni siquiera si el silencio le hacía perder la oportunidad, ni siquiera si era la única oportunidad que tendría en toda su vida.
Nada, nada valía tanto como la seguridad de Grant.
—Confío en la opinión de los azi de Prueba —dijo con tranquilidad—. Y en su experiencia. Tienen un punto de vista que los ordenadores no pueden darme; por eso ellos son los últimos en probar las cosas, ¿no?
—Y por eso su tiempo es más valioso. Pero no pueden responder a un problema multigeneracional.
—No lo sé, ser, tengo una gran confianza en su juicio emocional. Y probar el programa me daría mucha información si pudiera conseguir un resultado, cualquier resultado. Jordan afirma que funcionará. Y no lo dice sólo porque es mi padre, ser. No me lo diría a mí por eso. No en un caso tan importante.
Denys sonrió, una sonrisa leve, triste, y suspiró. La silla crujió cuando se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre la mesa. Y pulsó un botón. El murmullo del silenciador, ese murmullo que calaba los huesos, los envolvió de pronto, y el estómago de Justin se encogió, se le tensaron los nervios.
—Pero el programa conlleva más de veinte años de estudio, incluso si te damos una prueba completa con un grupo genético. Ése es el problema. En realidad, para saber si tienes razón o no, necesitaríamos una prueba estilo Gehenna. Veinte generaciones, no veinte años. Y no nos parece prudente concederte un par de planetas. ¿Y que hacemos con la cultura que resulte si te equivocas? ¿La eliminamos? Ésa es la escala en que estás trabajando, hijo.
Él ya estaba oyendo él «no» que se acercaba, sarcástico y lento, y se mordió el labio para contener la rabia.
—Algo como lo que hacía Emory —dijo, con amargura. El último alarde de Reseune. Y casi dijo: Si su comité hubiera vetado los proyectos de Ari, seríamos sólo una granja de producción, nada más.
Pero, claro, no estaba seguro de lo que hubiera hecho Emory veinte o treinta generaciones después, ni de los lejos que había llegado, ni de si la Unión misma era un proyecto que funcionara. La referencia a Gehenna que había hecho Denys le producía escalofríos.
—Algo como lo que hacía Emory —repitió Denys lentamente, sin inflexión—. Te diré que Sociología se puso muy nerviosa con tus diseños, por la sugerencia de que tal vez habían cometido un error en los programas de proyección, ya sabes. Hiciste que los programadores pasaran algunas noches de insomnio. Y, con franqueza, no revelamos nada de esto a Defensa. Ya sabes lo excitables que son.