—Un momento de cambio —comentó Grant—. Sin un supervisor que le ayude. Ya he pasado por eso. ¿Estamos hablando de Ari? ¿O me estás diciendo otra cosa?
—CIUD —suspiró Justin—. CIUD. Podemos resolver mediante pensamiento contradictorio nuestros estados de contradicción, subdivisiones interminables. Hacemos un túnel entre realidades. —Se terminó la sopa y tomó un sorbo de vino—. Cualquier eventualidad te puede poner en ese estado, como un holograma roto: cualquier pedazo de la matriz evoca
—Pero a la clon de Bok nunca le disminuyeron la presión —repuso Grant—. Siempre era noticia, siempre, hasta el día en que murió.
—Pero era presión caótica, retorcida, una confusión encima de otra. Eres brillante. Eres un fracaso. Nos estás fallando. ¿Nos puedes decir por qué eres un fracaso?Me pregunto si alguien se preocupó por poner un lazo de alegría en los grupos profundos de la clon de Bok.
—¿Cómo es posible hacer eso si siempre que ponemos eso en nuestros grupos eminentemente sensibles, terminamos al borde de la psicosis? —dijo Grant—. Creo que le enseñas al sujeto a disfrutar de las curvas de adrenalina. O a encontrar placer a partir de la contradicción misma en lugar de sacarlo de los bancos de datos.
El camarero retiró con habilidad los platos hondos de la sopa y sirvió más vino en los vasos.
—Creo —dijo Justin, incómodo— que acabas de definir a un masoquista. O alguna otra cosa. —Su mente volvía una y otra vez a su situación personal, a Jordan, a la niña en el tribunal de justicia, a las líneas frías y verdes de sus programas en los monitores, a la sociedad protegida, cuidadosamente presionada y despresurizada de la ciudad, donde las cargas estaban calculadas y había un sistema de operaciones humano, manejado por humanos, que impedía la saturación.
Placer y dolor, encanto.
Buscó el vaso de vino y mantuvo la mano quieta al beber, lo apoyó de nuevo cuando los camareros trajeron el plato principal.
Y mientras masticaba el primer trozo y Grant se quedaba en silencio, mucho rato, seguía pensando.
Dios, pensó, ¿necesito estar aterrorizado para pensar bien?
¿Me estoy dirigiendo hacia la locura o es que me estoy acercando a algo importante?
—Estoy tentado —le dijo a Grant finalmente—. Quisiera hacerles una sugerencia en cuanto a Ari.
—Dios —suspiró Grant y tragó lo que tenía en la boca a toda prisa—. Van a perder el aliento. Estás hablando en serio. ¿Qué les sugerirías?
—Que consigan otro maestro para Ari. Al menos un maestro más, alguien menos paciente que John Edwards. Si ya ha captado la forma en que actúa Edwards, Ari no va a superar sus límites, ¿no te parece? Tiene demasiada aprobación y muy poco afecto en su vida. ¿Qué te interesaría más a ti de los grupos de Edwards? Es un tipo muy bueno, muy buen maestro, hace maravillas para interesar a los alumnos; pero si eres Ari Emory, ¿para qué trabajarías? ¿para conseguir la atención de Edwards, o para tener buena nota en un examen?
Las cejas de Grant saltaron en un asombro genuino.
—Tal vez tengas mucha razón .
—Mierda, sé que tengo razón. Si no, ¿qué andaba buscando en mi oficina? —Y Justin recordó lo que había pensado cuando hicieron las reservas, que Seguridad podía encontrarlos, que Seguridad podía poner un micrófono incluso en el maldito geranio. La idea lo recorrió de arriba abajo con su acostumbrada fluctuación de adrenalina. Una pequeña. Un recuerdo de que estaba vivo—. La niña quiere atención, eso es todo. Y acaban de darle la dosis de adrenalina más fuerte que haya tenido en años con esa entrevista. Todos estaban prestándole atención. Está más contenta que en toda su vida de personita manipulada. ¿Cómo va a competir Edwards con eso cuando Ari vuelva? ¿Qué le puede ofrecer para mantenerla interesada en los estudios? ¿Qué puede competir con ese tipo de experiencia? Necesitan a alguien que pueda interesarla, no a alguien que esté interesado en ella. —Meneó la cabeza y aplicó el cuchillo a la carne—. Mierda. En realidad no es asunto mío, ¿no crees?
—Te aconsejaría que no te metieras en camisa de once varas —dijo Grant—. En tu lugar ni se lo mencionaría a Yanni.
—El problema es que nadie quiere ser el blanco de su descontento —declaró Justin—. Nadie quiere estar en una situación tan comprometida. Ari siempre fue temperamental, de esos temperamentales fríos, claro. Del tipo que sabe esperar. No estoy seguro de adonde podría llegar, no la conocí tan a fondo. Pero los mayores sí, ¿no es cierto?
VI
Salieron del coche mientras Seguridad se derramaba a raudales por las puertas del otro, y avanzaron por el camino hacia las puertas de vidrio, el tío Giraud detrás de ella y Florian y Catlin muy cerca para protegerla de los empujones de Seguridad y de los periodistas.
Vio que las puertas se abrían a pesar de que no atisbaba por encima de los hombros que la rodeaban. A veces la asustaban, a pesar de que en realidad habían ido para verla a ella y de que trataban de protegerla.
Tenía miedo de que la pisotearan, estaban tan cerca, y ella todavía estaba dolorida y llena de moratones.
Habían dado una vuelta en coche y habían visto los muelles y el Volga que desembocaba en la Bahía Swigert, y habían visto el puerto espacial y otros sitios que Ari hubiera querido examinar de cerca, pero el tío Giraud había dicho que había demasiada gente y era muy difícil.
Como en el hotel, donde habían pasado la noche en una gran suite,todo un piso para ellos solos; y donde la gente se había amontonado en el vestíbulo y alrededor del coche. Eso la había asustado. La asustaron en el Salón del Estado, donde la detuvieron en las puertas, que empezaron a cerrarse mientras ella todavía estaba allá, pero Catlin sacó una mano y las paró y pasaron, todos.
El Salón del Estado fue la primera cosa que vieron a fondo porque siempre había toda esa gente que los seguía por todas partes y todos los periodistas.
Era como aparecía en las cintas, era grande y tenía tanto eco que uno se sentía mareado cuando lo miraba, con toda la gente en los balcones, que los miraba desde arriba; era real, como la Corte, que había sido primero sólo un sitio en una cinta y ahora sabía cómo sería aquella habitación en la planta de arriba porque el tío Giraud le había dicho que ahí era donde se reunían los Nueve.
El ruido desapareció. La gente seguía hablando pero ya no se gritaban, y la gente de Seguridad había hecho que los periodistas se quedaran fuera, así que ahora podían caminar y observar las cosas.
El tío Giraud la condujo a ella, a Florian y Catlin por las escaleras, donde ella saludó a Nasir Harad, el presidente de los Nueve: tenía el cabello blanco y fino, y comprendió que aquel hombre no se daba por vencido. Ella se daba cuenta de eso como se daba cuenta de que había algo raro en él, en la forma en que seguía sosteniéndole la mano después deque ella la hubiera estrechado y en la forma en que la miraba como si quisiera algo.
—Tío Giraud —murmuró ella cuando pasaban por las puertas hacia la Cámara del Concejo—. Qué raro era ése.