Lacke se calló en seco, lanzó a Larry una mirada salvaje y éste pensó que se la iba a devolver. Algo se ablandó luego en los ojos de Lacke; abriendo y cerrando la boca, hipando para coger aire, le dijo:
– Larry, yo…
Larry le rodeó con los brazos. Lacke apoyó la mejilla en el hombro de Larry y lloró estremecido. Después de un rato, a Larry se le doblaron las piernas. Trató de zafarse del abrazo para sentarse en la silla de la entrada, pero Lacke seguía aferrado a él y lo acompañó en la caída. Larry cayó en la silla y las piernas de Lacke se doblaron bajo su peso, la cabeza se deslizó sobre las rodillas de su amigo.
Larry le acarició el pelo, no sabía qué decirle. Sólo susurraba:
– Así, así… ya, ya…
A Larry se le habían empezado a dormir las piernas cuando un cambio tuvo lugar. El llanto había terminado dando paso a un gemido tranquilo; entonces notó cómo se tensaban las mandíbulas de Lacke contra su pierna. Éste levantó la cabeza, se limpió los mocos con la manga de la camisa y dijo:
– Le voy a matar.
– ¿A quién?
Lacke bajó la mirada, mirando fijamente al pecho de Larry y asintiendo.
– Le voy a matar. No vivirá.
En el recreo largo de las nueve y media, tanto Staffe como Johan se acercaron a Oskar diciendo «joder, qué bien hecho», «joder, qué bien». Staffe le invitó a coches de gominola y Johan le preguntó si quería acompañarlos algún día a buscar botellas vacías.
Nadie lo empujaba ni se tapaba la nariz cuando él se acercaba. Incluso Micke Siskov sonreía, asentía animándole, como si Oskar le acabara de contar un chiste, cuando se cruzaron en el pasillo fuera del comedor.
Como si todos hubieran estado esperando que hiciera exactamente lo que hizo, y ahora, cuando lo había llevado a cabo, fuera uno de ellos.
El problema estribaba en que no era capaz de disfrutar de ello. Él lo constataba, pero le dejaba frío. Se alegraba de librarse de que le pegaran, claro. Si alguien hubiera intentado pegarle, se habría defendido. Ya no se sentía uno de ellos.
Durante la clase de matemáticas levantó la vista del libro, miró a los compañeros con los que había estado seis años. Tenían la cabeza agachada sobre sus ejercicios, chupando el lápiz, mandándose papelitos unos a otros, riéndose por lo bajo. Y pensó: Pero si son niños…
Y él también era un niño, pero…
Dibujó una cruz en el libro, la transformó en una horca con el lazo. Soy un niño, pero…
Dibujó un tren. Un coche. Un barco. Una casa. Con una puerta abierta.
La inquietud creció. Al final de la clase de matemáticas no se podía estar quieto; daba patadas con los pies, golpeaba el pupitre con las manos. El profesor le pidió, volviendo la cabeza sorprendido, que se callara. Lo intentó, pero al momento estaba otra vez allí la inquietud, agitando las cuerdas de la marioneta y los pies empezaron a moverse solos.
Cuando llegó la última clase, gimnasia, ya no lo podía aguantar. En el pasillo le dijo a Johan:
– Dile a Ávila que estoy enfermo, ¿vale?
– ¿Te largas?
– No tengo la ropa de gimnasia.
Y la verdad es que era cierto; se había olvidado la ropa de gimnasia por la mañana, pero no era por eso por lo que tenía que faltar a clase. De camino hacia el metro vio a sus compañeros formando en línea recta. Tomas le gritó «¡Buuuu!».
Se chivaría probablemente. No le importaba. En absoluto.
Las palomas revolotearon en bandadas grises cuando cruzó apresuradamente la plaza de Vällingby. Una mujer que llevaba un cochecito arrugó la nariz a su paso; una de esas personas que no tienen sensibilidad con los animales. Pero Oskar tenía prisa, y todo lo que se interpusiera entre él y su objetivo no era más que un estorbo.
Se paró fuera de la juguetería, miró el escaparate. Los pitufos estaban expuestos en un paisaje dulzón. Demasiado mayor para eso. En casa, en una caja, había un par de muñecos de Big Jim con los que había jugado muchísimo de pequeño.
Hace sólo un año.
Se oyó un sonido electrónico cuando abrió la puerta de la juguetería. Cruzó un pasillo estrecho en el que los muñecos de plástico, los guerreros y las cajas de lego llenaban las estanterías. Al lado de la caja estaban empaquetados los moldes para hacer soldaditos de estaño. El estaño había que pedirlo en la caja.
Lo que él quería estaba expuesto en el mostrador, al lado de la caja.
Bueno, había copias apiladas debajo de los muñecos de plástico, pero los auténticos, los que llevaban la firma de Rubik en la caja, con ésos tenían más cuidado. Costaban noventa y dos coronas cada uno.
Detrás del mostrador había un hombre bajo y medio gordo con una sonrisa que Oskar habría descrito como «aduladora», si hubiera sabido la palabra.
– Sí… ¿estás buscando algo… especial?
Oskar sabía que los cubos estarían en el mostrador, tenía listo su plan.
– Sí. No encuentro… las pinturas. Para las cosas de estaño.
– ¿Sí?
El hombre hizo un gesto señalando las filas de botes de pintura enanos que estaban detrás de él. Oskar se inclinó y puso los dedos de una mano en el mostrador justo delante de los cubos mientras con el pulgar sujetaba la cartera, que colgaba abierta debajo. Hizo como que buscaba entre las pinturas.
– Dorado. ¿Hay dorado?
– Dorado, sí, claro.
Cuando el hombre se volvió Oskar cogió uno de los cubos, lo guardó en la cartera y tuvo el tiempo justo de poner la mano en la misma posición antes de que el hombre se diera la vuelta con dos botes de pintura y los dejara sobre el mostrador. A Oskar le latía con fuerza el corazón enrojeciendo sus mejillas, sus orejas.
– ¿Mate o metálico?
El hombre miró a Oskar, quien sintió que su cara parecía una llamada luminosa de atención en la que estuviera escrito «Aquí hay un ladrón». Para tratar de pasar inadvertido a pesar de su sonrojo se inclinó sobre los botes y dijo:
– Metálico… parece bien.
Tenía veinte coronas. La pintura costaba diecinueve. Se la entregó en una bolsa pequeña que se metió en el bolsillo de la cazadora para no tener que abrir la cartera.
Fuera de la tienda llegó la euforia, como de costumbre, pero más grande. Salió de allí como un esclavo liberado al que le acabaran de quitar los grilletes. No pudo evitar echar a correr hacia el aparcamiento y, a resguardo entre dos coches, abrir con cuidado la cartera, sacar el cubo.
Pesaba mucho más que la copia que él tenía. Las secciones se deslizaban como sobre un rodamiento de cojinete. ¿Quizá llevara ese tipo de rodamiento? Bueno, no pensaba desmontarlo para mirar, arriesgándose a estropearlo.
El envoltorio era una cosa fea de plástico transparente ahora que no estaba el cubo dentro, y a la salida del aparcamiento lo tiró en un contenedor. Era más bonito el cubo solo. Se lo metió en el bolsillo de la cazadora para poder ir tocándolo, jugando con su peso en la mano. Era un buen regalo, un bonito… regalo de despedida.
Ya dentro de la estación del metro, se detuvo.
Si Eli piensa… que yo…
Bueno, que al darle un regalo pudiera parecer que de alguna manera aceptaba que Eli se fuera. Un regalo de despedida: bien mientras duró y nada más. Adiós, adiós. Así no era la cosa. Él no quería de ninguna manera que…
Recorrió la estación con la mirada, deteniéndose en el kiosco. En los periódicos. En el Expressen. Toda la portada aparecía ocupada por una gran foto del hombre que había vivido con Eli.