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– Excuse me?

– Number two. Toilet.

– Oh. Yes.

– Ten minutes.

El chico se subió la cremallera de la cazadora y desapareció escaleras abajo.

Doce años. Cabina dos. Diez minutos.

Aquello era tonto, tonto de verdad. ¿Y si llegaba un policía? Tenían que estar al corriente de lo que pasaba allí después de tantos años. Entonces se jodió. Lo iban a relacionar con el trabajo que había realizado dos días antes y sería el fin de todo. No podía hacer aquello.

Voy hasta los servicios, sólo a ver qué tal resulta.

En los servicios no había nadie. Un urinario y tres cabinas. El número dos, lógicamente, sería el del medio. Puso una corona en la cerradura, abrió y entró, cerró la puerta y se sentó en el retrete.

Las paredes de la cabina estaban llenas de pintadas. Nada que uno esperara encontrarse en una biblioteca pública. Alguna que otra cita literaria:

HARRY ME, MARRY ME, BURY ME, BITE ME.

Pero lo que más, dibujos obscenos y chistes:

«Mejor un pollo frito en la mano que una polla fría en el ano».

«No es lo mismo tubérculo que ver tu culo».

Y una cantidad increíblemente grande de números de teléfono a los que uno podía llamar si tenía algún deseo especial. Un par de ellos llevaban dibujos y seguramente eran auténticos. No sólo de alguien que quería tomar el pelo a otro.

Bueno. Ya había visto cómo era aquello. Ahora debería marcharse de allí. No podía estar seguro de qué se le ocurriría al de la cazadora de cuero. Se levantó, orinó, se sentó de nuevo. ¿Por qué había orinado? No había sido porque tuviera especialmente ganas. Él sabía por qué lo había hecho.

En caso de que…

La puerta de fuera se abrió. Contuvo la respiración. Algo dentro de él confiaba en que fuera un policía. Un hombre policía grandote que abriera la puerta de su cabina de una patada y lo maltratara con la porra antes de arrestarlo.

Voces bajas, pasos quedos, un golpe suave en la puerta.

– ¿Sí?

Otro golpecito. Tragó un embarazoso nudo de saliva y abrió.

Fuera había un chico de once, doce años. Rubio, la cara con forma de cebolla. Labios delgados, ojos azules inexpresivos. Anorak rojo, algo grande para él. Justo detrás estaba el chaval más mayor con la cazadora de cuero. Enseñó cinco dedos.

– Five hundred -pronunciaba «hundred» como «chundred».

Håkan asintió y el chico mayor empujo con cuidado al menor dentro de la cabina y cerró la puerta. ¿No era mucho quinientas coronas? No es que importara, pero…

Miró al muchacho que había comprado. Alquilado. ¿Tomaba alguna clase de droga? Probablemente. Tenía la mirada ausente, desenfocada. El chico estaba apoyado en la puerta a medio metro de distancia. Era tan bajo que Håkan no tuvo que levantar la cabeza para mirarle a los ojos.

– Hello.

El chaval no contestó, sólo movía la cabeza señalando su entrepierna, hizo un gesto con el dedo: Bájate la cremallera. Håkan obedeció. El chico suspiró, hizo de nuevo un gesto con el dedo: Sácate el pene.

Le ardían las mejillas al hacer lo que el muchacho decía. De manera que esto era así. Él era el que obedecía. No ponía ningún deseo en ello. No era él quien lo hacía. Su pequeño pene no tenía ni la más mínima erección, casi no llegaba a la tapa del retrete. Un cosquilleo cuando el glande entró en contacto con su fría superficie.

Entornó los ojos, intentando recomponer las facciones de la cara del chaval para que se parecieran más a las de su amada. No funcionó. Su amada era bella. Pero no el muchacho que ahora se ponía de rodillas y acercaba la cabeza a su entrepierna.

La boca.

Pero había algo raro en esa boca. Puso la mano en la frente del chico antes de que la boca alcanzara su objetivo.

– Your mouth?

El chaval negó con la cabeza y apretó la frente contra la mano de Håkan para seguir con su trabajo. Pero ya no funcionaba. Había oído hablar de esas cosas.

Puso el dedo gordo sobre el labio superior del chico y lo levantó. No tenía dientes. Alguien se los había extraído para que hiciera mejor su trabajo. El muchacho se levantó; se oyó un crujido suave procedente de la cazadora cuando se cruzó de brazos. Håkan se guardó el pene, se subió la cremallera y se quedó mirando fijamente al suelo.

De esta forma no. De esta forma nunca.

Algo apareció ante sus ojos. Una mano extendida. Cinco dedos. Quinientas coronas.

Sacó el rollo de billetes del bolsillo y se lo tendió al chaval. Éste quitó la goma, pasó el índice por el borde de los diez billetes, puso otra vez la goma y levantando el rollo dijo:

– Why?

– Because… your mouth. Maybe you can… get new teeth.

El muchacho hasta sonrió. No una sonrisa radiante, pero las comisuras de sus labios se levantaron un poco. Quizá sólo se reía de la tontería de Håkan. Se quedó pensando, luego sacó un billete de mil del rollo y se lo guardo en el bolsillo exterior de la cazadora. El rollo en un bolsillo interior. Håkan asintió.

El chaval abrió la puerta, dudó. Luego se volvió hacia Håkan, le acarició la mejilla.

– Sank you.

Håkan puso su mano sobre la del muchacho, la apretó contra su mejilla, cerró los ojos. Si alguien pudiera…

– Forgive me.

– Yes.

El chico retiró la mano. Su calor permanecía aún en la mejilla de Håkan cuando la puerta de fuera se cerró tras él. Håkan se quedó sentado en el servicio, mirando fijamente algo que alguien había escrito en el marco de la puerta:

«SEAS QUIEN SEAS, TE AMO».

Debajo, otro había escrito:

«¿QUIERES POLLA?».

Hacía rato que el calor había desaparecido de su mejilla cuando se encaminó hacia el metro y con las últimas coronas que tenía compró un periódico. Cuatro páginas dedicadas al asesinato. Había entre otras cosas una fotografía de la hondonada en la que lo hizo. Estaba llena de velas encendidas, flores. Miró la fotografía y no sintió gran cosa.

Si supierais. Perdonadme, pero si supierais.

De vuelta a casa después de la escuela Oskar se detuvo bajo las dos ventanas del piso de la chica. La más próxima quedaba sólo a dos metros de la de su habitación. Las persianas estaban bajadas y sólo se veían los marcos rectangulares de las ventanas, de color gris claro en contraste con el gris oscuro del cemento. Parecía sospechoso. Probablemente se trataba de algún tipo de… familia rara.

Drogadictos.

Oskar echó una ojeada a su alrededor, luego entró en el portal y leyó los nombres en el tablón. Cinco apellidos muy bien puestos con letras de plástico. Un espacio estaba vacío. El anterior nombre, HELLBERG, aún podía distinguirse por la marca impresa que habían dejado las letras en el terciopelo descolorido por el sol. Pero no había otras nuevas. Ni siquiera un papel.

Subió corriendo los dos tramos de escaleras hasta la puerta donde vivía la chica. Lo mismo allí. Nada. El cartelito de la rendija para el correo no tenía letras. Eso era lo normal cuando un piso estaba deshabitado.

¿Habría mentido? A lo mejor no vivía aquí, pero claro, había entrado en el edificio. Sí. Aunque podía haberlo hecho de todas formas. Si ella… Abajo se abrió el portal.

Se apartó y bajó rápidamente las escaleras. Ojalá no fuera ella. Podría pensar que él, de algún modo… Pero no era.