Los dedos fríos, duros de Jonny sobre su mejilla. Apretando su carne blanda contra los dientes hasta que su boca involuntariamente tuvo que abrirse.
Chilla como un cerdo.
Oskar juntó las manos, apoyó la cara en ellas mirando la pequeña colina que formaba la alfombra sobre las cajas. Se levantó, retiró la alfombra y abrió la caja en la que estaba el dinero.
Billetes de mil y de cien todos revueltos, algunos fajos. Revolvió el dinero con la mano hasta que encontró una de las botellas. Después subió al piso a buscar cerillas.
Un foco solitario esparcía un resplandor blanco y frío sobre el patio de la escuela. Más allá de su luz se veían, pegados al suelo, los contornos de los juegos. Las mesas de ping-pong, tan estropeadas que no se podía jugar en ellas más que con pelotas de tenis, estaban cubiertas de nieve medio fundida.
Dos hileras de ventanas dentro del edificio de la escuela tenían las luces encendidas. Los cursos de la tarde. Por eso también estaba abierta una de las puertas laterales de la escuela.
Oskar, recorriendo pasillos a oscuras, llegó hasta su clase. Estuvo un rato mirando los pupitres. El aula parecía irreal a esas horas de la tarde, como si los fantasmas, murmurando silenciosamente, la utilizaran para su enseñanza: imposible imaginarse cómo sería esa enseñanza.
Se dirigió al pupitre de Jonny, levantó la tapa y lo roció con unos decilitros de alcohol de quemar. En el de Tomas, lo mismo. Se detuvo un momento delante del de Micke. Decidió que no. Luego se sentó en el suyo. Dejó que se filtrara. Como se hace con el carbón de la barbacoa.
Soy un fantasma. Buuu… buuu…
Abrió la tapa del pupitre y sacó Ojos de fuego, le hizo gracia el título y se lo guardó en la cartera. El libro de sueco donde había escrito una historia que le gustaba. Su bolígrafo preferido. A la cartera. Después se levantó, dio una vuelta a la clase y disfrutó estando allí. En paz.
Olía a química en el pupitre de Jonny cuando volvió a levantar la tapa, sacó las cerillas.
No, espera…
Fue a buscar dos reglas de madera grandes en la estantería que había al fondo de la clase. Sujetó la tapa del pupitre de Jonny con una de ellas, la de Tomas con la otra. Si no, dejaría de arder tan pronto como él soltara la tapa.
Dos animales prehistóricos hambrientos abriendo sus fauces en busca de comida. Dos dragones.
Encendió una cerilla, sujetándola en la mano hasta que la llama era grande y clara. Luego la soltó.
Cayó de su mano como una gota amarilla y
BUMMM
Jod…
Le escocieron los ojos cuando la cola morada de un cometa salió del pupitre y le lamió la cara. Se echó hacia atrás; había creído que ardería como… el carbón de la barbacoa, pero el pupitre saltó ardiendo por los aires, todo quedó envuelto en una gran llama que llegó hasta el techo.
Ardía demasiado.
La luz bailaba, se agitaba sobre las paredes de la clase y una guirnalda con grandes letras de papel que colgaba sobre el sitio de Jonny se rompió y cayó al suelo con la P y la Q ardiendo. La otra mitad se movía formando un amplio arco y las llamas cayeron sobre el pupitre de Tomas, que al momento se prendió con el mismo
BUMMM.
Una detonación succionadora al tiempo que Oskar corría fuera de la clase con la cartera golpeándole en la cadera. Piensa si toda la escuela…
Cuando llegó al final del pasillo empezó a sonar la alarma. Un estruendo metálico llenó el edificio y sólo cuando ya había bajado un tramo de las escaleras comprendió que se trataba de la alarma contra incendios.
Fuera, en el patio, la gran campana llamaba enfadada a unos alumnos que no existían, convocando a los fantasmas de la escuela y acompañando a Oskar durante la mitad del camino hacia su casa.
Cuando llegó a la vieja tienda de Komsum y la campana dejó de sonar, se relajó. Siguió andando tranquilamente.
En el espejo del cuarto de baño vio que tenía las puntas de las pestañas enroscadas, quemadas. Cuando se pasó el dedo por ellas, se desprendieron.
Miércoles 11 de noviembre
No fue a la escuela. Dolor de cabeza. Sonó el teléfono a eso de las nueve. No contestó. A mediodía vio pasar por la ventana a Tommy y a su madre. Tommy iba despacio, inclinado hacia delante. Como una persona mayor. Oskar se agachó para que no le vieran.
El teléfono sonaba con un intervalo de una hora. Al final, hacia las doce, contestó:
– Sí, soy Oskar.
– Hola. Me llamo Bertil Svanberg y soy, como quizá sabes, el director de la escuela a la que tu…
Colgó el auricular. Volvió a sonar el teléfono. Estuvo un rato mirándolo mientras sonaba, imaginándose al director con su chaqueta de cuadros tamborileando con los dedos y haciendo aspavientos. Después se vistió y bajó al sótano.
Se sentó y se entretuvo con los rompecabezas, miró en la cajita blanca de madera en la que relucían los cientos de piezas pequeñas del huevo de cristal. Eli sólo se había llevado algunos billetes de mil y el cubo. Cerró la caja de los rompecabezas, abrió la otra, revolvió con la mano entre los billetes. Cogió un puñado y los tiró por el suelo. Los cogió de uno en uno, jugando a «El chico de los pantalones de oro» hasta que se cansó. Doce billetes arrugados de mil y siete de cien estaban tirados a sus pies.
Juntó los billetes de mil en un montón y los dobló. Devolvió los de cien y cerró la caja. Subió al piso, buscó un sobre blanco en el que puso los billetes de mil. Sopesó el sobre en la mano preguntándose cómo hacerlo. No quería escribir; alguien podría reconocer su letra.
Sonó el teléfono.
Acaba de una vez. Entiende que yo no existo.
Alguien quería hablar en serio con él. Alguien quería preguntarle si sabía lo que había hecho. Lo sabía muy bien. Jonny y Tomas seguro que también lo habían entendido. No había más que hablar.
Fue hasta su escritorio y sacó sus letras adhesivas. En medio del sobre pegó una T y una O. La primera M salió algo torcida, pero la otra quedó recta. Igual que la Y.
Cuando abrió el portal de Tommy con el sobre en el bolsillo de la cazadora sintió más miedo que la tarde anterior cuando estuvo en la escuela. Con sigilo y con el corazón desbocado deslizó el sobre en el buzón de Tommy para que nadie le oyera y abriera la puerta o le viera por la ventana.
Pero no vino nadie, y cuando Oskar volvió a su piso se sintió un poco mejor. Un rato. Hasta que volvió de nuevo el hormigueo.
No debería… estar aquí.
A las tres, su madre regresó a casa, tres horas antes de lo habitual. Oskar estaba entonces sentado en el cuarto de estar escuchando el disco de Vikingarna. Ella entró en el cuarto, levantó la aguja y apagó el tocadiscos. Por su cara, adivinó que ella lo sabía.
– ¿Cómo estás?
– No muy bien.
– No…
Su madre suspiró y se sentó en el sofá.
– El director de tu escuela me ha llamado. Al trabajo. Me ha contado que… que había habido un fuego ayer por la tarde. En la escuela.
– ¿Ah, sí? ¿Se ha quemado?
– No, pero…
Calló, fijó la vista unos segundos en la alfombra de nudos. Después la levantó y buscó la mirada de Oskar.
– Oskar. ¿Fuiste tú? Él la miró directamente a los ojos y dijo:
– No.
Pausa.
– ¿No?, pues por lo visto ha habido muchos desperfectos en la clase, y… había empezado… en el pupitre de Jonny y en el de Tomas…