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Se podía ir. Fuera, al patio. Abajo, al sótano. A la plaza. Coger el metro. Y sin embargo no había ningún sitio… ningún sitio en el que él… nada.

Oyó cómo su madre iba hacia el teléfono, marcaba un número con muchas cifras. El de su padre, probablemente. Oskar sintió un pequeño escalofrío.

Se echó el edredón por encima, se sentó con la cabeza contra la pared, escuchando retazos de la conversación entre sus padres. Si él pudiera hablar con su padre. Pero no podía. Nunca funcionaba.

Se colocó el edredón haciendo como si fuera un jefe indio, impasible ante todo, mientras la voz de su madre subía de tono. Después de un rato empezó a gritar y el jefe indio se derrumbó en la cama, apretando el edredón, las manos contra los oídos.

Había tanto silencio dentro de la cabeza. Es… el espacio.

Oskar convirtió rayas, colores y puntos ante sus ojos en planetas, en lejanos sistemas solares a través de los cuales viajaba. Aterrizó en una cometa, voló un rato sobre ella, saltó y se quedó flotando libremente en el espacio hasta que tiraron del cobertor y abrió los ojos.

Allí estaba su madre. Con los labios apretados. Su voz, un cortante staccato al hablar:

– Bueno. Ahora me ha contado tu padre… que él… el sábado… que tú… ¿dónde estuviste? ¿Eh? ¿Dónde estuviste? ¿Me puedes contestar a eso?

Su madre tiró del edredón, justo sobre su cara, y el cuello se le tensó como una soga.

– Ya no vas a volver a ir allí más. Nunca más. ¿Me oyes? ¿Por qué no me has dicho nada? Desde luego… ese cabrón. Ésos no deberían tener hijos. No va a volver a verte. Se puede quedar allí bebiendo todo lo quiera. ¿Me oyes? No le necesitamos para nada. Estoy tan…

Su madre se dio media vuelta, alejándose de la cama salió de la habitación dando un portazo que hizo temblar las paredes. Oskar oyó cómo enseguida volvió a marcar el largo número, lanzó un taco al equivocarse en uno y empezó de nuevo. Unos segundos después de que hubiera marcado la última cifra, empezó otra vez a gritar.

Oskar se deslizó fuera de la cama, cogió la bolsa de gimnasia y salió al pasillo, donde su madre estaba tan ocupada gritando a su padre que no notó siquiera que él se ponía las botas y, sin atárselas, se dirigía hacia la puerta.

No le vio hasta que estaba ya en el rellano de la escalera.

– ¿Oye? ¿Adónde vas?

Oskar dio un portazo y bajó las escaleras corriendo, siguió corriendo con las botas desatadas hacia la piscina.

– Roger, Prebbe…

Jimmy señalaba con el tenedor de plástico a los dos que salían del metro. El bocado de ensalada con gambas que Jonny acababa de darle a su rollito se le quedó atragantado a medio camino y se vio obligado a tragar una vez más para poderlo pasar. Miró a su hermano con cara interrogante, pero la atención de Jimmy se hallaba concentrada en los dos que se acercaban pesadamente hasta el puesto de salchichas, saludando.

Roger era delgado y tenía el pelo largo y lacio, cazadora de cuero. La piel de la cara marcada por cientos de pequeños cráteres y aparentemente consumida porque tenía los huesos muy marcados y los ojos parecían extrañamente grandes.

Prebbe llevaba una cazadora vaquera con las mangas cortadas y debajo una camiseta, y nada más, aunque la temperatura no subía de los dos grados. Era grandote. Desbordado por todos sitios, con el pelo rapado. Un cazador de montaña que hubiera perdido la forma física.

Jimmy les comentó algo, señalando, y ellos fueron los primeros en dirigirse hacia la caseta del transformador que había al lado de los raíles del metro. Jonny dijo en voz baja:

– ¿Por qué… vienen?

– Para ayudarnos, claro.

– ¿Hace falta?

Jimmy sonrió meneando la cabeza, como si Jonny en realidad no entendiera ni jota de cómo funcionaba aquello.

– ¿Qué habías pensado hacer con el profe, entonces?

– ¿Ávila?

– Sí. ¿Creías que nos iba a dejar entrar sin más y… eh?

Jonny no tenía respuesta para eso, así que siguió a su hermano hasta la parte de atrás de la caseta de ladrillos. Roger y Prebbe estaban a la sombra con las manos en los bolsillos y calentándose los pies dando patadas. Jimmy sacó del bolsillo de la cazadora una pitillera plateada, apretó el botón y se la acercó a los dos.

Roger se quedó observando los seis cigarrillos liados a mano que había en ella, y dijo:

– Liado y listo, se agradece… -y pescó el más grueso entre dos dedos delgados.

Prebbe hizo una mueca que le hizo parecerse a un Teleñeco en el balcón.

– Pierden fuerza si no se fuman pronto. Jimmy, ofreciéndole la pitillera, dijo:

– Puta vieja. Los lié hace una hora. Y esto no es esa mierda marroquí que tú sueles traer. Esto es auténtico.

Prebbe suspiró y cogió uno de los cigarrillos, Roger le dio fuego.

Jonny miraba a su hermano. La cara de Jimmy era una silueta afilada contra la luz que salía del andén del metro. Jonny le admiraba. Se preguntaba si él alguna vez sería un tipo así y se atrevería a decirle «puta vieja» a alguien como Prebbe.

Jimmy también cogió un cigarrillo, lo encendió. El papelillo liado en el extremo ardió un momento antes de que se formara el ascua.

Dio una calada profunda y Jonny quedó envuelto en el aire dulzón al que siempre olía la ropa de Jimmy.

Fumaron en silencio un rato. Luego Roger alargó el cigarrillo a Jonny.

– ¿Quieres darle una calada?

Jonny estaba a punto de alargar la mano para cogerlo, pero Jimmy le dio una palmada en el hombro a Roger.

– Idiota. ¿Quieres que se vuelva como tú, eh?

– Sería agradable.

– Para ti, puede. Pero no para él.

Roger se encogió de hombros, retirando su invitación.

Eran las siete y media cuando dejaron de fumar, y Jimmy, cuando habló, lo hizo con exagerada claridad, cada palabra una complicada escultura que tenía que salir de su boca.

– Bueno. Éste… es Jonny. Mi hermano.

Roger y Prebbe asintieron complacidos. Jimmy agarró la barbilla de Jonny con un gesto algo torpe y giró su cabeza de perfil hacia los otros dos.

– Mirad aquí, la oreja. Se lo ha hecho él. De esto es de lo que vamos a… ocuparnos.

Roger dio un paso al frente, entornó los ojos mirando la oreja de Jonny y chascando la lengua dijo:

– Joder. Parece increíble.

– No necesito la opinión… de ningún… experto. Sólo tenéis que escucharme. Esto es lo que vamos a hacer…

Las verjas del callejón entre las paredes de ladrillo estaban abiertas. Plaf, plaf, sonaba el eco de las botas de Oskar mientras avanzaba hacia la puerta de la piscina; la abrió. El calor húmedo se posó sobre su cara y una nube de vapor se escapó hacia fuera, hacia el frío callejón. Se apresuró a entrar y cerrar la puerta.

Se quitó las botas de dos patadas y continuó hasta los vestuarios. Vacíos. Desde el cuarto de las duchas se oía el agua de una de ellas y una voz grave que cantaba:

Bésame, bésame mucho,

como si fuera esta noche la última vez…

El maestro. Sin quitarse la cazadora Oskar se sentó en uno de los bancos, a esperar. Después de un rato se dejó de oír el chapoteo del agua y la canción, y el maestro salió a los vestuarios con la toalla alrededor de las caderas. Tenía el pecho totalmente cubierto de vello negro y ensortijado con algunos rizos blancos. A Oskar le pareció alguien de otro planeta. El maestro lo vio, lo saludó con una amplia sonrisa.

– ¡Oskar! Así que tú salir del caparazón de todos modos.

Oskar asintió.

– Se volvió algo… estrecho.

El maestro se rio mientras se rascaba el pecho; las puntas de los dedos desaparecieron entre los rizos.