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En mitad del segundo tramo Oskar se encontró con un hombre al que no había visto antes. Un hombre bajo, corpulento y medio calvo que sonrió con una sonrisa demasiado grande para ser normal.

Al ver a Oskar, levantó la cabeza y saludó; en la boca aún llevaba impresa aquella sonrisa de circo.

Oskar se paró abajo, en el portal; escuchó. Le oyó sacar las llaves y abrir la puerta. La puerta de ella. El hombre sería probablemente su padre. La verdad es que Oskar no había visto nunca a un drogadicto tan viejo, pero parecía enfermo del todo.

No es raro que esté chiflada.

Bajó hasta el parque, se sentó en el borde del cajón de arena y estuvo atento a las ventanas para ver si subían las persianas. Hasta la del cuarto de baño parecía cubierta por dentro; el cristal era más oscuro que los de todas las demás ventanas de los cuartos de baño.

Sacó del bolsillo de la cazadora su cubo de Rubik. Crujía y chirriaba cuando lo giraba. Una copia. El auténtico iba mucho más suave, pero costaba cinco veces más y sólo lo había en la juguetería bien vigilada de Vällingby.

Había hecho dos caras de un solo color y de la tercera no le quedaba casi nada, pero era imposible completarla sin estropear las dos que ya tenía listas. Había guardado una doble página del periódico Expressen donde describían los distintos tipos de giros y gracias a eso había conseguido hacer las dos caras, pero luego se había vuelto bastante más difícil.

Estaba mirando el cubo, tratando de pensar una solución en lugar de sólo dar vueltas. No se le ocurría. Era como si su cerebro no pudiera con aquello. Se apretó el cubo en la frente, intentando penetrar en su interior. Pero nada. Puso el cubo en el borde del cajón, a una distancia de medio metro, lo miró fijamente.

¡Deslízate! ¡Deslízate! ¡Deslízate!

Telequinesia, lo llamaban. En Estados Unidos habían hecho observaciones. Había personas que lo podían hacer. ESP. Extra Sensory Perception. Oskar daría cualquier cosa por poder hacer algo así.

Y tal vez… tal vez podía.

El día en la escuela no había sido tan malo. Tomas Ahlstedt intentó quitarle la silla en el comedor cuando se iba a sentar, pero Oskar se había dado cuenta a tiempo. Eso había sido todo. Se iría al bosque con el cuchillo, a aquel árbol. Haría un experimento más serio. Nada de calentarse como ayer.

Con tranquilidad y precisión iba a clavar el cuchillo en el árbol, hacerlo astillas, teniendo todo el tiempo ante sí la cara de Tomas Ahlstedt. Aunque… claro, estaba lo del asesino. El auténtico asesino que se encontraba en algún sitio.

No. Tendría que esperar hasta que encerraran al asesino. Por otro lado, si se trataba de un asesino normal el experimento no tenía ningún valor. Oskar miró el cubo y se imaginó un rayo que iba desde sus ojos hasta el cubo.

¡Deslízate! ¡Deslízate! ¡Deslízate!

No pasó nada. Se metió el cubo en el bolsillo y se levantó, sacudiéndose algo de arena de los pantalones. Miró hacia las ventanas. Las persianas estaban todavía bajadas.

Entró para trabajar en su cuaderno de recortes, cortar y pegar los artículos del asesinato de Vällingby. Probablemente, llegarían a ser muchos con el tiempo. Sobre todo si ocurría otra vez. Tenía alguna esperanza de que fuera así. Preferiblemente en Blackeberg.

Para que la policía fuera a la escuela y los profesores se pusieran serios e inquietos, para que se creara ese ambiente que a él le gustaba.

– Nunca más. Digas lo que digas.

– Håkan…

– No. Y nada más que no.

– Me muero.

– Pues muérete.

– ¿Lo dices en serio?

– No. Claro que no. Pero puedes tú… misma.

– Estoy demasiado débil. Todavía.

– No estás débil.

– Débil para eso.

– Sí. Entonces no sé. Pero yo no lo hago otra vez. Es tan repugnante, tan…

– Lo sé.

– No lo sabes. Para ti es distinto, es…

– ¿Qué sabes tú cómo es para mí?

– Nada. Pero al menos tú eres…

– ¿Crees que… disfruto con ello?

– No sé. ¿Disfrutas?

– No.

– Conque no. No, no. Bueno, sea como sea… yo no lo vuelvo a hacer. Puede que hayas tenido otros que te ayudaran, que hayan sido… mejores que yo.

– ¿Los has tenido?

– Sí.

– Ya… ya…

– ¿Håkan? ¿Tú…?

– Te quiero.

– Sí.

– ¿Tú me quieres? ¿Un poco siquiera?

– ¿Lo harías otra vez si te dijera que te quiero?

– No.

– Quieres decir que te voy a querer de todas formas, ¿no?

– Sólo me quieres si te ayudo a mantenerte viva.

– Sí. ¿No es eso el amor?

– Si creyera que me quieres, aunque yo no te quisiera…

– ¿Sí?

– … entonces puede que lo hiciera.

– Te quiero.

– No te creo.

– Håkan. Puedo valerme unos días más, pero luego…

– Procura empezar a quererme entonces.

Viernes por la tarde en el chino. Son las ocho menos cuarto y toda la cuadrilla está reunida. Menos Karlsson, que está en casa viendo el concurso de televisión, Notknäckarna, y la verdad que no importa. Muy divertido no es que sea. Aparecerá más tarde, cuando haya acabado, tirándose faroles acerca de cuántas preguntas se sabía. En la mesa de la esquina, con espacio para seis, más próxima a la puerta, están sentados Lacke, Morgan, Larry y Jocke. Jocke y Lacke discuten acerca de qué tipos de peces pueden vivir tanto en agua dulce como en agua salada. Larry lee el periódico y Morgan mueve las piernas marcando el ritmo de una música que no es la música de fondo china que sale discretamente de los altavoces ocultos.

En la mesa están los vasos de cerveza más o menos llenos. En la pared, por encima de la barra, cuelgan sus retratos.

El dueño del restaurante tuvo que huir de China cuando la revolución cultural por las caricaturas satíricas que hizo de los mandatarios. Ahora emplea esa habilidad con los clientes. En las paredes cuelgan doce primorosas caricaturas hechas a rotulador.

Todos los tíos. Y Virginia. Los retratos de los tíos son primeros planos en los que se han resaltado los rasgos especiales de sus fisonomías.

La cara arrugada, casi hueca, de Larry y un par de orejas enormes que se despegan de la cabeza le dan el aspecto de un elefante famélico.

De Jocke destacan sus cejas pobladas y continuas, convertidas en rosales donde un pájaro, tal vez un ruiseñor, aparece trinando.

Morgan, por su estilo, aparece con los rasgos prestados del último Elvis. Grandes patillas y una expresión de «Hunka-hunka-löööve, baby» en los ojos. Con la cabeza puesta sobre un cuerpo minúsculo que sujeta una guitarra y tiene la pose de Elvis. Morgan está más orgulloso de ese retrato de lo que él mismo quiere reconocer.

Lacke aparece más preocupado. Los ojos agrandados le dan una expresión de sufrimiento exagerado. El humo del cigarrillo que tiene en la boca se concentra en una nube de tormenta sobre su cabeza.

Virginia es la única que aparece formalmente retratada de cuerpo entero. Con un vestido de noche, luciendo como una estrella envuelta en brillantes lentejuelas, aparece con los brazos abiertos, rodeada por una piara de cerdos que la miran sin comprender. Por encargo de Virginia, el dueño hizo otro dibujo exactamente igual para que pudiera llevárselo a casa.

Hay más. Algunos que no pertenecen al grupo. Algunos que han dejado de venir. Algunos que han muerto.