Charlie se cayó en las escaleras de entrada a su portal una noche cuando volvía a casa. Se partió el cráneo contra el cemento agrietado. Gurkan tuvo cirrosis y murió de hemorragia en la garganta. Un par de semanas antes de morir, una tarde se había levantado la camisa y les había mostrado una especie de tela de araña formada por venas que le salían del ombligo. «Menudo tatuaje más caro», había dicho entonces, y poco después estaba muerto. Habían honrado su memoria poniendo su retrato en la mesa y brindando con él toda la noche.
Karlsson no tiene retrato.
Esta noche del viernes va a ser la última que pasen juntos. Mañana, uno de ellos va a desaparecer para siempre. Habrá otro retrato que cuelgue en la pared sólo como un recuerdo. Y ya nada volverá a ser igual.
Larry apoyó el periódico, dejó las gafas de lectura sobre la mesa y dio un trago a su cerveza.
– Sí. Joder. ¿Qué tiene un tipo así en la cabeza?
Enseñó el periódico, donde ponía «LOS NIÑOS ESTÁN ASUSTADOS» sobre una fotografía de la escuela de Vällingby y una fotografía más pequeña de un hombre de mediana edad. Morgan miró el periódico y, señalando, preguntó:
– ¿Es el asesino?
– No, es el director de la escuela.
– A mí me parece un asesino. Típico asesino.
Jocke alargó la mano hacia el periódico:
– ¿Me dejas verlo…?
Larry le tendió el periódico y Jocke lo mantuvo con los brazos estirados mirando la fotografía.
– A mí me parece un político conservador. Morgan asintió.
– Eso es precisamente lo que estoy diciendo. Jocke volvió el periódico hacia Lacke, para que éste pudiera ver la fotografía.
– ¿A ti qué te parece?
Lacke la miró con desgana.
– No, no sé. A mí todo esto me pone malo.
Larry echó vaho en las gafas y se las limpió con la camisa.
– Lo cogerán. Nadie se libra con una cosa así. Morgan, que estaba tamborileando en la mesa con los dedos, se estiró a coger el periódico.
– ¿Cómo acabó el Arsenal?
Larry y Morgan pasaron a discutir la baja calidad del fútbol inglés en el momento actual. Jocke y Lacke permanecieron un rato en silencio bebiendo su cerveza y fumando. Luego Lacke sacó el tema de la merluza, que si iba a desaparecer del Báltico. Y así continuó la noche.
Karlsson no apareció, pero hacia las diez entró un hombre al que ninguno de ellos había visto antes. A esas alturas, la conversación se había vuelto más intensa y nadie observó la llegada del nuevo hasta que éste se sentó solo en una mesa que estaba en el otro extremo del local.
Jocke se acercó a Larry.
– ¿Quién es?
Larry miró discretamente, negó con la cabeza.
– No sé.
Al nuevo le sirvieron un whisky doble y se lo tomó de un trago, pidió otro. Morgan echó aire entre los labios con un silbido.
– Aquí vamos a toda pastilla.
El hombre parecía no ser consciente de que lo estaban observando. No hacía otra cosa que estar sentado a la mesa mirándose las manos, parecía como si toda la miseria del mundo estuviera concentrada en una mochila que colgara de sus hombros. Se tomó enseguida su segundo whisky y pidió otro.
El camarero se inclinó hacia él y le dijo algo. El hombre rebuscó con la mano en el bolsillo y sacó unos billetes. El camarero hizo un gesto con las manos como diciendo que no quería decir eso, aunque eso era precisamente lo que había querido decir, y se retiró para servir un nuevo pedido.
No sorprendía que el crédito del hombre se hubiera puesto en duda. Sus ropas estaban arrugadas y manchadas como si hubiera dormido en algún sitio poco cómodo. La corona de pelo sin arreglar alrededor de la calva le caía hasta las orejas. Su rostro aparecía dominado por una nariz bastante grande, roja, y una barbilla saliente. Entre ellas, un par de labios pequeños y abultados que se movían de vez en cuando, como si el hombre hablara consigo mismo. No hizo ni el más mínimo gesto cuando le sirvieron el whisky.
El grupo volvió a la discusión en la que estaban metidos: si Ulf Adelsohn no iba a ser todavía peor de lo que había sido Gösta Bohman. Sólo Lacke, de vez en cuando, miraba de reojo al nuevo. Después de un rato, cuando el hombre ya había tenido tiempo de pedir otro whisky más, dijo:
– ¿No deberíamos… preguntarle si quiere sentarse con nosotros?
Morgan echó una mirada por encima del hombro al forastero, que se había hundido un poco más en la silla.
– No. ¿Por qué? Le ha dejado la mujer, el gato se ha muerto y la vida es un infierno. Eso ya me lo sé yo.
– A lo mejor invita.
– Eso ya es otro cantar. Entonces puede que tenga también cáncer
– Morgan se encogió de hombros-. A mí no me importa.
Lacke miró a Larry y a Jocke. Por señas le dijeron que estaba bien y Lacke se levantó y fue hasta la mesa del hombre.
– Hola.
El hombre levantó los ojos hacia Lacke. Tenía la mirada completamente turbia. El vaso que había en la mesa estaba casi vacío. Lacke, apoyándose en la silla que estaba al otro lado de la mesa, se inclinó hacia él.
– Sólo queríamos preguntarte si quieres… sentarte con nosotros.
El hombre movió la cabeza despacio e hizo un gesto torpe de rechazo con la mano.
– No. Gracias. Pero siéntate.
Lacke sacó la silla y se sentó. El hombre se tomó lo que quedaba en el vaso e hizo una señal al camarero.
– ¿Quieres algo? Te invito.
– Entonces, lo mismo que tú.
Lacke no quería decir la palabra «whisky» porque parecía mal pedirle a alguien que te invite a algo tan caro, pero el hombre asintió, y cuando el camarero se acercó hizo el signo de la V con los dedos señalando a Lacke. Lacke se echó hacia atrás en la silla. ¿Cuánto tiempo hacía que no se tomaba un whisky en un bar? Tres años. Por lo menos.
El hombre no daba señales de querer iniciar una conversación, así que Lacke carraspeó y dijo:
– Vaya frío que hemos tenido.
– Sí.
– Seguro que pronto nieva.
– Mmm.
El whisky llegó a la mesa e hizo superflua la conversación por un momento. Incluso a Lacke le sirvieron uno doble y sintió cómo los ojos de sus compañeros se le clavaban en la espalda. Después de un par de sorbitos levantó el vaso.
– Bueno, salud. Y gracias.
– Salud.
– ¿Vives por aquí?
El hombre miraba fijamente al aire, parecía que consideraba la pregunta como si fuera algo en lo que él mismo nunca se había parado a pensar. Lacke no pudo decidir si el movimiento de cabeza que hacía el otro era una respuesta o si formaba parte de su monólogo interno.
Lacke dio un sorbo más, decidió que si el hombre no contestaba a la próxima pregunta significaba que quería estar tranquilo, no hablar con nadie. En ese caso Lacke cogería su vaso e iría a sentarse con los otros. Habría hecho lo que exige la cortesía cuando a uno lo invitan. Deseaba que el hombre no contestase.
– Bueno. ¿A qué te dedicas?
– Yo…
El hombre arqueó las cejas y las comisuras de los labios se elevaron de forma convulsiva en un esbozo de sonrisa que se desvaneció.
– … ayudo un poco.
– Ah. ¿Con qué?
Una especie de prudencia cruzó sus ojos cuando su mirada se encontró con la de Lacke. Éste sintió un ligero estremecimiento en la parte baja de la espalda. Como si una hormiga negra le hubiera picado encima de la rabadilla.
El hombre se frotó los ojos y pescó algunos billetes de cien en el bolsillo del pantalón, los dejó sobre la mesa y se levantó.
– Disculpa. Tengo que…
– Vale. Gracias por el whisky.
Lacke alzó su vaso hacia el hombre, pero éste ya iba camino del perchero, descolgó a tientas su abrigo y salió. Lacke siguió sentado de espaldas al grupo mirando el pequeño montón de billetes. Cinco de cien. Un whisky doble costaba sesenta coronas, y se habrían bebido cinco, posiblemente seis.