– Håkan, no hagas eso.
– Hazme feliz entonces.
– ¿Qué quieres que haga?
– Déjame tocarte.
– Sí. Con una condición.
– No. No, no. Entonces no.
– Mañana. Debes.
– No. Otra vez no. ¿Cómo que prestado? Tú no coges nunca nada prestado. ¿Qué es?
– Un puzzle.
– ¿No tienes ya bastantes puzzles? Te preocupas más de tus puzzles que de mí. Puzzle. Beso. Puzzle. ¿Quién te lo ha prestado? ¿QUIÉN TE LO HA PRESTADO, pregunto?
– Håkan, déjalo.
– Me siento tan jodidamente desgraciado.
– Ayúdame. Una vez más. Después estaré lo suficientemente fuerte como para valerme por mí misma.
– Sí, precisamente por eso.
– No quieres que me valga por mí misma.
– ¿Qué vas a hacer conmigo entonces?
– Te quiero.
– No me quieres nada.
– Sí. De alguna manera.
– Eso no existe. Uno quiere o no quiere.
– ¿Es eso cierto?
– Sí.
– Entonces no sé.
Sábado 24 de Octubre
La mística de la barriada es la falta de misterio.
Johan Eriksson
El sábado por la mañana había tres grandes fardos con propaganda ante la puerta de la casa de Oskar. Su madre le ayudó a doblarlos. Tres papeles distintos en cada paquete, cuatrocientos ochenta paquetes en total. Cada paquete repartido suponía unos catorce céntimos de media. Los peores eran los repartos de una sola hoja, que salían a siete céntimos. Los mejores (y peores, puesto que había que doblar muchos) eran los de cinco papeles, que suponían veinticinco céntimos.
No tenía que andar mucho, puesto que los bloques altos entraban en su distrito. Allí se deshacía de ciento cincuenta paquetes en menos de una hora. El recorrido entero le llevaba cuatro horas aproximadamente, incluyendo volver a casa una vez para reponer material. Cuando iban cinco papeles en cada paquete tenía que hacer dos viajes a casa para reponer.
La propaganda debía estar repartida el martes por la tarde a más tardar, pero él solía repartirlo todo el sábado. Así lo tenía hecho.
Oskar estaba sentado en el suelo de la cocina doblando; su madre, en la mesa. No era un trabajo divertido, pero le gustaba el caos que se creaba. El gran desorden que, poco a poco, acababa ordenado en dos, tres, cuatro bolsas de papel repletas de hojas primorosamente dobladas.
Su madre colocó otro montón de papeles doblados en la bolsa, meneando la cabeza.
– Bueno, la verdad es que esto no me gusta.
– ¿El qué?
– No se te ocurra… si alguien abre la puerta o algo así… no se te ocurra…
– No. ¿Por qué iba a hacerlo?
– Hay tanta gente rara.
– Sí.
Esta conversación se repetía, de una u otra forma, cada sábado. El viernes por la tarde su madre había dicho que no saldría de ninguna de las maneras a repartir propaganda este sábado, por lo del asesino. Pero Oskar le había prometido por activa y por pasiva que gritaría con sólo que alguien le dirigiera la palabra, y su madre había cedido.
No había ocurrido nunca que alguien hubiera intentado invitar a Oskar a su casa o algo por el estilo. Una vez había salido un viejo y le había echado la bronca porque «metía un montón de mierda en el buzón», pero después de aquello había dejado de meter propaganda en el casillero del anciano.
El viejo tendría que sobrevivir sin saber que esa semana podía hacerse un corte de pelo de fiesta, con mechas, por doscientas coronas en la peluquería de señoras.
A las once y media los papeles estaban doblados y salió. No funcionaba lo de tirar todos los papeles en el cuarto de la basura o algo así; llamaban para comprobarlo, hacían controles al azar. Eso se le había quedado grabado desde que llamó y solicitó el trabajo hacía medio año. A lo mejor no era más que un farol, pero no se atrevía a jugársela. Además, no tenía nada directamente en contra de ese trabajo. Al menos durante las dos primeras horas.
Entonces jugaba, por ejemplo, a que era un agente secreto que había salido para repartir propaganda contra el enemigo que había ocupado el país. Corría entre los portales, alerta contra los soldados enemigos que muy bien podían estar disfrazados de condescendientes señoras con perros.
O hacía también como si cada edificio fuera un animal hambriento, un dragón con seis bocas que sólo se alimentaba de carne de doncella enmascarada como propaganda que él introducía en sus fauces. Los papeles gritaban en sus manos cuando él los metía en las bocas de la bestia.
Las últimas dos horas -como hoy, al poco de empezar la segunda vuelta- aparecía una especie de agotamiento. Las piernas se ponían en marcha y los brazos realizaban los movimientos mecánicamente.
Dejar la bolsa en el suelo, colocar seis paquetes bajo el brazo izquierdo, abrir el portal, primera puerta, abrir el buzón con la mano izquierda, coger un paquete con la mano derecha y meterlo en el buzón. Segunda puerta… y así sucesivamente.
Cuando por fin llegó a su patio, a la puerta de la chica, se paró fuera y escuchó. Se oía una radio con el volumen bajo. Nada más. Metió los papeles en el buzón y esperó. No llegaba nadie a recogerlos.
Como de costumbre, terminó en su propia puerta; introdujo el papel en el buzón, abrió la puerta, cogió el papel y lo tiró a la bolsa de la basura.
Por hoy, listo. Sesenta y siete coronas más rico.
Su madre había ido a Vällingby a hacer la compra. Oskar tenía el piso para él solo. No sabía qué hacer.
Abrió los cajones de debajo de la encimera. Cubiertos, batidores y termómetros para el horno. En otro cajón, bolígrafos y papeles, una colección de fichas con recetas de cocina a la que su madre se había suscrito, pero lo había dejado porque todas incluían ingredientes demasiado caros.
Siguió con el cuarto de estar, abriendo cajones.
El ganchillo de mamá, o las cosas del punto, no sabía bien. Una carpeta con cuentas y recibos de compra. Los álbumes de fotos que había mirado montones de veces. Revistas viejas con crucigramas todavía incompletos. Un par de gafas en su funda. El costurero. Una caja pequeña de madera con el pasaporte de su madre y el de Oskar, las placas de identidad (a él le habría gustado llevarla colgada al cuello, pero su madre había dicho que no, que sólo en caso de guerra), una fotografía y un anillo.
Rebuscó en todos los cajones y armarios como si buscara algo sin que él mismo supiera qué. Algún secreto. Algo que cambiara algo. Que de repente en el fondo de un armario apareciera un trozo de carne podrida. O un globo inflado. Lo que fuera. Algo extraño.
Sacó la foto y la estuvo mirando.
Era de su bautizo. Su madre estaba con él en brazos, mirando a la cámara. Entonces estaba delgada. Oskar estaba envuelto en un faldón de cristianar con largas cintas azules. Al lado de su madre estaba su padre, embutido en un incómodo traje. Parecía como si no supiera qué hacer con las manos, que le caían rígidas a lo largo del cuerpo. Parecía casi en posición de firmes. Miraba de frente al bebé que estaba en los brazos de su madre. El sol brillaba sobre los tres.
Oskar observó la foto más de cerca, analizando la expresión del rostro de su padre. Parecía orgulloso. Orgulloso y algo… extraño. Un hombre contento porque había sido padre, pero que no sabía cómo tenía que comportarse. Cómo se hacía. Se podría pensar que era la primera vez que veía al niño, aunque el bautizo se celebró medio año después del nacimiento de Oskar.
La madre, por el contrario, sostenía a Oskar con seguridad, relajada. Su mirada a la cámara no era tanto de orgullo como de… desconfianza. Como te acerques más, decía esa mirada, te muerdo la nariz.