Fijó la vista en un anuncio de ropa interior. Una mujer posaba provocadora con bragas negras y sujetador de encaje. Era una locura. Por todas partes piel desnuda. ¡Y eso estaba permitido! ¿Cómo influía realmente aquello en las personas, en el amor?
Le temblaban las manos y las apoyó en las rodillas. Estaba muy nervioso.
– ¿De verdad que no hay otra manera?
– ¿Crees que te expondría a esto si hubiera otra manera?
– No, pero…
– No hay ninguna otra manera.
Ninguna otra manera. No había más remedio que hacerlo. Sin torpezas. Había consultado el mapa en la guía de teléfonos y elegido una zona de bosque que probablemente iría bien, después hizo la bolsa y salió.
Había cortado el logotipo de Adidas con el cuchillo que llevaba en la bolsa, entre los pies. Ésa era una de las cosas que habían ido mal en Norrköping. Alguien había recordado la marca de la bolsa y luego la policía la había encontrado en el contenedor en el que él la había tirado, no muy lejos de su piso.
Hoy se la llevaría a casa. Tal vez la cortaría en trozos pequeños y los echaría al retrete. ¿Se hacía así?
¿Cómo se hace en realidad?
– FINAL DEL TRAYECTO. POR FAVOR, ABANDONEN LOS VAGONES.
El metro vomitó su carga y Håkan siguió a los otros pasajeros con la bolsa en la mano. Le pareció que pesaba, aunque lo único pesado que había en ella era la botella de gas. Trató de andar con naturalidad, no como un hombre camino de su propia ejecución. La gente no tenía que fijarse en él.
Pero sus piernas parecían de plomo, como si quisieran soldarse al andén. ¿Y si se quedara allí? ¿Si se quedara totalmente quieto sin mover ni un músculo y permaneciera así? Esperando a que llegara la noche, a que alguien se fijara en él y llamara a… alguien que le buscara, que le llevara a otro sitio.
Siguió andando a paso normal. Pierna derecha, pierna izquierda. No podía fallar. Ocurrirían cosas terribles si fallaba. Lo peor que se pudiera imaginar.
Arriba, junto a los torniquetes, miró a su alrededor. Tenía muy mal sentido de la orientación. ¿Hacia qué lado estaría esa zona del bosque? Lógicamente, no podía preguntárselo a nadie. Probaría suerte. No había más que seguir adelante, acabar con ello de una vez. Derecha, izquierda.
Tiene que haber otra manera.
Pero no se le ocurría nada. Había ciertos requisitos, ciertos criterios. Y ésta era la única manera de cumplirlos.
Lo había hecho ya dos veces, y las dos la había cagado. En Växjö no tanto, pero lo suficiente como para verse obligado a marcharse de allí. Hoy lo iba a hacer bien, recibiría muchos elogios.
Caricias, tal vez.
Dos veces. Ya estaba condenado. ¿Qué importancia podía tener una tercera vez? Absolutamente ninguna. El castigo de la sociedad sería probablemente el mismo: cadena perpetua.
¿Y el moral? ¿Cuántos golpes dará la cola, rey Minos?
El camino del parque por el que iba torcía más adelante, donde empezaba el bosque. Tenía que ser el bosque que había visto en el mapa. La botella y el cuchillo golpeaban el uno contra el otro. Intentó llevar la bolsa de modo que no sonaran.
Una niña apareció en la calle delante de él. Una niña de unos ocho años de vuelta a casa después de la escuela con la cartera golpeándole la cadera.
¡No! ¡Nunca!
Ahí estaba el límite. Una niña tan pequeña, no. Preferible él mismo, hasta que cayera muerto. La niña iba cantando algo. Aceleró el paso para acercarse, para poder escucharla.
Pequeño rayo de sol que entras
por la ventana en mi casa…
¿Todavía cantaban los niños esa canción? La niña tal vez tenía una profesora mayor. Qué bien que esa canción todavía existiera. Le habría gustado acercarse más para oírla mejor, sí, tan cerca como para sentir el olor de su pelo.
Caminó más despacio. Nada de liarla. La niña dejó la calle, continuó por un sendero hacia el bosque. Probablemente vivía en las casas que había al otro lado. Que los padres se atrevieran a dejarla ir así, totalmente sola. Tan pequeña.
Se detuvo, dejó que la niña aumentara la distancia y desapareciera en el bosque.
Ahora sigue, pequeña. No te entretengas jugando en el bosque. Esperó cosa de un minuto, escuchando a un pinzón que cantaba en un árbol próximo. Luego siguió tras la niña.
Oskar iba de vuelta a casa después de la escuela; muy abatido. Siempre se sentía peor cuando conseguía evitar el castigo de esamanera: haciendo de cerdo, o de cualquier otra cosa. Peor que si le hubieran dado una paliza. Lo sabía y, sin embargo, no era capaz de aceptar el castigo cuando éste se avecinaba. Prefería rebajarse a lo que fuera. Ningún orgullo.
Robin Hood y el Hombre Araña tenían orgullo. Cuando Sir John o el Doctor Octopus los tenían arrinconados, ellos desafiaban al miedo, aunque no hubiera posibilidad de escapar.
Pero ¿qué sabía realmente el Hombre Araña? Como ya se sabe, conseguía escapar siempre, aunque fuera imposible. Era un personaje de cómic que tenía que sobrevivir para el siguiente número. Él tenía sus fuerzas de Hombre Araña; Oskar, su gruñido. Cualquier cosa con tal de sobrevivir.
Necesitaba consolarse. Había pasado un día terrible y ahora iba a tener un poco de compensación. Aun a riesgo de encontrarse con Jonny y Micke caminó hasta el centro de Blackeberg, hasta el Sabis. Subió arrastrando los pies por la vereda zigzagueante en lugar de subir por las escaleras, se relajó. Lo importante era estar tranquilo, no sudar.
Ya le habían pillado una vez robando en Konsum, el año pasado. El guardia de seguridad quería llamar a su madre, pero estaba en el trabajo y Oskar no sabía su número, no, no. Pasó una semana angustiado cada vez que sonaba el teléfono. Sin embargo, en lugar de eso llegó una carta dirigida a su madre.
Idiotas. En el sobre ponía incluso «Comisaría de Policía de Estocolmo», y naturalmente Oskar lo abrió, leyó sus delitos, falsificó la firma de su madre y después envió la carta de nuevo para confirmar que la había leído. Cobarde puede, pero no tonto.
Y lo de cobarde… ¿Era de cobardes lo que estaba haciendo ahora? Llenándose los bolsillos de la cazadora con Dajm, Japp, Coco y Bounty para terminar con una bolsa de cochecitos entre la cinturilla del pantalón y el estómago; fue a la caja y pagó por un chupa chups de Dumle.
Volvió a casa con la cabeza alta y el paso ligero. No era el Cerdo al que todos podían patear, era el jefe de los ladrones que desafiaba los peligros para sobrevivir. Podía engañarlos a todos.
Cuando cruzó el arco de entrada al patio se sintió seguro. Ninguno de sus enemigos vivía allí, un círculo irregular dentro del círculo más amplio que era la calle Ibsen. Una doble fortificación. Allí estaba seguro. En ese patio no le había pasado nada malo de verdad. Casi nada.
Allí había crecido y allí había tenido amigos antes de empezar la escuela. Fue en quinto cuando comenzó a sentirse rechazado en serio. A finales de ese curso se convirtió en el saco de los golpes de todos sus compañeros, y aquello se extendió incluso a otros chicos que no iban a su clase. Llamaban cada vez menos para preguntarle si quería salir a jugar.
Fue también durante ese periodo cuando empezó con su cuaderno de recortes, al que ahora acudía de nuevo, para entretenerse.
– ¡JIIINNN!
Se oyó un zumbido y algo le golpeó los pies. Un coche teledirigido de color granate echó marcha atrás, dio la vuelta y subió por la cuesta en dirección a su portal a toda velocidad. Detrás de los espinos, a la derecha del arco, apareció Tommy con una larga antena que salía de su estómago, chuleando un poco.