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– Te ha sorprendido, ¿eh?

– Qué rápido va.

– Sí. Te lo vendo.

– ¿Por cuánto…?

– Trescientas coronas.

– No. No las tengo.

Tommy le hizo una señal con el índice para que se acercara, dio la vuelta al coche en la cuesta y lo condujo hacia abajo a velocidad de rally, lo paró con un derrape delante de sus pies, lo cogió y, haciéndole una caricia, dijo en voz baja:

– Cuesta novecientas en la tienda.

– Seguro.

Tommy miró el coche, examinó a Oskar de arriba abajo.

– ¿Doscientas entonces? Es totalmente nuevo, ya ves.

– Sí, es muy bonito, pero…

– ¿Pero?

– Nada.

Tommy asintió, puso el coche en el suelo y lo dirigió entre los arbustos de manera que las ruedas grandes y estriadas chirriaron, dio una vuelta al tendedero de las alfombras y otra vez cuesta abajo.

– ¿Me dejas probarlo?

Tommy miró a Oskar como para decidir si era o no digno de ello, le tendió el mando a distancia señalando el labio superior.

– Te han pegado, ¿no? Tienes sangre. Aquí.

Oskar se pasó el índice por el labio, algunas partículas de color marrón se le quedaron pegadas.

– No, es sólo…

Mejor no contarlo. No servía para nada. Tommy era tres años mayor. Duro. Sólo diría algo sobre que hay que devolverla y Oskar contestaría que «claro», y el único resultado sería que descendería aún más en el aprecio de Tommy.

Oskar manejó el coche un poco, luego miró mientras Tommy lo dirigía. Le habría gustado tener doscientas coronas en efectivo y que pudieran hacer un negocioTommy y él. Algo en común. Se metió las manos en los bolsillos y tocó las golosinas.

– ¿Quieres un Dajm?

– No, no me gustan.

– ¿Japp, mejor?

Tommy levantó la vista del mando a distancia, sonriendo.

– ¿Tienes de los dos?

– Sí.

– ¿Mangados?

– … Sí.

– Vale.

Oskar alargó la mano y le dio un Japp que Tommy se guardó en el bolsillo trasero de sus vaqueros.

– Gracias. Adiós.

– Adiós.

Cuando llegó a casa, Oskar echó todas las golosinas encima de la cama. Iba a empezar con el Dajm para seguir luego con los dobles y terminar con el Bounty, su favorito. Después los coches, que parecía como si enjuagaran la boca.

Dispuso las golosinas en hilera a lo largo de la cama, en el orden en que se las iba a comer. En el frigorífico encontró una botella de coca cola a medias a la que su madre había puesto un trozo de papel de aluminio en la boca. Perfecto. Le gustaba más así, cuando se le habían ido las burbujas, sobre todo con las golosinas.

Retiró el papel de aluminio y colocó la botella en el suelo junto a las golosinas, se tumbó boca abajo en la cama y se puso a examinar su estantería. Una colección casi entera de los cómics Kalla Kårar, aquí y allá completada con Rysare ur Kalla Kårar.

El grueso lo formaban dos bolsas de papel llenas de libros que compró por doscientas coronas a través de un anuncio en el periódico Gula. Había cogido el metro hasta Midsommarkransen y seguido las instrucciones hasta dar con el piso. El hombre que le abrió la puerta parecía gordo, demacrado y hablaba con la voz un poco silbante. Afortunadamente no había invitado a Oskar a pasar, sólo había llevado las bolsas con los libros hasta el rellano, cogido los dos billetes de cien con una inclinación de cabeza diciendo: «Que te diviertas» y había cerrado la puerta.

Entonces Oskar se puso nervioso. Había buscado durante meses los números antiguos de esos cómics en las librerías de viejo que había a lo largo de Götgatan. Por teléfono, el hombre había asegurado que se trataba de números atrasados. Le parecía que había sido demasiado fácil.

Tan pronto como Oskar estuvo fuera del alcance de su vista dejó las bolsas en el suelo y las revisó. No le habían engañado. Cuarenta y cuatro libros desde el número 2 hasta el 46.

Aquéllos no se podían comprar ya. ¡Por doscientas coronas!

Como para no tener miedo de aquel hombre. Lo que había hecho no era ni más ni menos que robarle al troll su tesoro.

Sin embargo, no ganaban a su cuaderno de recortes.

Lo rebuscó en su escondite bajo un montón de tebeos. El mismo cuaderno en sí no era más que una libreta grande de dibujo que había mangado en Åhléns, en Vällingby, saliendo con ella bajo el brazo por todo el morro -¿quién dijo que era un cobarde?-, pero el contenido…

Desenvolvió el Dajm, le pegó un buen mordisco, disfrutó de aquel rechinar crujiente entre los dientes y abrió su cuaderno. El primer recorte era de la revista Hemmets Journaclass="underline" la historia de una envenenadora de Estados Unidos de los años cuarenta. Había conseguido envenenar con arsénico a catorce viejos antes de que fuera encarcelada, juzgada y ejecutada en la silla eléctrica. Había pedido ser ejecutada con veneno, bastante comprensible, pero el Estado en el que había actuado empleaba la silla, y fue la silla.

Ése era uno de los sueños de Oskar: presenciar una ejecución en la silla eléctrica. Había leído que la sangre se empezaba a cocer, que el cuerpo se retorcía en ángulos imposibles. Se imaginaba también que el pelo se prendía, pero de esto no tenía confirmación escrita.

Absolutamente grandioso, de todos modos.

Siguió hojeando. El siguiente recorte era de Aftonbladet y trataba de un descuartizador sueco. Bastante mala la foto de carné. Parecía una persona cualquiera. Sin embargo había matado a dos chaperos en su propia sauna, los había descuartizado con una motosierra eléctrica y los había enterrado allí mismo. Oskar se comió el último bocado del Dajm mientras observaba detenidamente la cara de aquel hombre. Una persona cualquiera.

Podría ser yo dentro de veinte años.

Håkan había encontrado el sitio perfecto en el que permanecer al acecho, con una buena vista sobre el sendero del bosque en las dos direcciones. En el bosque, más adentro, descubrió una hondonada resguardada con un árbol en medio y había dejado allí la bolsa con las herramientas El pequeño frasco de halotano colgaba de una trabilla bajo el abrigo.

Ya no podía hacer más que esperar.

Yo también quise una vez ser mayor

y tan inteligente como mi padre y mi madre…

No había oído a nadie cantar esa canción desde que iba a la escuela. ¿Era de Alice Tegnér? Imagínate la cantidad de canciones bonitas desaparecidas que nadie cantaba ya. En general, cuántas cosas bonitas habían desaparecido.

Ningún respeto por lo bello. Era característico de la sociedad actual. Las obras de los grandes maestros podían emplearse a lo sumo como referencias irónicas, o como propaganda. La creación de Adán de Miguel Ángel, donde en vez del soplo de vida ponen un par de vaqueros.

Todo el mérito de la composición, como él lo veía, eran esos cuerpos monumentales que convergían sólo en dos dedos índices que casi, pero sólo casi, llegaban a tocarse. Entre ellos había un vacío milimétrico. Y en aquel espacio vacío: la vida. La grandeza escultural de la imagen y la riqueza de los detalles eran sólo un marco, un fondo para realzar mejor el vacío mínimo del centro. El punto vacío que contenía todo.

Y en su lugar habían colocado un par de vaqueros.

Alguien llegaba por el sendero. Se agachó con el corazón palpitándole en los oídos. No. Señor mayor con perro. Doble fallo. En parte por el perro, al que tendría que hacer callar primero; en parte, por la mala calidad.