Mucho ruido y pocas nueces. Alt.
Demasiados gritos para tan poca lana, dijo el que tomó por oveja a un cerdo. Alt.
Canta la rana y no tiene pelo ni lana.
Miró el reloj. En menos de dos horas se haría de noche. Si no llegaba nadie adecuado en una hora, tendría que coger al primero que pasase. Debía estar en casa antes de que oscureciera.
El hombre decía algo. ¿Le habría visto? No, hablaba con el perro.
– Sííí, vaya ganas que tenías de hacer pis, chiquitina. Cuando lleguemos a casa te voy a dar paté. Papá te dará una buena rodaja de paté.
El frasco de halotano se le clavó a Håkan en el pecho cuando se llevó las manos a la cabeza suspirando. Pobre hombre. Pobres de las personas que están solas en un mundo sin belleza.
Sintió frío. El viento se había vuelto más frío por la tarde y pensó en ir a buscar el chubasquero a la bolsa, ponérselo por encima para protegerse del viento. No. Eso le restaría movilidad cuando necesitaba actuar con rapidez. Además, podía despertar sospechas antes de tiempo.
Pasaron dos chicas de unos veinte años. No. No podía con dos. Captó algún fragmento de la conversación:
– … que ella se va a quedar… con él ahora.
– … un mono. Él tiene que comprender que él…
– … culpa de ella que… las píldoras…
– Pero está claro que él tiene que…
– … imagínate… ése como padre…
Alguna compañera que estaba embarazada. Un chico que no asumía su responsabilidad. Así estaban las cosas. Continuamente. Todos pensaban nada más que en sí mismos y en lo suyo. Mi felicidad, mi éxito era lo único que se oía. Amor es poner la vida a los pies del otro, y de eso son incapaces las personas de hoy día.
El frío penetraba en sus articulaciones, iba a actuar con torpeza hiciera lo que hiciera. Metió la mano dentro del abrigo, apretó la palanca del gas. Un ruido silbante. Funcionaba. Dejó de apretar.
Se dio unas palmadas en los costados. Ojalá venga alguien ahora. Solo. Miró el reloj. Media hora más. Ojalá venga alguien ahora. Por la vida y por el amor.
Mas de corazón niño yo quiero ser, pues de los niños el reino de Dios es.
Había empezado a anochecer cuando Oskar terminó de mirar su cuaderno de recortes y de comerse todas las golosinas. Como solía ocurrirle después de comer tantas chucherías, se sentía pesado y vagamente culpable.
Mamá no llegaría hasta dentro de dos horas. Entonces comerían. Después él haría los deberes de inglés y los de mates. Luego puede que leyera un libro, o que viera la tele con mamá. Nada especial por la tele esa noche. Más tarde tomarían un vaso de leche chocolateada y comerían unos bollos, hablarían un rato. Después se acostaría, le costaría quedarse dormido pensando en el día siguiente.
Si tuviera alguien a quien llamar. Podía, claro está, llamar a Johan con la esperanza de que no tuviera otra cosa mejor que hacer.
Johan iba a su clase y se lo pasaban bastante bien cuando estaban juntos, pero si podía elegir, no elegía a Oskar. Era Johan el que le llamaba cuando se aburría, no al revés.
El piso estaba en silencio. No pasaba nada. Las paredes de hormigón se le echaban encima. Estaba sentado en la cama con las manos en las rodillas, el estómago lleno de golosinas.
Como si fuera a ocurrir algo. Ahora.
Prestó atención. Un terror pegajoso se fue apoderando de él. Algo se acercaba. Un gas incoloro se filtraba a través de las paredes, amenazaba con tomar forma, engullirlo. Permaneció quieto, conteniendo la respiración y escuchando. Esperó.
El momento pasó. Oskar comenzó a respirar de nuevo.
Fue a la cocina, bebió un vaso de agua y sacó el cuchillo más grande que había en la placa magnética. Probó el filo en la uña del dedo gordo, como papá le había enseñado. Desafilado. Pasó el cuchillo por el afilador un par de veces y volvió a probar. Una viruta microscópica salió de la uña del dedo gordo.
Bien.
Envolvió el cuchillo con un periódico a modo de funda provisional, lo pegó con celo y se apretó el paquete entre la cintura del pantalón y la cadera izquierda. Sólo sobresalía el mango. Probó a andar. La hoja le impedía el movimiento de la pierna izquierda y lo inclinó a lo largo de la ingle. Incómodo, pero funcionaba.
En el pasillo se puso la cazadora. Entonces se acordó de todos los papeles de las golosinas que estaban esparcidos por el suelo de su habitación. Los recogió, hizo una pelota con ellos y se la metió en el bolsillo, no fuera a ser que mamá llegara a casa antes que él. Podría dejar los papeles debajo de alguna piedra en el bosque.
Comprobó una vez más que no había dejado ningún rastro.
El juego había empezado. Él era un temido asesino en serie. Había asesinado ya a catorce personas con su afilado cuchillo, sin dejar ni una sola pista tras de sí. Ni un pelo, ni un papel de golosinas. La policía le temía.
Ahora iría al bosque a buscar a su próxima víctima.
Curiosamente, ya sabía cómo se llamaba ésta, qué aspecto tenía: Jonny Forsberg, con el pelo largo y los ojos grandes y mezquinos. Iba a tener que rezar y suplicar por su vida, gritar como un cerdo, pero en vano. El cuchillo tendría la última palabra y la tierra iba a beber su sangre.
Oskar había leído esas palabras en algún libro, y le gustaron. «La tierra beberá su sangre».
Mientras cerraba la puerta de casa y llegaba a la del portal con la mano izquierda apoyada en el mango del cuchillo, iba repitiéndolas como si fueran un mantra:
La tierra beberá su sangre. La tierra beberá su sangre.
El arco por el que había entrado antes en el patio estaba en el extremo derecho del edificio, pero él fue a la derecha, pasó dos portales y salió por el paso por el que los coches tenían acceso a la zona. Abandonó la fortaleza interior. Cruzó la calle Ibsen y siguió cuesta abajo. Abandonó la fortaleza exterior. Siguió bajando hacia el bosque.
La tierra beberá su sangre.
Por segunda vez aquel día, Oskar se sintió casi feliz.
Quedaban sólo diez minutos del tiempo que Håkan se había fijado cuando un chico que iba solo apareció por el camino. Por lo que podía apreciar, de unos trece o catorce años. Perfecto. Había pensado bajar corriendo agachado hacia el otro extremo del camino y salir allí al encuentro de su elegido.
Pero ahora las piernas se le habían quedado totalmente bloqueadas. El chico avanzaba tranquilo por el camino y no había tiempo que perder. Cada segundo que pasaba reducía las posibilidades de una actuación sin mácula. Pero las piernas se negaban a moverse. Estaba allí paralizado mirando mientras el elegido, el perfecto, avanzaba, pronto a su misma altura, justo delante de él. Pronto demasiado tarde.
Tengo que. Tengo que. Tengo que.
Si no lo hacía, tendría que suicidarse. No podía llegar a casa sin aquello. Era así. El chico o él. Cuestión de elegir.
Se puso en movimiento demasiado tarde. Dando tropezones por el bosque llegó a la altura del muchacho en lugar de haber salido a su encuentro en el sendero, tranquilo y natural. Idiota. Patoso. Ahora el chaval podría sospechar, estar alerta.
– ¡Oye! -le gritó-. ¡Perdona!
El chico se paró. Al menos no echó a correr, menos mal. Tenía que decir algo, preguntar algo. Avanzó hasta él, que permanecía a la espera en el camino.
– Sí, perdón, pero… ¿qué hora es?
El chaval miró de reojo el reloj de pulsera de Håkan.