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La zona era la de Malasaña, en una calle donde la basura y los escombros competían por la supervivencia. Deduje el portal por eliminación, ya que el número estaba borrado. Cuando me disponía a entrar, un anciano de pelo blanco alborotado apareció en el umbral. Nos dimos los buenos días. «¿A quién busca?», preguntó. Y cuando se lo dije:

– Ah, usted debe de ser Juan Cabo.

Asentí, sorprendido. El viejo me miró fijamente y me pasó una mano por el hombro, invitándome a acompañarlo. Olía a naftalina. Me dijo que se llamaba Eustaquio Cuadrado y era vecino de Grisardo. Se dirigía a un bar cercano a jugar al dominó. Añadió:

– Tengo que darle una mala noticia.

Me lo explicó por el camino. Todo había sucedido aquella misma mañana. Ya se habían marchado los últimos testigos de la tragedia: la ambulancia, el forense, la policía y el juez. Grisardo había elegido un libro para suicidarse. Lo cortó por la mitad, para que le cupiese en la boca, y lo deglutió con fúnebre paciencia, mascando y empujando con los dedos hasta que las páginas rebasaron la úvula y lo ahogaron entre una explosión de náuseas. Dejó una nota manuscrita confesando sus intenciones. Tuvo la precaución de llamar a la policía para que vinieran a recoger su cadáver: no quería molestar al vecindario con un hedor demorado. Siempre había sido muy cuidadoso. Incluso se preocupó de suministrar, en nota aparte, información bibliográfica sobre el libro en cuestión: título, año de edición, autor. Yo había estado escuchando al viejo con el sentimiento de incrédulo horror que cabe suponer, pero al llegar a este punto no pude evitar pensar que acaso se trataba de una de mis obras. Supongo que debe considerarse la reacción típica de cualquier novelista: nos duele que el libro mencionado no sea nuestro. Pero era -dijo Eustaquio- un breve ensayo titulado La ilusión, de un filósofo cuyo nombre no recordaba. Quizá Grisardo lo había escogido por la brevedad, ya que así podía partirlo más fácilmente. O quizá había querido elaborar con el título un triste juego de palabras o una parábola, vaya usted a saber.

– Pero ¿por qué? -pregunté, estremecido-. ¿Por qué lo ha hecho? Yo hablé con él ayer y…

– Estaba harto de ser ignorado, el pobre chaval -sentenció Cuadrado-. Vino a Madrid para intentar abrirse camino en esto de la literatura, pero… Llevaba meses sin colar un solo poema en las revistas. Aunque, no crea, vivía desahogadamente… De vez en cuando, incluso, se permitía el lujo de cenar en La Floresta… Vamos, que no me parece que lo haya hecho por problemas económicos, usted me entiende… Además, el día que eligió lo dice todo…

Yo no comprendía. Eustaquio enarcó las blancas cejas.

– ¡Hombre, hoy es 23 de abril, día del libro! Yo creo que era su obsesión: estar dentro de un libro, fuera como fuese. Y como no pudo conseguirlo, hizo lo contrario: se metió un libro dentro. ¿No cree que mi explicación es lógica?

Asentí, intentando no imaginar a Grisardo (a quien apenas había vislumbrado en su oscura mesa del restaurante) con la cabeza torcida sobre el respaldo de una silla y un embudo de hojas cortadas floreciéndole de la boca, tiesas por los vómitos. Habíamos llegado al bar. El viejo sacó una carta del bolsillo.

– Fíjese si era cuidadoso: deslizó este sobre por debajo de mi puerta a primera hora de la mañana. Pobre muchacho. Lea la nota, léala.

Era un pequeño papel adosado al sobre con un clip. Letra diminuta pero muy correcta. «Eustaquio, hazme un favor. Hoy al mediodía vendrá un señor a verme. Se llama Juan Cabo. Le prometí dejarle una copia de uno de mis poemas, pero me temo que no podré recibirle, así que la guardaré en este sobre. Si lo ves, entrégaselo. Muchas gracias.»

– Pobre chico. -Eustaquio meneaba la cabeza-. Ya ve usted, yo cogí el sobre como si tal cosa, acostumbrado a hacerle pequeños favores… ¡Pero quién iba a decirme que…!

Nos estrechamos la mano al despedirnos. Me quedé quieto en la calle, bajo el sol fresco de abril. Mis dedos temblaban al rasgar la solapa. En aquel momento hubiera colocado flores sobre la tumba de Grisardo. De haber podido, habría rescatado su sombra del mundo subterráneo. Cuánto me apenaba pensar en su juventud (18 años, según Eustaquio), tronchada prematuramente, rimbaudianamente. «Y ni siquiera será inmortal después de muerto», me lamentaba, porque la época en que la temprana desaparición de un poeta aseguraba su perennidad había pasado ya. Por el contrario, ahora los vates se aferraban a la vida con toda la furia de una vejez dilatada. Pero el pobre Grisardo… ¡Y aun así, había tenido la consideración de legarme aquel poema, el primer testimonio cierto de la existencia de ella!

Seis versos manuscritos. La letra parecía un grano de trigo raspinegro, aristada, minúscula. Lo leí de un tirón.

Mesa 15

Oh dulce y tierna

rama de laureclass="underline"

tinta y tijera

te han producido.

Dulce y lejana

hoja de laurel,

repleta de fantasía.

«Está clarísimo», pensé de inmediato. «Es ella. Aquí está. Dulce y tierna rama de laurel… Lo que ocurre es que el poema es como L'infinito de Leopardi, hermético, conciso, innovador…» Pero volví a leerlo y perdí el optimismo. Recordé que el adorno de la mesa 15 eran, realmente, ramas de laurel. «Tinta y tijera / te han producido»: este dístico lo decidía todo. Se refería, claro, a la confección de las ramas. No había ningún secreto oculto. Mi cerebro acalló las protestas de mi corazón. Ella no estaba. Se trataba de una oda (mediocre, por otra parte) al adorno del centro de mesa. Sin embargo, Grisardo me había dicho que lo había escrito por ella, lo cual parecía irrebatible. ¿Quién sabe qué clase de obra puede inspirar una mujer hermosa en la mente de un artista? A Picasso, por ejemplo, le daba por dibujar monstruos cúbicos. Me aferré a esta última posibilidad y… ¡Sí, sí, lector, no te impacientes, ya sé que eres muy perspicaz! Te estabas preguntando: «¿No se ha dado cuenta? ¿No lo va a mencionar?». Pero es que escribir no es leer: tú lees en un solo acto, a la velocidad pupilar, y el misterio y la evidencia saltan hacia tus ojos (como saltaron hacia los míos en aquel momento). Pero escribir precisa de un orden. Y ha llegado el instante (artificial, si se quiere) de que añada:

De repente reparé en el último verso.

Llegué a casa en un estado parecido al trance hipnótico. Ninfa había previsto mi hambre y me había dejado el almuerzo caliente en el horno. Comí en la cocina, pero apenas probé dos cucharadas de consomé y dos bocados de carne con puré de guisantes. No toqué el postre, que era fruta. En la libreta, como séptimo «Suceso», sólo florecieron tres palabras en escuálida letra:

7. Soledad, vacío, depresión.

Fui al dormitorio, me desvestí y me duché. Cuando el agua caliente se derramó por mi cabeza y goteó sobre el laberinto de mi barba recobré la facultad de razonar. Y de inmediato me sentí infeliz. Mucho más tranquilo pero infeliz. Después me vestí con una bata japonesa y me serví un whisky. En el espejo me contemplaba un individuo bajito, flaco y pálido, embozado por las húmedas sortijas de una barba postiza y vestido con una bata japonesa. Mi fealdad, decidí, era sartriana, existencialista. Amnésico como estaba, desprovisto de pasado, mi fealdad era mi ser-en-el-mundo. Quizá también Grisardo había sido feo. Acaso todos los escritores éramos feos.

– Puede que sea deformación profesional -dije en voz alta.

Tantas horas encorvados ante la máquina o el ordenador, tantos días de oscuridad y silencio… «Y, claro, nos volvemos feos. O es la soledad la afeadora. O al contrario: escribimos porque somos solitarios y feos.» Bebí un sorbo de whisky y salí a la terraza del dormitorio. Las agujas de los pinos destellaban como estilográficas. La nieve privada de los almendros semejaba papel roto. Un moscardón tecleaba contra el cristal de la ventana; era feísimo; parecía escritor.