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José Carlos Somoza

Dafne desvanecida

Entendí de repente el mito de Apolo y Dafne:

dichoso aquel, pensé, que puede estrechar

en un solo abrazo el laurel y el objeto mismo

de su amor.

A. GIDE

I EL CAOS

Me he enamorado de una mujer desconocida.

Todo empezó con esa frase. Era el inicio de un párrafo. Yo lo había escrito pero no lo recordaba, porque había perdido la memoria tras el accidente. De hecho, lo único que sé sobre este último es lo que otros escribieron en la prensa. Sucedió en la medianoche del martes 13 de abril de 1999. Mi Opel quedó destrozado al chocar contra un pilar de hormigón en la autopista M30 de Madrid, pero yo no sufrí ni un rasguño. Me trasladaron a una clínica privada, me hicieron pruebas, y a partir de ese punto comencé a existir. Al principio, todo era una masa amorfa y caótica de límites imprecisos. Después abrí los ojos y vi un huevo. Era el rostro de una enfermera. Rectifico: médico. Se llamaba Dolores. Lo sé porque lo tengo apuntado en mi libreta. En torno a Dolores había una habitación, que fue lo segundo que vi. Y como en la habitación había una ventana, lo tercero que vi fue el mundo. Ninguna de las tres cosas me pareció que valiera la pena. No obstante, estaba vivo e ileso. Sólo mi memoria había sido amputada. Un día, Huevo Duro (así apodé a Dolores en secreto) depositó un libro en mis manos. «Lea la solapa», dijo. Bajo la foto de un hombre feísimo, de pelo castaño claro, gafas redondas y barba breve y complicada, destacaba un pequeño párrafo. Decía que Juan Cabo había nacido en Madrid el 13 de abril de 1964 y se había trasladado a Sudamérica con su familia. Después había regresado a Madrid, y, tras doctorarse en Filología Clásica por la Autónoma y enseñar durante un tiempo latín y griego en un instituto, había comenzado a escribir. Tenía publicadas, hasta la fecha, tres novelas: No soy yo quien me mira desde el espejo (1989, accésit del premio Bartleby El Escribiente), Tenue encuentro (1991, finalista del mismo premio) y El hombre de los sábados (1995, premio Bartleby El Escribiente). Su éxito le había permitido dedicarse por completo a la literatura. Fin del párrafo. Comprobé que el barbudo de la foto y yo éramos la misma persona.

Yo era Juan Cabo. Lo supe al leerlo.

– Por cierto, me gustaría que me la dedicara, si no le importa. -sonrió Huevo Duro-. Es una novela inolvidable.

– Qué más quisiera yo -repliqué, y ambos reímos.

Se trataba de la quinta edición de El hombre de los sábados, publicada por Salmacis. Con una letra que debía de ser la mía, escribí: «Dedico este libro a Dolores», y firmé con una rúbrica que debía de ser la mía. Puse «libro» en lugar de «obra» o «novela» porque (teniendo en cuenta mi actual estado de conocimiento) me parecía más lógico ofrecer el recipiente que el contenido. El hombre de los sábados consistía, ante todo, en un libro con mi foto en la solapa. El resto eran sombras. «No se preocupe -dijo Dolores-. Irá recordando conforme pase el tiempo.» Me recomendó un ejercicio muy simple: anotar los acontecimientos y las personas que me llamaran la atención en los próximos días. De esta forma, aseguró, evitaría la progresión de la amnesia. Todos los estudiantes lo saben: no es lo mismo memorizar con un simple esfuerzo mental que con ayuda de la escritura. Lo escrito, escrito queda. Y me entregó una libreta de pastas negras. Observé que sus páginas se hallaban preparadas para tal actividad, porque estaban divididas en dos columnas con sendos epígrafes: a la izquierda «Sucesos», a la derecha «Personas». Me pidió que anotara algo bajo la primera columna. Lo pensé un instante y puse:

1. Casi me mato con el coche el día de mi cumpleaños.

Muy bien, eso era un «suceso», desde luego. ¿Y en «Personas»? Yo había empezado a anotar:

1. Huev

Pero lo taché de inmediato.

1. Huev Dolores: la primera persona que recuerdo.

A Dolores le gustó que la citara. Sus ovoides mejillas blancas enrojecieron. «Pero añada dos o tres palabritas descriptivas junto al nombre de cada persona. Así las retendrá con más facilidad.» Yo intentaba no emplear las dos únicas «palabritas descriptivas» que su aspecto me sugería. Juro que no quería insultarla: su rostro, enlucido y elíptico, con el escaso cabello guardado en un moño minúsculo, me hacía pensar realmente en un huevo. Pero sospechaba que Dolores no lo entendería así. Ella leería y se ofendería. Nuestra relación quedaría mutilada para siempre. Tan sólo aquellas dos palabras, arañadas por la tinta en la blancura del papel, y todo un edificio de mutua confianza se vendría abajo. No era lo mismo decirlas que escribirlas, porque lo escrito, escrito queda. Pensé de repente en un mago poderoso que con un simple gesto del bolígrafo encantado pudiera mutar los sentimientos ajenos. Al fin, apurado, añadí: «Bata blanca». «¿Sólo eso?», se echó a reír. «¡Qué cortado es usted!» Cuando se marchó, abrí la libreta, taché «Bata blanca» y escribí «Huevo Duro». Me sentí mucho mejor. Descubrí que algo dentro de mí no quedaba satisfecho hasta que no lograba escribir lo que de verdad deseaba.

Y en eso se notaba, sin duda, que era escritor. Pasé una semana ingresado. Me inyectaban cosas, me hacían análisis, introducían mi cabeza en curiosos aparatos. Prohibieron las visitas «para no alterarme», decían. Sobre todo, agitaban papeles a mi alrededor. La clínica era un palomar de papeles revueltos. Mi identidad y mi salud estaban escritas en varios de ellos, y los médicos acostumbraban a interrogarlos antes que a mí. «¿Cómo se siente hoy?», les preguntaba el doctor de turno (aunque fingía dedicarme la pregunta), y mis papeles respondían con mi presión arterial o la narración de una radiografía. Daba igual lo que yo contestara: ellos eran mucho más sinceros o exactos. Las enfermeras los leían y sonreían o torcían el gesto. Los celadores los paseaban de un sitio a otro. Las limpiadoras los respetaban. Cuando se perdían, yo dejaba de existir. ¿Alguien ha visto los papeles de este señor? Tanta angustia me daba, que colaboraba en su búsqueda. A veces, mientras permanecía en la cama, los apoyaban en mi barriga, convirtiéndome así en el escritorio de mis propios papeles. Un día salí del baño y los hallé en el sofá. «Espere, no se siente, que están los papeles», me dijeron. Pensé que dentro de poco a mí me graparían y guardarían en una carpeta, y mis papeles lucirían mi pijama y mis gafas. Se llamaban «historia clínica», lo cual me parecía el nombre más adecuado del mundo, y cada día añadían nuevas hojas a mi «historia clínica» como si se tratara de un calendario a la inversa.

El recinto donde me encontraba se hallaba en las afueras de Madrid, y lo componían dos pequeños edificios: uno de techo picudo, el otro en forma de paralelepípedo. Pude observar que había muy pocos pacientes. Me entretenía caminando por los laberínticos pasillos, vestido con un pijama del color del cielo en otoño y envuelto en mi silencio y en mi barba. La única lectura disponible eran los periódicos, y gracias a ellos hilvané los detalles de mi accidente. Las fotos mostraban un coche obscenamente retorcido y el rostro de un hombre barbudo, mi propio rostro, idéntico al retrato que figuraba en la solapa de mis libros.

Huevo Duro, que debía de ser una doctora muy importante, me visitaba todas las mañanas y me preguntaba cosas. Yo era un novelista de éxito, ¿lo recordaba? No. Vivía con una criada anciana en un chalé de Mirasierra, ¿lo recordaba? No. En cierta ocasión, se presentó con otros papeles. «Lea esto», pidió. Era un resumen de mi vida escrito por ella misma con datos entresacados de aquí y de allá, porque yo no tenía familia ni amigos íntimos a los que poder consultar. Los leí en la cama. Supe que mis padres habían muerto en Perú; que había heredado una pequeña fortuna que me había permitido instalarme en Madrid; que había escrito una tesis sobre las Metamorfosis de Ovidio; que no mantenía «relaciones sentimentales» conocidas; que apenas salía de casa; que mi criada se llamaba Ninfa (tenía 68 años, especificaba Huevo Duro, quizá para que no me hiciera ilusiones) y mi editor Eduardo Salmerón. Ahí se acababa todo. Una de dos, pensé: o mi vida había sido una auténtica mierda o Dolores era pésima como escritora. Algunos puntos de la narración hubieran podido resultar divertidos, emocionantes o sublimes, pero mi doctora los había desperdiciado con una prosa insulsa. De hecho, me dormí leyendo mi propia vida: apenas había rebasado mi adolescencia cuando mis ojos comenzaron a cerrarse. Tuve un sueño. Soñé que rompía aquellos folios, me dejaba diluviar por los trocitos y soplaba como el viento, puffffff, escogiendo los pedazos que mi aliento separaba. Así, hasta formar una historia escrita en primera persona por un autor ficticio. Era la historia de mi vida, y estaba dividida en capítulos sembrados de sorpresas para que nadie pudiera aburrirse leyéndolos. Desperté en medio de la noche, y al moverme percibí algo crepitante bajo el trasero. Eran los folios. Había despachurrado mi vida con el culo. Entonces los hice trizas de verdad y los arrojé a la papelera.