De repente reparé en el último verso.
Llegué a casa en un estado parecido al trance hipnótico. Ninfa había previsto mi hambre y me había dejado el almuerzo caliente en el horno. Comí en la cocina, pero apenas probé dos cucharadas de consomé y dos bocados de carne con puré de guisantes. No toqué el postre, que era fruta. En la libreta, como séptimo «Suceso», sólo florecieron tres palabras en escuálida letra:
7. Soledad, vacío, depresión.
Fui al dormitorio, me desvestí y me duché. Cuando el agua caliente se derramó por mi cabeza y goteó sobre el laberinto de mi barba recobré la facultad de razonar. Y de inmediato me sentí infeliz. Mucho más tranquilo pero infeliz. Después me vestí con una bata japonesa y me serví un whisky. En el espejo me contemplaba un individuo bajito, flaco y pálido, embozado por las húmedas sortijas de una barba postiza y vestido con una bata japonesa. Mi fealdad, decidí, era sartriana, existencialista. Amnésico como estaba, desprovisto de pasado, mi fealdad era mi ser-en-el-mundo. Quizá también Grisardo había sido feo. Acaso todos los escritores éramos feos.
– Puede que sea deformación profesional -dije en voz alta.
Tantas horas encorvados ante la máquina o el ordenador, tantos días de oscuridad y silencio… «Y, claro, nos volvemos feos. O es la soledad la afeadora. O al contrario: escribimos porque somos solitarios y feos.» Bebí un sorbo de whisky y salí a la terraza del dormitorio. Las agujas de los pinos destellaban como estilográficas. La nieve privada de los almendros semejaba papel roto. Un moscardón tecleaba contra el cristal de la ventana; era feísimo; parecía escritor.
Me senté en una silla plegable y bebí el whisky a sorbos lentos. Aunque la temperatura de la tarde era ideal, yo sentía escalofríos.
«¿Por qué ponernos nerviosos?-pensé-. Quizá este asunto tenga una solución muy fácil. Puede que no haya ningún misterio real y que todo sea imaginación mía.»
«El problema -reflexioné-, consiste en saber qué es escribir.»
Porque si la literatura era incognoscible, entonces tanto daba todo lo demás. Si escribir carecía de normas, definiciones y categorías, a diferencia del arte, la ciencia, los mapas, los estados de ánimo, las religiones, los más allás, los ateísmos o los dioses; si era más inefable que el amor, el tiempo, la muerte o Dios (porque lo único que sabemos acerca de estas cuatro cosas es lo que otros han escrito sobre ellas), entonces qué importancia tenía leer. La mujer de mi párrafo, por ejemplo, sería banaclass="underline" yo podía haberla visto en cualquier otro sitio, o hace años, o en un sueño. O bien -lo peor- ella existía pero el resto era ficticio: no vestía de negro, ni tenía moño, ni yo me había enamorado. Si escribir era una actividad caótica, el hecho de que alguien hubiera imitado varias letras y falsificado las cuartillas del restaurante perdía todo significado. Qué importancia puede tener un texto falso cuando el original es, como mínimo, tan ficticio como el espurio. Y mi último y escalofriante hallazgo -que Grisardo hubiera finalizado su poema con la misma expresión de las cuartillas, la «firma» del misterioso falsificador: repleta de fantasía- tampoco importaba demasiado. Dime, lector, si escribir carece de orientación, de brújula, de sentido, ¿apostarías por mi existencia? Cómo haré para convencerte de que soy real y de que esto que estás leyendo me sucedió realmente. Tanto daría que pensaras que es una novela. Y quizá se publique como tal.
Pero si la literatura, como el mar Rojo, podía dividirse (o definirse, que también es dividir), a un lado la fantasía y al otro la realidad, en un extremo lo imposible y en otro la certidumbre, entonces mi temor tenía fundamento. La existencia de un desconocido que había sustituido los textos que hablaban de cierta persona con párrafos firmados con la misma frase resultaba, cuando menos, inquietante, casi ominosa. Y el poema de Grisardo se tornaba tan enigmático como su suicidio.
Si escribir era tan real como tener miedo, yo iba a necesitar ayuda. Pero ¿de quién? ¿Resolvería la policía mis problemas literarios?
8. Grisardo: joven, nunca lo conocí.
9. Juan Cabo: ficticio.
Anoté esta última «Persona» con menos humor del que puede suponerse, inspirado por mi imagen en el espejo, sobrecogido por un súbito espectro de irrealidad. Y en ese instante -serían las 7 de la tarde- sonó el teléfono en mi dormitorio.
– ¡Cómo estás, hijo! -Era la voz del «ciego poderoso», Salmerón-. Te llamé anoche, pero te habías ido de farra… ¡Ah, un pajarito me ha dicho que has empezado una nueva novela! -Me disponía a desmentirlo cuando añadió-: Según creo, trata de una mujer desaparecida…
«Una mujer desaparecida». El absurdo de la confusión me produjo vértigo. Supuse que el «pajarito» pertenecía a La Floresta, pero el equívoco resultaba nauseabundo. Y acaso no había sido involuntario, porque yo había comenzado mi discurso del restaurante diciendo: «Busco a una mujer» y no: «Voy a hablarles del tema de mi próxima novela». Sin embargo -razoné con rapidez-, explicárselo a mi editor equivaldría a contarle mis sospechas, a confesarle mis temores, y no me atrevía. Pese a no haberlo visto aún, su voz seguía intimidándome un poco. Opté por mentir diciéndole la verdad.
– Sí, una mujer desaparecida: ése es el tema que me obsesiona.
– ¡Muy bien, hijo, muy bien! ¡Tiene garra!… ¡Cuánto me alegro de que te hayas puesto a trabajar tan pronto! ¿Sigues sin recordar nada?… ¡Bueno, no lo mires por el lado malo! ¡Para el pasado siempre hay tiempo! ¡Es el futuro lo que debería preocuparnos!… ¡Siglo XXI, el nuevo milenio! ¡No podemos quedarnos atrás!… Precisamente te llamaba por lo del domingo. Supongo que podrás asistir, ¿no? -Yo lo había olvidado por completo: la presentación de la nueva colección en el Parque Ferial. Salmerón proseguía, entusiasmado-. ¡Nosotros también celebramos el Día del Libro, hijo!… ¡Libros y rosas! ¡Libros y bombones!…
Me entraron náuseas y tuve que apartarme del auricular para no escucharlo. Si alguien me hubiera dicho en aquel momento una de esas frases tópicas -«es un libro delicioso, me lo he devorado», «no he podido tragarme ese tocho de novela»-habría vomitado sin apelación sobre mi bata japonesa. Me preguntó qué opinaba acerca del anuncio de la presentación. Le dije que no lo había visto. «¡Cómo! ¿No has mirado tu correspondencia? ¡Está en la revista! Debes de haberla recibido hoy. ¿Por qué no lo compruebas?» Bajé con el teléfono en la mano y entré en el despacho. Recordaba que Ninfa había dejado el correo de la mañana sobre la mesa. En efecto, allí estaba la revista de Salmacis, envuelta en plástico. «Mira en la contraportada», pidió Salmerón.
El anuncio ocupaba la mitad de la página: un ojo ciclópeo, dotado de extremidades, sentado a una mesa llena de papeles; en la mano sostenía una pluma de ave. Lo rodeaban dibujos del Madrid clásico: Cibeles, Puerta de Alcalá, Neptuno, pero también estampas modernas como las torres Kío, la de Picasso o el Pirulí. Era como si el ojo estuviera pensando en todo eso mientras escribía. El encabezamiento rezaba: «LA LITERATURA DEL NUEVO MILENIO». Y debajo, en enormes versalitas negras: «MADRID EN TIEMPO REAL». Se trataba, explicó Salmerón, de la gran apuesta de la editoriaclass="underline" decenas de pequeños libros escritos por decenas de pequeños autores y publicados con suma rapidez, que narraban las distintas observaciones realizadas en Madrid durante un día concreto, en tiempos simultáneos y desde múltiples lugares y puntos de vista. Algo parecido a echarle un vistazo omnisciente a toda la ciudad. Salmerón quería levantar otro Madrid con billones de palabras.