– Un caso muy interesante, desde luego. Supongo que usted tendrá una teoría al respecto, ¿no?
Me enderecé en el asiento, frente a la pálida efigie de Neirs. Con el rabillo del ojo espié a su diminuto ayudante (que se entretenía en lanzar y recoger una moneda usando una sola mano).
– Creo que alguien, por la causa que sea -dije-, ha suprimido los textos originales de la mesa 15 y los ha sustituido por párrafos absurdos que terminan con la misma frase. La falsificación hubiera pasado desapercibida, probablemente, de no haberse dado la circunstancia de que yo anoté en mi libreta una breve descripción de la mujer que ocupó esa mesa.
– ¿Y el poeta? -Horacio Neirs señaló la copia de los versos de Grisardo. Su tono era el de quien pregunta a un maestro hábil y brillante cómo encajar la última pieza de un complejo rompecabezas.
– Lo de Grisardo es más inquietante. Ya le expliqué que la noche anterior me dijo que todos los párrafos acababan de la misma forma, pero que su poema no había sido modificado. Al día siguiente me entero de que se ha suicidado y de que el supuesto poema termina igual que los párrafos. ¿Usted qué pensaría?
– Una curiosa coincidencia, ¿no?
– ¿Coincidencia?
– ¿No cree usted lo mismo?
– ¿Y usted?
Me pareció que jugábamos al tenis con la única respuesta posible, y que ninguno de los dos se atrevía a expresarla. Al fin, Virgilio actuó de recogepelotas:
– Vamos, vamos, Horacio: el señor Cabo lo está diciendo MUY claro, lo MÁS claro posible. El misterioso falsificador averiguó demasiado tarde que el poeta también mencionaba a la mujer, y decidió suprimir texto y autor de un solo golpe. ¿No es eso lo que usted cree? -me preguntó, haciendo malabarismos con la moneda.
Sí, eso era lo que yo creía (y temía). Neirs se repantigó en el asiento anatómico; sus largos dedos palparon el impecable peinado.
– Desde luego -dijo-, si yo leyera una novela con un argumento como éste, no podría dejarla hasta el final.
– ¿A qué se refiere? -Me irrité.
– No se ofenda, señor Cabo, pero… ¿En qué se basa su impresionante teoría? -Abrió las manos y señaló los papeles-. En cuatro pequeños párrafos y un poema no menos breve.
– En tres párrafos y un poema que terminan de la misma forma -repliqué-, y en un párrafo escrito de mi puño y letra que describe con absoluto realismo la verdad.
– ¿La verdad? -Enarcó las cejas Neirs, como dos tildes-. ¿Con absoluto realismo?
– «Me he enamorado de una mujer desconocida… Escribo esto mientras ceno en… Ella ocupa una mesa solitaria frente a la mía…» ¿Es que no lo ve? El empleo de los verbos en presente, la urgencia de la situación… ¡Por Dios! ¿Es que no lo ve? ¡Estoy describiendo la realidad!… ¡Y lo hacía mientras miraba algo que había frente a mí!… ¿Qué más pruebas quiere?
– Que recupere la memoria -repuso Neirs suavemente.
– ¿Qué?
– Que logre recordar cuándo y por qué escribió eso, señor Cabo. Ésa sería la única prueba posible. Mientras tanto, tendremos que considerar el texto de la libreta tan ficticio como los demás.
Detuve el incesante temblor de mi pierna derecha.
– ¡Oiga, puede que haya perdido la memoria, pero soy escritor y sé lo que me digo!… ¡El realismo de ese párrafo salta a la vista!… ¡Cualquier lector se lo creería!…
– No, al contrario: precisamente ningún lector se lo creería. O quizá sí. Todo depende de la solapa. Pero, por desgracia, ninguno de sus textos tiene solapa.
– ¿A qué se refiere?
Neirs y su ayudante intercambiaron sonrisas como si estuvieran decidiendo quién debía explicármelo primero. Comenzó Neirs:
– Nosotros llamamos «solapa» a la información sobre un texto que se encuentra fuera del mismo: una nota a pie de página, la solapa de un libro, la declaración de un testigo fiable, etcétera. Sin ella, nada de lo que se escribe, desde una simple lista de la compra hasta una enciclopedia, tiene valor por sí mismo. Piense, por ejemplo, en un libro cualquiera. La solapa nos habla del autor y de la clase de obra que ha creado. En ocasiones, hasta encontramos una breve sinopsis del argumento. De esta forma sabemos si vamos a leer una novela, un ensayo, un texto científico o una autobiografía, y nos preparamos para valorar las diversas lecturas. Si la solapa dice «novela», esperamos que nos entretenga pero no confiamos en conocer la vida del autor; otra cosa sería si dijera «autobiografía», ¿comprende? La mayoría de la gente ignora que la verdadera lectura de un libro se hace a través de la solapa. Sin ella, el texto resulta incomprensible. Podrá ser más o menos bello, pero ahí acaba todo.
– Escribir carece de significado -acotó Virgilio-. Es la solapa lo que le otorga un sentido u otro. ¡La solapa es MÁS, MUCHÍSIMO MÁS importante que el libro!
– Le pondré otro ejemplo para que se percate de esa importancia -prosiguió Neirs-. Sabemos que la Biblia pretende ser la palabra de Dios mientras que Las mil y una noches son una recopilación de cuentos fantásticos. Eso es la solapa: lo que sabemos, o creemos saber, sobre estos libros. Ahora imagine que la Biblia y Las mil y una noches hubieran trastocado sus solapas hace milenios: a estas alturas, las andanzas de Yavé constituirían un deleite para niños pequeños, mientras que muchos devotos habrían muerto por Aladino o habrían sido torturados por negar a Scherezade… Y no crea que exagero: la solapa es como el cauce de un río, y nuestra lectura fluye siempre sometida a sus límites. ¿Me explico?
– Quiere usted decir que un texto aislado no sirve para nada.
– Un texto sin solapa es ficticio hasta que no se demuestre lo contrario -sentenció Neirs-. Esta es mi regla de oro en cualquier investigación. Lo único que puede saberse con certeza sobre un texto así es que alguien lo ha escrito.
– El autor es lo ÚNICO real de un texto -completó Virgilio.
– Pero ¿quién es? ¿Dónde está? -Neirs repasó la habitación con la mirada, como buscando al misterioso autor-. ¿Cómo podemos saber quién ha escrito todo esto?
– ¿Cómo? -coreó su acólito, animándome a responder.
– Mirando en la solapa -dije.
Ambos asintieron con simétrica felicidad.
– La mujer desconocida, la repetición de la frase «repleta de fantasía», el poema de Grisardo… -enumeró Neirs-. ¡Cada uno de estos textos podría significar tantas cosas!…
– Desde una pura ficción hasta un error gramatical -dijo Virgilio.