– Pero, claro, no somos tan importantes como Juan Cabo. Nosotros trabajábamos para usted, ¿no lo sabía? ¿Se da cuenta de la cantidad de gente que trabaja para escritores como usted? -Alzaba cada vez más la voz, como si escucharse a sí mismo lo enfadara-. ¿Piensa en ellos en algún momento? ¿Le importan un carajo?… «Negros», correctores de pruebas, impresores… y los que hacemos el trabajo más sucio, modelos de escritores a tiempo parcial… ¿O acaso creía usted que Musa era la única?… ¡Mire a su alrededor y nos encontrará por todas partes! ¡Nos disfrazamos como nos exigen y hacemos lo que nos ordenan!… ¡Incluso a veces nos permiten escribir, como a mí, pequeños poemas! ¿Sabe lo que es ganarse la vida? ¿Lo ha sabido alguna vez, o se lo han dado siempre hecho?
Sus palabras viajaban húmedas hacia mi rostro. Desvié la vista.
– ¡Ni siquiera podemos desempeñar bien nuestro oficio! ¡Pero la culpa no es nuestra, sino de la miseria de vida que llevamos! ¡Ya sé que usted me reconoció ayer en el Parque Ferial, y que el plan estuvo a punto de fracasar! ¿Pero sabe por qué ocurrió eso? ¿Lo sabe? -Y alargó el cuello para espetármelo-. ¡Porque soy un pluriempleado!
A continuación, sin embargo, escogió un tono extrañamente tranquilo, como si hubiera decidido que ya se había desahogado lo suficiente. Era la forma de hablar que yo ya conocía, sus «hums» habituales, el lenguaje dubitativo de su llamada telefónica. Volvía a ser el gris Grisardo.
– Modelo de escritores, «negro» de editorial, hombre anuncio… Todo eso soy yo, y muchos otros como yo… En mi tiempo libre… hum… soy poeta. Lamento haberle engañado, si es eso lo que le molesta… ¡Pero quiero que lo sepa: lo hago por necesidad!
– ¿Dónde están? -dije-. Salmerón y Neirs -agregué al no obtener respuesta-. Usted acaba de verlos, ¿no? Ha venido a cobrar, ¿verdad? ¿Dónde están?
– En el despacho del fondo -murmuró. Había regresado a la adolescencia por completo. Era como si su capacidad de madurar residiera, mágicamente, en sus gritos.
Me alejé de Grisardo y recorrí el pasillo hasta encontrar la puerta. Entré sin llamar.
El despacho era inmenso, y a través de sus ventanas se dominaba el Recoletos nocturno. Atisbé a Salmerón sentado en la lejanía, tras un gigantesco platillo volante en forma de escritorio que resultó ser -lo comprobé al acercarme-una versión bastante aceptable, en metal cromado, del símbolo del yin y el yang. A mi derecha, en una butaca giratoria, cruzaba las piernas y fumaba Horacio Neirs. En el lado opuesto, un joven vestido de negro se dedicaba a depositar en una pequeña caja blanca las piezas de un juego de ajedrez. Apartado de aquel trío y ocupando una mesa más pequeña y repleta de ordenadores, se hallaba un individuo calvo y delgado con aspecto de funcionario. Fue éste quien se levantó, sonrió y avanzó como si levitara sobre la tersa moqueta oscura. La habitación olía a maderas nobles.
– Soy el secretario personal del señor Salmerón. ¿Tendría la bondad de sentarse, señor Cabo?
Me indicaba un amplio sillón frente al escritorio. No le hice caso y permanecí de pie. Clac. Otra pieza fue a parar a la caja. Entre ésta y Salmerón se hallaban los folios que Neirs se había llevado de mi casa.
– Acaban de leerme algunos párrafos escogidos de tu personaje. Te felicito, hijo. -Mi editor se aplastó los blancos cabellos con una mano de dedos anillados. Vestía un frac de solapas anchas y se ahorcaba con una grotesca pajarita de colores; en el ojal, como un tumor irisado, estallaba una orquídea.
– Muchas gracias -dije.
– Percibo cierto reproche en tu voz. -Enarcó las cejas-. ¿Te molesta haber participado en nuestra gran novela?
Por un momento no supe qué contestar. «¿Que si me molesta? -pensaba-. ¡Sería capaz de matarte con mis propias manos!» La expresión de Salmerón era la de un bromista atrapado in fraganti al final de una fiesta de cumpleaños.
– Oh, vamos, hijo, en cuanto recuperes la memoria volverás a quererme. Tuvimos que hacerlo así para que partieras de cero. No es mala idea, ¿eh? Escritores amnésicos y sometidos a presión durante dos o tres días, con el fin de que elaboren obras maestras en el menor tiempo posible… En la actualidad…
Y me lanzó un discurso sobre la idea general de que «rapidez» y «perfección» eran sinónimas en nuestro tiempo. No valía la pena pasar toda una vida buscando el tiempo perdido o inmerso en la guerra y en la paz: las creaciones literarias, ante todo, tenían que ser inmediatas, sin menoscabo de la calidad.
– Sin menoscabo -puntualizó el secretario como un eco, o eso fue lo que entendí, porque otra opción válida podía ser: «Sin el señor Cabo».
¿Cómo conseguirlo? Es decir, ¿cómo lograr que un escritor conciba, en poco tiempo, un personaje perdurable? Obligándolo a que trabaje a ciegas -Salmerón se deleitó con la palabra-, bajo presión; haciéndole creer que su obra nada tiene que ver con el vulgar mundo de editoriales y libros sino que servirá para obtener algo sagrado, alcanzar una meta elevada, salvar una vida, etc. Arrancarle la obra del alma, por así decirlo -ésta fue la expresión que empleó-, impedir que cayera en la cuenta de que su labor -escribir- no era otra cosa que inventar mentiras a cambio de dinero.
– El método está patentado -advirtió-. Ya se practica con éxito en varios países.
Clac. Y otra pieza en la caja.
– ¿Quién es Ovidio? -inquirí al observar que Salmerón se disponía a proseguir su discurso.
El secretario, desde su sitial electrónico, comenzó:
– Un poeta latino nacido en el siglo…
– Cállate -le ordenó Salmerón. Y volvió a sonreír al dirigirse a mí-. Ovidio no era nadie. Si quieres saberlo, el texto de Repleta de fantasía fue redactado por Virgilio Torrent, el ayudante del señor Neirs. Los textos de La Floresta los compuso Felipe, el encargado del restaurante, que gustosamente se ofreció a hacer de «negro» para nosotros. Autores como la pobre Rosalía Guerrero no participaron directamente, pero accedieron a que modificáramos algunos párrafos de sus obras. Todo fue planeado para que creyeras que te enfrentabas a un misterioso psicópata con el fin de salvar a esa mujer.
Cerré los ojos y la vi de nuevo. Su imagen, su camafeo: la espalda desnuda, el moño castaño claro. Reuní fuerzas para hacer la pregunta que más temía.
– ¿Y ella? ¿Y la mujer de mi párrafo?
– Está aquí. -Salmerón puso la mano sobre los folios-. La has inventado tú, hijo. Natalia Guerrero, 35 años, doctorada en filología clásica y escritora, nacida en Ciudad Real, bajita, delgada, cara de huevo, gafas redondas, pelo castaño, ojos grandes… Su madre, alcohólica, murió cuando ella tenía 17 años. Su padre era un individuo silencioso y poco dado a la ternura. La relación con su abuelo Gaspar es la más agradable que ella recuerda. Vive sola en una casa de Mirasierra y se dedica a escribir. Su padre fallece el año pasado y ella se deprime. Después intenta quitarse la vida con el coche. Me gusta. -Entrelazó sus gruesos, anillados dedos-. Te ha salido una mujer bastante real. Por eso era imprescindible que la señorita Musa Gabbler te traicionara, hijo: para que tú rechazaras apariencias como la suya a la hora de crear a tu personaje. No deseábamos mujeres «de novela», ¿comprendes?… Queríamos a un ser humano normal y corriente, alguien con quien el lector pudiera identificarse.
Ella no existe, decía mi cerebro, sordo a la mayoría de las palabras de Salmerón. Ella no existe. Ella no…
– Tú eras un ratón en un laberinto. Tenías que hallar la salida por ti mismo. Pero nosotros te ayudábamos bloqueándote pasillos cegados; y, a veces, despejándote nuevos corredores. Como cuando te llamé el viernes para que te fijaras en el anuncio de nuestra revista y, al mismo tiempo, advirtieras el de Horacio Neirs y acudieras a él. O cuando te tentamos en el Parque Ferial para impulsarte a que cogieras el libro de Rosalía Guerrero. O cuando hicimos que te siguiera un modelo de escritores, Adán Nadal, para ayudarte a construir al padre de tu personaje… Modelos y escritores: ésa ha sido siempre la fuente de todas las novelas. Lo que ocurre es que en épocas pasadas era el modelo quien lo ignoraba todo. Ahora es el escritor el que no sabe nada. Reconozco que el plan resulta un poco caro, pero lo amortizaremos pronto. ¿Sabías que la primera entrega de Madrid en tiempo real se está vendiendo muy bien? -Y, con espectacular simetría, el joven vestido de negro y el secretario sonrieron. Salmerón, que no los veía pero presentía sus sonrisas, los imitó-. ¿Sabes por qué? Porque el público disfruta con la forma en que ha sido realizada: los escritores montando guardia toda la noche, copiando cada suceso que ven… Hoy día, el lector goza mucho más de la solapa que del texto. Es el síndrome del Cómo se hizo, ¿comprendes? Al público le encanta destripar el juguete para ver cómo funciona. Nosotros, en realidad, no vendemos libros: vendemos solapas, hijo. Cuando tu personaje se publique, contaremos cómo fue planeado todo, y te aseguro que las ediciones se agotarán con rapidez…