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Y lanzó una risita de satisfacción mientras sus dedos tamborileaban sobre la mesa. El joven del traje negro cerró la tapa de la caja. Recostado sobre la butaca giratoria, Neirs dijo:

– Acláreme una cuestión, señor Cabo: ha sido mi ayudante quien lo ha traído hasta aquí, ¿no es cierto?

El joven depositó la caja en una estantería lacada, como si se tratara de un adorno. «Cuando termina el juego las piezas se guardan», pensé mientras lo contemplaba. Ni siquiera me molesté en responder a Neirs.

– Lo hizo por despecho -comentó el detective asintiendo con la cabeza, como si yo hubiera replicado algo-. Quería pertenecer a la plantilla de escritores de la editorial, pero…

– De cualquier forma, ya no importa, Horacio -dijo Salmerón. Y tras un breve silencio-: Vamos, hijo, no te pongas así. Vas a ganar mucho dinero con esto. ¿Quieres comprobarlo? Luis -el secretario giró como un resorte y lo miró-: alcánzame una copia del contrato del señor Cabo.

Se escucharon fugaces pasos de duende sobre las teclas; después, rumor de avispas. La impresora sacó la lengua, blanca y rectangular. En cuestión de segundos, el papel estaba en manos de Salmerón.

– Tú aceptaste y firmaste estas condiciones. Fuiste informado de todo: que se te ingresaría en una clínica para someterte a un tratamiento que te dejaría amnésico temporalmente, que fingiríamos un accidente de tráfico… Toma, Luis. Entrégaselo para que lo lea.

Examiné aquel pacto con el diablo. Mi firma, bajo el epígrafe «El Autor», era idéntica a la que había hecho cuando le dediqué el libro a Huevo Duro, semanas atrás.

– Dios mío -dije.

– ¿Qué quieres? -bromeó Salmerón.

– No es la primera vez que un escritor utiliza drogas para inspirarse, señor Cabo -apuntó Neirs, probablemente bromeando también.

– ¿Usaste, tal como suponíamos, la libreta que te entregamos en la clínica? ¿Los «Sucesos» y «Personas»? -preguntó Salmerón. Mi silencio debió de parecerse, sin duda, a una afirmación, porque dijo-: ¡Ah, ha sido perfecto! ¡Todas las piezas encajadas al milímetro! ¿Y qué ha surgido? ¿Qué ha nacido en el Madrid de esta gigantesca novela que ahora otros continuarán? ¡Natalia Guerrero, la protagonista!

Un enorme helicóptero se deslizó por encima del secretario en un silencio de cetáceo, sobre el Madrid nocturno de las ventanas.

– Ella no existe -dije. Las palabras se convirtieron, dentro de mi boca, en un puñado de amarga saliva que hube de tragar.

– Te equivocas: claro que existe, hijo. Es tu creación.

– No, la tuya -repliqué.

– Tú hiciste lo que quisiste, Juan.

– Tú me obligaste a hacer lo que querías. Ella es tu producto personal.

– El párrafo del ordenador se te ocurrió a ti -reveló Salmerón con calma.

– Pero me lo dictaste tú, estoy seguro.

Mis ojos se hallaban tan ciegos como los suyos en aquel momento. Proseguí, con gélida furia:

– He estado buscando lo que tú querías que buscara desde el principio. He capturado una presa que tú mismo fabricaste… Natalia es tuya. Me has obligado a crearla así, sin atractivo, solitaria, enfermiza…

– Ella ya no nos pertenece, hijo. Los personajes viven su propia vida cuando son creados. -Salmerón hizo una seña. El joven que había recogido las piezas extendió la mano y una flor índigo de un solo pétalo brotó de sus dedos, como la sorpresa de un mago, encendiendo el cigarrillo con boquilla de su jefe.

– He vivido pensando en ella -dije-, obsesionado con ella…, viéndola en mi imaginación…

– Eso era lo que queríamos que hicieras. En realidad, es lo que hacen todos. La única diferencia es que tú no sabías que ella era ficticia. Creías en ella. Lo cual, bien mirado, constituye un requisito indispensable para la perfecta creación de un personaje.

Me acerqué a la ventana. La ciudad había mutado: ya no era Madrid sino una compleja babilonia de lágrimas y luces. Quizá se trataba de Nueva York. Parpadeé, y los rascacielos se derritieron goteando pequeñas ventanas iluminadas, como barras de hielo negro.

– Me hago cargo de la dificultad del momento por el que atraviesa, señor Cabo -dijo Neirs a mi espalda-: se había hecho la ilusión de que esa mujer existía. Pero ¿por qué depositó sus esperanzas en la literatura? Ya le dije que, a falta de una solapa, nada de lo que se escribe es real… A usted le ha ocurrido lo que a cualquier lector incauto: ha leído una serie de textos ficticios, ha fabricado sueños breves con ellos, y ahora, a punto de terminar el libro, se siente defraudado…

– Eso es lo que usted piensa, ¿verdad? -dije, volviéndome repentinamente-Es lo que piensan todos, ¿no es cierto?

– ¿Y qué otra cosa vamos a pensar, hijo? -intervino Salmerón-. La literatura es un negocio… Uno escribe un libro; otro lo vende; otro lo compra, lo lee y se distrae. El libro se cierra, se deja en el estante y la vida cotidiana regresa. Y punto. No hay nada más. Un libro no es un ser humano.

Los miré (a Salmerón, a Neirs, a los lacayos) y me parecieron tan pálidos, tan pequeños, tan definibles, que me entraron ganas de reír.

– ¡Ninguno de ustedes vale una sola palabra en un papel! -dije. Me dirigí a la puerta.

– ¿Adónde vas? -preguntó Salmerón.

– A continuar el juego.

El editor ciego se removía en su lejano asiento.

– ¿Qué piensas hacer?

«Escribir», contesté mientras me marchaba (no sé si me oyó).

Al llegar a la calle, observé que el coche de Virgilio había desaparecido. «Virgilio, pequeño, guía -pensé-. Da igual. ¡Que se vaya! ¿De qué iba a servirme ahora? Mi propio guía, mi pequeña pero útil inspiración… Ya cumplió su objetivo.» Después llamé a un taxi. Mientras regresaba a casa percibí el húmedo dolor en mi sien izquierda. Me palpé. Era el golpe que me había propinado Grisardo. Estaba sangrando. «No importa. Este golpe también entrará en el juego»

Se me había ocurrido la idea más extraña que puede ocurrírsele a un escritor.

Se trataría de mi venganza personal contra Salmerón.

XV LO QUE ESCRIBIÓ NATALIA GUERRERO