– Supongo que conocen al célebre escritor Juan Cabo, autor de Tenue encuentro y ganador del Bartleby El Escribiente… Este pequeño lío ha comenzado con él, y quizá él pueda ayudarnos a aclararlo… Señor Cabo, ¿tendría la bondad de venir y explicarnos por qué ha sucedido esto?
Un pasillo de espectadores me dejaba el camino expedito hacia la mesa de Modesto. Avancé repartiendo falsas sonrisas como repartiría bendiciones un prelado simoníaco. «Salmacis. Publica en Salmacis», corría el murmullo de boca en boca, a mi paso.
– Cuente, señor Cabo, cuente -pidió Felipe cuando llegué junto a él-. Hable con franqueza…
El público, tan diverso, aguardando mi historia. Aquí, el hombre bizco y cetrino, de corbata negra con topos blancos. Allí, la mujer de mejillas gruesas, pelo revuelto y gafas tristes. O el camarero de semblante agresivo. O Parra, mudo y avinagrado. O Modesto, mascullando su rabia en un rincón. Dispuestos a oír lo que yo tenía que contar. Pensé que era la misma situación de siempre: los lectores y el autor. Pero en este caso era necesario decir la verdad.
– Bueno, yo… En realidad, busco a una mujer. Y me detuve para aclararme la garganta, porque en la última frase, mi voz, consumida por la tensión, había perdido gravedad, se había aflautado súbitamente y había sonado como si una mujer dijera: «Busco a una mujer». Lo difícil fue el comienzo. Después, todo surgió en una misma línea verbal. Hablé del accidente, de la amnesia y de la mujer del párrafo, a la que describí con los detalles que conocía. No aclaré por qué la buscaba con tanto denuedo (yo mismo lo ignoraba a veces). Pura curiosidad, dije. Hice referencia a mis cuartillas y, entre aleteos de murciélago, las saqué de la carpeta. Risas cordiales saludaron mi breve lectura del párrafo del oso. Hablé de Fárrago y de mi decepción al conocer sus notas, que también leí. ¿Alguien la recordaba?, pregunté. ¿Alguien había estado la noche del 13 de abril y había reflejado en sus papeles, o retenido en su memoria, a aquella mujer? La gente intercambió miradas que reflejaban, en imágenes, mi pregunta. No hubo respuesta.
– Me sucede algo muy tonto, tontísimo -proseguí-. Soy escritor, de modo que no puedo fiarme de lo que escribo. ¿Quién sabe si lo que redacté ayer lo inventé o lo viví? Y si no lo viví, ¿hasta qué punto lo inventé? Amnésico como estoy, compréndanlo, las palabras por sí solas no bastan… Mi profesión, en este caso, es un obstáculo… Ahora bien -continué tras una pausa-, estoy convencido, señores, de que el párrafo de mi libreta es real. Quiero decir… Las frases son muy… El empleo de los verbos… ¡Bueno, cualquier lector opinaría lo mismo que yo, créanme! Por otra parte, ni mi cuartilla ni la del señor Fárrago pueden considerarse pruebas terminantes de que esa mujer no estuvo aquí: son textos que admiten muchas interpretaciones… ¡De hecho, ni Fárrago ni yo nos ponemos de acuerdo sobre ellos!
Concluí pidiendo disculpas por las molestias ocasionadas. Al finalizar percibí que el silencio contenía un matiz de piedad. Gaspar Parra, digno, tomó las riendas de la réplica.
– Se ha explicado usted con prístina claridad, señor Cabo. Pero, por lo que he podido escuchar, y disculpe si le llevo la contraria, los textos declaran abiertamente que la mesa estuvo vacía toda la…
– Yo no escribí eso -terció Fárrago, desabrido-. ¡Alguien ha imitado mi letra!
Parte del público le concedió el beneficio de la duda. ¿Hasta qué punto se hallaban seguras las obras de los clientes? ¿Se guardaban bajo llave? ¿Una mano negra, provista de las peores intenciones, podía dedicarse a sustituirlas o modificarlas por la noche? Se pergeñaba otra discusión. Felipe salió en paladina defensa del negocio: la habitación de los cuadernos era intocable; la virtud de los camareros, probada. Pero, aun así…
Entonces Parra soltó su voz como quien se deshace de la última ficha de dominó.
– Caballeros, hagamos algo. Si no he entendido mal, el problema consiste en saber si hubo una mujer sentada en la mesa 15 la noche del 13 de abril. -Varias cabezas asintieron-. Antes que nada, aclaremos un punto. ¿El señor Cabo pudo equivocarse de mesa? ¿Pudo ser la 14 o la 18?
Expliqué que mi párrafo decía: «Ella ocupa una mesa solitaria frente a la mía». Indiqué el lugar donde se suponía que yo había estado. Mencioné la prueba de los laureles. La única posibilidad, coincidieron todos, era la 15. Felipe intervino entonces para señalar que no existían resguardos de factura ni cuartillas pertenecientes a la mesa 15 en la noche indicada: lo había comprobado un momento antes. Sólo los textos y la memoria podían despejar la incógnita, y como quedaba claro que nadie recordaba a aquella misteriosa mujer, los textos se convertían en la prueba decisiva.
– Muy bien -dijo Parra y comenzó a pasear frente al público, como un profesor célebre dictando una clase-. El señor Cabo ha dicho una frase muy inteligente: «Soy escritor, y por lo tanto no puedo fiarme de lo que escribo». Le doy la razón. Por otra parte, el señor Fárrago, aunque no es profesional, también puede ser considerado una pluma ilustre. La posibilidad de que ambos párrafos sean simple literatura… Por favor, Modesto, no me interrumpas… Digo que la posibilidad de que sean ejercicios literarios es muy grande, porque sus autores son expertos en la materia. Pero yo, amigos, sólo soy un pobre aprendiz que pretende distraerse… -Se detuvo y sonrió-. Por otra parte, sabido es que las mujeres no se me pasan desapercibidas… -Hubo risas, pero Parra fruncía el ceño-. Debo aclarar, no obstante, que mis escritos son un entretenimiento artístico… Me considero devoto admirador de la figura femenina: éste es mi único vicio…
– Y un huevo. -sonó la voz de carraca de Modesto. Silbidos indignados lo mandaron callar. Era evidente que el público había perdonado a Parra a costa de sentenciar al anciano.
– Propongo leer mi descripción de la mesa 15 -continuó el orador sin inmutarse-. Porque yo estuve aquí esa noche, y puedo asegurarles que, si hubo una mujer en la mesa indicada, yo no la habré transformado literariamente en adorno o en mueble… -Nuevas carcajadas. Parra me señaló-. Pero todo depende del señor Cabo. -Y se volvió hacia mí sin descolgar la sonrisa-. ¿Le importaría, señor Cabo, que yo leyera mi texto? En otras palabras, ¿ofendería su sensibilidad escuchar una descripción… digamos, un tanto estética de esa mujer?
Los rostros, como girasoles, buscaron el mío. Hubo un silencio.
– No, no -dije-. Claro que no.
Parra dio instrucciones. Un camarero salió y regresó casi enseguida. Los murmullos se extinguieron como la luz del atardecer en un cementerio. Fárrago, a mi lado, susurraba:
– No deje que lea nada. Disfruta con eso, ahí donde lo ve. ¡Es un vicioso!
Yo me golpeaba la nariz con el pulgar.
– ¡No sólo las desnuda: abusa de ellas! ¡No le permita leer, por lo que más quiera!
La expectación era enorme. Pensé en un mundo de muertos, un reino subterráneo con figuras pálidas y mudas -yo, la más blanca y silenciosa-. Parra abrió la carpeta que el camarero le había entregado y fue pasando las páginas. Se había colocado unas gafas de lectura tan escuálidas como él. El rumor del papel sonaba como el frufrú de un traje de novia en la noche de bodas. Alguien dijo, en voz alta: «Ya puestos, ¿por qué no lees todas las mesas?». Las carcajadas aliviaron la tensión, pero se me antojaron falsas. El silencio, que retornó de inmediato, parecía la única verdad. Las páginas seguían pasando, un poco más lentas que los segundos. En un momento dado, los dedos se equivocaron (habían cogido dos juntas), se dirigieron a la lengua para humedecerse, acariciaron el borde de las hojas y las separaron con terrible delicadeza. La morosidad de Parra me exasperaba. «¡Lea lo que quiera, pero acabe de una vez!», pensaba. Súbitamente percibí que había llegado a la meta. Se detuvo. En su semblante no encontré indicios del texto que descifraba. Mi ruego se hizo más apremiante; también ligeramente distinto: «¡Lea lo que le dé la gana, sea obsceno si quiere, pero, por favor, dígame que ella existe!».