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– ¿Qué pasó entre Jack y tú en quinto? -le preguntó.

Una soñadora sonrisa se instaló en los labios de Sylvia y ambas se volvieron hacia Jack, que estaba pidiendo una cerveza en la barra.

– Vamos, dímelo -inquirió Daisy.

– Me pidió que le enseñase el culo.

«¿En quinto?» En quinto Jack, Steven y ella no jugaban a médicos, jugaban con coches de la NASCAR.

– ¿Cómo?

– Me dijo que él me enseñaría el suyo si yo le enseñaba el mío.

– ¿Eso fue todo?

– No tengo hermanos y él no tiene hermanas. Sentíamos curiosidad. No pasó nada malo. Fue muy amable.

Nunca había sospechado que cuando se aburría de las estadísticas de los pilotos de carreras, Jack se iba por ahí a verle el culo a otras chicas. Se preguntó qué otras cosas desconocería de él.

– No me digas que has sido amiga de Jack Parrish durante todos estos años y nunca le has enseñado el culo…

– En quinto, no.

– Cariño, tarde o temprano, todo el mundo le enseña el culo a Jack. -Se pasó la mano por su abultado vientre-. Es sólo cuestión de tiempo.

Cuando Daisy tenía diecisiete años prácticamente tuvo que suplicarle que le echase un vistazo a su trasero. Si mal no recordaba, las palabras exactas de Jack fueron: «Para, Daisy. No suelo liarme con vírgenes.» Pero lo hizo, y empezaron a mantener una salvaje relación sexual a escondidas de todo el mundo. Incluso de Steven. Especialmente de Steven. Fue algo alocado, emocionante e intenso. Un viaje por el amor, los celos y el sexo… que acabó como el rosario de la aurora.

De repente, recuerdos que llevaban mucho tiempo enterrados revoloteaban por la cabeza de Daisy. Recuerdos inconexos. Una extraña mezcla de imágenes y caóticas emociones, como si alguien los hubiera encerrado todos juntos en una caja y hubiesen estado esperando todos eso años a que se abriese la tapa par poder salir en estampida.

Recordó su propia boda. Steven y ella en el ayuntamiento. Su madre y los pares de Steven junto a ellos. Steven apretándole la mano con fuerza para que dejase de temblar. Había estado enamorada de Steven Monroe desde mucho antes de casarse. Tal vez no se trataba de un amor arrollador. Tal vez no lo necesitaba como se necesita una droga, pero se trataba de un amor eterno, de los que nunca mueren. El amor que siempre había sentido por Steven era cálido y reconfortante, parecido a lo que uno siente al acurrucarse ante la chimenea de su salón después de llegar a casa muerto de fío y de cansancio. Era un amor de los que no se agotan, y así fue hasta el día en que Steven falleció.

Recordaba el viaje en coche que hizo con Steven para comunicarle a Jack que se habían casado. El embarazo le produjo nauseas, y al pensar en lo que iban a hacer se le formó un nudo en la garganta. Empezó a llorar incluso antes de enfilar la calle de Jack. De nuevo, Steven le apretó la mano.

Steven y ella habían pasado por muchas cosas juntos y todos esos avatares los habían unido aún más. Los primeros años de su matrimonio, mientras Steven seguía estudiando, fueron tiempos económicamente muy duros. Pero cuando Nathan cumplió cuatro años, Steven encontró un buen trabajo y decidieron tener otro hijo. Steven, sin embargo, tenía una baja producción de esperma. Lo intentaron todo, pero nada funcionó. Tras cinco años de pruebas, decidieron seguir adelante con sus vidas y disfrutar con lo que tenían.

El salón se oscureció de repente y Daisy se sentía atrapada por el pasado. Un foco iluminó el centro de la pista de baile y ella intentó con todas sus fuerzas apartar aquellos pensamientos de su mente. Jed y los Rippers empezaron a tocar y Jimmy y Shay bailaron su primer baile como marido y mujer.

Cuando Daisy había decidido volver a Lovett para contarle lo de Nathan a Jack no había tenido en cuenta los recuerdos. Ni siquiera era consciente de que esos recuerdos estaban ahí, enterrados en su memoria, dispuestos a salir a la luz a la mínima oportunidad.

Daisy se alejó de la pista de baile y dejó la copa vacía sobre una mesa. Se encaminó hacia el servicio que había junto a la barra y, mientras se lavaba las manos, se miró en el espejo. Ya no era una chica asustada con el corazón roto. Era mucho más fuerte que en su época de adolescente. No estaba allí para rememorar su pasado, pero tampoco iba a evitar los recuerdos. Estaba allí para contarle a Jack todo lo referente a Nathan. Quería pedirle disculpas y esperaba que él entendiese sus motivos. Sin embargo ahora tenía bastante claro que Jack no sólo no iba a entenderlo sino que no tenía intención alguna de ponérselo fácil. Aun así, debía hacer lo correcto. No quería seguir manteniéndolo en secreto.

Se retocó el carmín de los labios y metió el pintalabios en el bolso. No le importaba que Jack se pusiese hecho una furia. Incluso puede que ella se lo mereciera, pero sobreviviría a sus embestidas. Había tenido que lidiar con lo peor que podía reservarle la vida y nada de lo que hiciese Jack sería tan duro como eso.

Daisy se detuvo en la barra del bar y pidió una copa de vino; después se dirigió de nuevo hacia la mesa nupcial.

Jack estaba de pie en el salón principal, apoyándose con el hombro en la pared. Sujetaba el teléfono móvil con una mano; la otra la tenía metida en el bolsillo. Alzó la mirada y vio que Daisy se acercaba a él.

– Muy bien -dijo por el teléfono-. Te veré el lunes por la mañana, a primera hora.

El primer impulso de Daisy fue pasar de largo a toda prisa, pero en lugar de eso se detuvo.

– Hola, Jack.

Él cortó la comunicación y se metió el teléfono móvil en el bolsillo.

– ¿Qué quieres, Daisy?

– Nada. Sólo me muestro cordial.

– Yo no quiero ser «cordial» contigo. -Jack se apartó de la pared y sacó la mano del bolsillo-. Pensé que lo había dejado suficientemente claro anoche.

– Oh, sí. -Daisy bebió un sorbo de vino y le preguntó-: ¿Cómo está Billy? -Prácticamente todo lo que recordaba del hermano de Jack eran sus brillantes ojos azules y su cabello rubio.

Jack miró hacia el salón por encima de la cabeza de Daisy.

– Billy está bien.

Ella esperó a que completase la breve explicación, pero no lo hizo.

– ¿Está casado? ¿Tiene hijos?

– Sí.

– ¿Dónde está Gina? -Miró a Jack directamente a los ojos; en ese momento parecían más grises que verdes, tal vez debido al reflejo del traje.

– En el Slim Clem’s, supongo.

– ¿No ha venido a la boda?

– No la veo por aquí.

Bebió otro sorbo de vino. Iba a ser amable con él aunque le costase la vida. O aunque tuviese que matarle.

– ¿No la has traído contigo?

– ¿Por qué tendría que haberlo hecho?

– ¿No es tu novia?

– ¿Qué te ha hecho pensar eso?

Ambos sabían lo que le había llevado a pensarlo.

– No sé, tal vez que anoche llevaba puesta una de tus camisas… y nada más.

– En eso te equivocas. También llevaba un tanga de encaje. -En su boca se dibujó una leve sonrisa de medio lado; el muy imbécil estaba intentando provocarla-. Y en el rostro una sonrisa de satisfacción. Te acuerdas de esa sonrisa, ¿verdad, Daisy?

No iba a perder la calma, era justo lo que él quería.

– No seas engreído, Jack Parrish. No eres tan memorable.

– ¡¿De qué hablas?! Yo me refería a la sonrisa de Gina. -Sonrió entonces abiertamente y junto al rabillo de los ojos se le formaron pequeñas arrugas de expresión-. ¿A qué te referías tú, florecita?

Ambos sabían que no se había referido a la sonrisa de Gina.

– No has cambiado nada desde el instituto. -Daisy le dedicó una mirada fulminante y decidió alejarse antes de perder la calma y decirle algo de lo que tal vez se arrepintiera después. Algo como que ya era hora de que creciera.