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Jack la miró mientras se alejaba. Su sonrisa se esfumó y fijó la mirada en el cabello rubio, liso y suave de Daisy, luego en la parte trasera del vestido rojo y finalmente en sus nalgas y sus muslos. ¿Quién demonios se creía que era para juzgarle? Adquiría la costumbre de acostarse con él, le juraba amor eterno y luego se casaba con su mejor amigo la misma semana en que habían fallecido sus padres. Tal como él lo veía, algo así sólo podía hacerlo una zorra sin corazón.

Daisy desapareció en el salón y Jack esperó unos segundos antes de seguirla. Ahora, con treinta y tres años, Daisy estaba mucho más guapa que a los dieciocho. Había podido comprobarlo la noche anterior, en la cocina de su casa, y también en ese mismo instante. Seguía teniendo el pelo de un rubio radiante, pero ya no lo llevaba largo rizado e inmovilizado por la laca. Ahora lo llevaba liso y le daba un aspecto muchísimo más sexy. Había crecido un par de centímetros, debía de medir un metro setenta, pero seguía moviéndose como si todavía fuese la reina del Festival de la Rosa de Lovett. Sus grandes ojos tenían aún aquel tono caoba, pero habían perdido el punto de inocencia y pasión que en otros tiempos tanto le había fascinado.

Jack recorrió el pasillo y entró al salón. Marvin le detuvo para comentarle algo relativo al Ford Fairlane del 67 que acababa de comprarse.

– Conserva el 427 original -le dijo mientras Jed y los Rippers tocaban una canción de Jim McGraw que hablaba de una chica en minifalda.

Como si de un imán se tratase, la mirada de Jack acabó encontrando a Daisy. Estaba en un costado del salón charlando con J.P. Clark y su esposa, Loretta. Aunque no era muy ceñido, el vestido rojo de Daisy destacaba las marcadas curvas de su anatomía. Apenas había ganado peso. No tenía los muslos fofos ni el trasero flácido, y eso, paradójicamente, suponía un gran problema para Jack.

Durante años había logrado olvidarse de ella y de Steven. Los había enterrado en su recuerdo y había seguido adelante con su vida. Pero ahora ella estaba allí, desenterrándolo todo con su mera presencia.

Cal Turner se acercó a ella y Daisy lo siguió hasta el centro de la pista de baile. Todos sabían que Cal era un depravado y que probablemente interpretaría la presencia de todos esos botones en el vestido de Daisy como una invitación a desabrocharlos. Tal vez era eso lo que ella deseaba; ligar con Cal. A Jack no le importaba. No era cosa suya.

– Hay que cambiar la capota de vinilo -dijo Marvin, y a continuación se puso a hablar del interior del coche.

Cal cogió a Daisy por la cintura y ella le sonrió. Los destellos de la bola de cristal le acariciaron las mejillas y también el pelo. Sus labios rojos se abrieron al reír. Daisy Lee Brooks, la fantasía de cualquier mente calenturienta del instituto Lovett, había vuelto a la ciudad, atrayendo todas las miradas y creando falsas esperanzas con una simple sonrisa.

Hay cosas que no cambian nunca.

Pero ahora ella ya no era Daisy Lee Brooks, sino Daisy Monroe, y tenía un hijo. Un hijo de Steven. Jack no sabía decir por qué, pero eso le había sorprendido. No debería haber sido así. Por supuesto que tenían un hijo. Si se paraba a pensar en ello, lo verdaderamente asombroso era que sólo hubiesen tenido uno.

De forma inesperada e indeseada, le vino a la memoria el recuerdo del vientre plano de Daisy. Recordó cuando besaba su piel desnuda, justo por encima del ombligo, con los ojos clavados en su rostro, el destello de pasión que se encendía en sus ojos mientras él, poco a poco, iba descendiendo, fijando la mirada en sus labios húmedos y ansiosos.

– Perdona -le dijo a Marvin cuando empezó a hablar apasionadamente de los dos carburadores del Ford.

Jack caminó hacia la puerta y salió del salón. Recorrió el pasillo y salió fuera del club de campo. El suave aire de aquella noche de junio le acarició el rostro. El zumbido de los insectos rompía el silencio. Había una especie de laguito a la derecha de Jack y las luciérnagas destellaban, como luces navideñas, sobre el campo de golf. Le atrapó el recuerdo de Steven, Daisy y él mismo cazando luciérnagas. Fue antes de que los insecticidas redujesen de forma drástica el número de insectos, cuando todavía era relativamente sencillo meterlas en tarros de cristal. Steven, Daisy y él se colocaban las luciérnagas en los brazos, y el rastro fluorescente que dejaban no desaparecía hasta al cabo de diez minutos.

Jack sacó un puro del bolsillo superior y caminó hasta un murete de piedra que estaba más allá de las luces del club. Se sentó y retiró la vitola del puro. Se lo llevó a la boca y empezó a palparse los bolsillos en busca de las cerillas que había comprado en el estanco. No solía fumar, pero de vez en cuando se daba el lujo de comprar un buen puro.

No encontró la caja de cerillas, por lo que tuvo que devolver el puro al bolsillo de donde lo había sacado. La luz que provenía de las ventanas del restaurante se reflejaba en el agua del lago. Se pasó la mano por el pelo y apoyó la cabeza en la pared para observar la noche. Su vida no estaba nada mal. Tenía más trabajo del que podía abarcar y ganaba mucho más dinero del que necesitaba. Se había hecho cargo de Clásicos Americanos Parrish y había ampliado y mejorado el negocio mucho más de lo que su padre se habría atrevido nunca a soñar. Tenía una empresa y una casa. Conducía un Mustang que valía unos setenta mil dólares y una camioneta Dodge Ram con la que transportaba su yate de seis metros y medio de eslora.

Era una persona satisfecha. Entonces, ¿por qué tenía que aparecer ahora Daisy y despertar en él los recuerdos que hacía tanto que había conseguido enterrar? Recuerdos de ella y él. De Steven y él. Recuerdos de los tres.

Prácticamente desde el primer día de colegio, tanto él como Steven estuvieron un poco enamorados de Daisy Brooks. La cosa empezó como un juego inocente. Dos niños en el patio mirando a una muchachita de pelo rubio y ojos castaños. Una niña que podía jugar a béisbol, nadar y correr con ellos. La atracción que sentían por ella era algo natural y cándido.

En tercero, cuando Daisy empezó a preocuparse por saber con cuál de los dos se casaría cuando fuese mayor, decidieron conjuntamente que tendría que casarse con los dos. Vivirían en una casa que construirían en lo alto de un árbol, y Jack se haría rico y famoso como piloto de la NASCAR. Steven sería abogado como su padre y Daisy sería modelo. No habían oído hablar nunca de poligamia, y tampoco habían pensado sexualmente en Daisy. Y no porque Steven y él no hablasen de sexo. Simplemente no relacionaban el sexo con Daisy.

Pero todo eso cambió el verano entre séptimo y octavo. Daisy se fue a trabajar al rancho de su tía en El Paso, y, cuando regresó, traía consigo un par de pechos perfectos. Ya no se parecía a la niña que, delgada y lisa como una tabla, habían conocido: parecía otra. Sus piernas eran más largas. Tenía los pechos más grandes que las manos, los labios muy carnosos. Incluso su cabello parecía más brillante.

En aquella época, a Jack no le hacían falta estímulos para tener una erección. Les ocurría a todos los chicos en esa edad, así, sin más, y resultaba de lo más embarazoso; a veces en lugares tan excitantes como la clase de geometría o cuando estaba cortando el césped.

Pero aquel verano, cuando le puso la vista encima a Daisy, su cuerpo reaccionó de forma muy clara ante aquellas dos poderosas razones que se destacaban bajo su camiseta. Todos sus pensamientos se centraron en su entrepierna; fue tanta la sangre que bajó a aquella zona de su cuerpo que su cerebro casi se quedó sin riego. Daisy había ido a visitarle para hablarle del rancho de su tía, y mientras la tenía sentada a su lado, contándole que había montado a caballo y todo lo demás, él se esforzaba de lo lindo para no mirarle las tetas. ¡Menudos melones!

Aquel verano, tanto Steven como él supieron, sin necesidad de mediar palabra, que la atracción que sentían por Daisy había dejado de ser inocente. Podían notarlo. Por primera vez su amistad se enfrentaba a un serio problema. Un problema que no podría solucionarse con una disculpa o regalando una babosa.