Tiempo después hablaron de ello, de lo que sentían por Daisy. Decidieron que ninguno de los dos la tendría. Prometieron no intentar nada con ella por el bien de su amistad. Daisy quedaba fuera de su jurisdicción. Jack rompió la promesa, pero Steven fue el que acabó quedándosela.
La puerta principal del club se abrió. Como si sus pensamientos la hubiesen conjurado, Daisy salió al aire libre. Se colocó bien la cadena del bolso en el hombro y miró a su alrededor como si no recordase exactamente dónde había dejado el coche. Sus miradas se encontraron, y ella dejó los ojos clavados en él, en la distancia. La luz proveniente del club iluminaba parte de su rostro; el resto quedaba en la penumbra.
– Shay va a lanzar su ramo de novia dentro de un minuto -dijo como si se lo hubiese preguntado-. Y no tengo la más mínima intención de competir por él.
– ¿No quieres volver a casarte?
Al negar con la cabeza, el pelo le acarició los hombros.
Jack no le preguntó por qué. Le daba lo mismo. Centró la mirada en la curva de sus pechos, que presionaban la tela roja de su vestido, y lentamente la dejó caer por los botones que se sucedían a un lado.
– Esta mañana recordé mi primer día en la escuela primaria -dijo dando un paso hacia él-. ¿Te acuerdas?
Él se incorporó y la miró directamente a los ojos.
– No.
Los labios de Daisy se curvaron ligeramente hacia arriba.
– Me dijiste que el lazo que llevaba en el pelo era ridículo.
Y entonces rompió a llorar.
– Mi madre me obligó a llevarlo.
Jack pasó la mirada por su rostro, por su piel suave y perfecta, su nariz recta y sus carnosos labios rojos. Seguía siendo tan guapa como antes, tal vez incluso más, pero consiguió ahogar todo tipo de sentimiento. Ni rabia. Ni deseo. Nada.
– ¿Qué estas haciendo aquí?
Ella se acercó un poco más. Si Jack hubiera alargado el brazo habría podido tocarla. Daisy se lo quedó mirando fijamente con sus grandes ojos castaños y contestó:
– Shay me invitó a la fiesta esta mañana cuando me la encontré en Albertsons.
No era eso a lo que Jack se refería.
– ¿Por qué has venido a Lovett? ¿A desenterrar el pasado?
Ella dejó caer la mirada hasta su pecho, pero no respondió.
– ¿Qué es lo que quieres, Daisy?
– Quiero que seamos amigos.
– No.
– ¿Por qué, Jack? -Volvió a alzar la vista-. Hubo un tiempo en que fuimos amigos.
Él dejó escapar una risotada.
– ¿En serio?
Ella asintió.
– Sí.
– Yo creo que fuimos algo más.
– Lo sé, pero me refiero a antes de todo eso.
– ¿Antes del sexo?
A Jack le dio la impresión de que Daisy se sonrojaba.
– Sí.
– ¿Y también antes de que te acostases con mi mejor amigo? -Cruzó los brazos. Tal vez sí sentía algo. Tal vez todo aquello le desagradaba más de lo que había creído, pues añadió-: ¿Has vuelto para empezar otra vez desde el principio? ¿Para seguir donde lo dejamos?
Ella apartó la vista.
– No.
– Sé que no debería darme coba, pero ¿estás segura de que no quieres darte un revolcón en el asiento trasero de mi coche? -Vio que ella negaba con la cabeza, pero él no se detuvo-. ¿Ni por los viejos tiempos?
Daisy le miró a los ojos.
– Jack… -Levantó la mano y colocó los dedos sobre los labios de él-. No digas nada más.
El roce de los dedos de Daisy le pilló con la guardia baja. Captó el aroma de su perfume, pero también el de su piel. Daisy podía ponerse todo el perfume que quisiese y estar ausente durante quince años, pero su aroma no cambiaba. Incluso a los diecisiete años, cuando trabajaba en el restaurante The Wild Coyote, bajo el olor a patatas fritas y aceite, emanaba su aroma a brisa cálida de verano.
Mientras Daisy le tapaba la boca con los dedos él la miró sin moverse durante unos segundos. A veces había tenido que esforzarse para captar su aroma tras el olor a aceite, pero siempre había acabado encontrándolo. Por lo general, en la base de su cuello. Jack la agarró de la muñeca y dio un paso atrás.
– ¿Qué quieres de mí?
– Ya te lo he dicho. Quiero que seamos amigos.
Tenía que haber algo más.
– Eso nunca será posible.
– ¿Por qué?
Él le soltó el brazo.
– Te casaste con mi mejor amigo.
– Tú habías roto conmigo.
No, le había dicho que necesitaba tiempo para pensar.
– Y, para vengarte, te casaste con Steven. -No fue una pregunta, sino una constatación de los hechos.
Ella negó con la cabeza.
– No lo entiendes. No fue así.
Fue exactamente así.
– Nosotros éramos amantes. Lo hacíamos a todas horas. Pero entonces te casaste con mi mejor amigo la misma semana en que tuve que enterrar a mis padres. ¿Qué se supone que es lo que no entiendo?
Entre sombras, vio que Daisy fruncía el ceño.
– Fue una época horrible.
Jack rió con amargura.
– Sí.
– Lo siento, Jack. -Parecía realmente arrepentida.
A él le daba lo mismo que lo sintiera o no.
– No lo sientas. Fue la mejor solución.
– He vuelto porque tengo que hablar contigo.
Jack no estaba interesado en oír absolutamente nada de lo que ella pudiese decirle.
– Ahórrate el esfuerzo, Daisy -dijo mientras pasaba junto a ella camino del puente que separaba la entrada del aparcamiento.
– Ésa es la razón de que esté aquí -dijo mientras Jack se alejaba.
– Entonces has perdido el tiempo.
– No me obligues a ir detrás de ti.
Al oír esas palabras Jack se detuvo y se volvió para mirarla. Daisy tenía las manos apoyadas en las caderas y, a pesar de que no podía ver con claridad sus rasgos, distinguió su mirada. Era como mirar a la antigua Daisy.
– Estoy intentando hacerlo lo más fácil posible, pero tu no me estás dando ninguna opción. Vas a escucharme. Y si te pones desagradable, tal como tú mismo me dijiste anoche, me convertiré en la peor de tus pesadillas.
Ahí estaba la antigua Daisy. Era una mujer de carácter, peleona, con el aspecto de una chica dulce. Jack tuvo que esforzarse para no sonreír.
– Demasiado tarde, florecita -dijo mientras se daba la vuelta-. Te convertiste en la peor de mis pesadillas hace años.
Capítulo 4
Daisy guardó el vestido en el armario y se puso una camiseta roja y los pantalones cortos del pijama. Después se lavó la cara. Eran poco más de las diez y su madre ya estaba durmiendo.
Se sentó en el borde de la cama y llamó a Seattle para hablar con su hijo. En el estado de Washington eran sólo las ocho de la noche; estaba segura de que Nathan no se habría ido a dormir todavía.
Estaba en lo cierto.
– Hola, madalenita -dijo cuando Nathan respondió al otro lado de la línea tras cuatro tonos.
– Ah, mamá…
De acuerdo, no era un gran principio para una conversación, pero era estupendo escuchar su voz.
– ¿Cómo va todo?
– Estupendamente.
– Te echo de menos.
– Entonces vuelve a casa.
– Estaré ahí dentro de poco más de una semana.
– Mamá, no quiero quedarme aquí una semana más.
Había mantenido la misma conversación con su hijo justo antes de marcharse. Junie y Oliver no eran sus parientes favoritos. No es que le pareciesen horribles, simplemente eran aburridos. Especialmente para un chaval de quince años.
– Vamos, no puede ser tan malo.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Alguna vez has vivido con la tía Junie y el tío Olly el «sabelotodo»?
– Nathan, ¡van a oírte! -Por desgracia, Oliver era uno de esos hombres a los que les gusta impresionar a los demás con sus limitados conocimientos sobre cualquier materia humana. Fue Steven el que empezó a llamarlo Olly, el «sabelotodo».