– No pueden oírme. No están aquí. Me han dejado a Michael Ann y a Richie para que les haga de canguro.
Daisy aguantó el teléfono entre el hombro y la barbilla.
– Michael Ann sólo tiene un año menos que tú.
– Lo sé. Y es como un grano en el culo. Me sigue a todas partes y no deja de preguntarme tonterías.
– Lo que creo es que está enamorada de ti.
– ¡Oh, Dios mío! Eso sería horrible, mamá -respondió Nathan indignado-. ¿Cómo puedes decir eso? Es mi prima.
– Esas cosas pasan -dijo Daisy para molestarle.
– ¡Pero si no sabe ni atarse los zapatos!
Daisy se echó a reír y la conversación se centró en la escuela. Sólo faltaban cinco días para las vacaciones de verano. Había cumplido quince años en diciembre y estaba contando los días que le quedaban para poder aprender a conducir desde primero. Todavía le faltaba un año, pero ya había elegido su futuro coche. Al menos el futuro coche preferido de esa semana.
– Tendré un Nova Super Sport. Y también un cuatro por cuatro. Nada de esos trastos con tres marchas. ¿Para qué, sino puedes quemar neumático? Será genial. -Daisy ni siquiera fingió saber de qué estaba hablando. Era un fanático de los coches. De eso no había duda. Su madre suponía que lo llevaba inscrito en el ADN. Es más, era altamente probable que hubiese sido concebido en el asiento trasero de un Chevrolet. Nathan estaba condenado a ser un amante de la velocidad.
– ¿De qué color? -le preguntó, no porque creyese que iba a conducir un Nova SS o a quemar neumáticos. Nathan no trabajaba.
– Amarillo con la capota negra.
– ¿Como un abejorro?
Nathan esperó unos segundos antes de contestar:
– Blanco con la capota negra.
Hablaron durante unos cuantos minutos más, acerca del tiempo y de adónde irían de vacaciones cuando ella regresase. Nathan acababa de ver una de esas películas eróticas de adolescentes, así que pensó que Ford Lauderdale estaría bien. O tal vez Hawai.
Para cuando colgaron el teléfono, se habían decidido por Disney World; aunque Daisy sabía que Nathan podía haber cambiado de opinión la próxima vez que hablara con él. Daisy se untó los brazos con un poco de loción con aroma de almendra. En el dedo anular de la mano izquierda, donde había llevado el anillo de casada durante quince años, le había quedado una pequeña marca blanca. Había metido las dos alianzas en el bolsillo del traje con el que enterraron a Steven. Pensó que lo más apropiado era que descansasen junto a su corazón.
Mientras extendía la loción por sus manos le echó un vistazo a la habitación. Era su antiguo dormitorio, pero no quedaba de él más que la cama. Sus diplomas de la escuela de fotografía, las placas que había recibido como animadora y el póster de Rob Lowe, que ella había clavado a la pared cuando acababa de estrenarse St Elmo, punto de encuentro, habían sido sustituidos por un póster de El Álamo, otro de River Walk, en San Antonio, y varios de molinos de viento.
Se puso en pie, fue hasta el armario y lo abrió. No había en él más que unos cuantos vestidos que había llevado en bailes de graduación del instituto, un par de viejas botas vaqueras con corazoncitos blancos y una enorme caja que llevaba su nombre escrito en letras negras. Arrastró la caja hasta dejarla junto a la cama, se sentó y se quedó mirándola durante un buen rato. Sabía lo que iba a encontrar allí dentro. Retazos de su vida, recuerdos que había mantenido enterrados durante mucho tiempo. Durante el banquete de boda había conseguido mantener a raya todos esos recuerdos, pero ahora iba a enfrentarse a ellos. ¿Realmente le apetecía hacer un repaso del pasado?
A decir verdad, no, no mucho.
Retiró la cinta y abrió la caja.
Encima de todo vio un ramillete de flores secas, el bonete de su graduación y unas cuantas etiquetas que rezaban HOLA, MI NOMBRE ES DAISY. No recordaba el motivo por el que había guardado todas esas etiquetas, pero sí reconoció el ramillete. Tocó los capullos secos y amarillentos que en su momento habían sido rosáceos y blancos. Se los acercó a la nariz y aspiró profundamente. Olían a polvo y a viejos recuerdos. Lo dejó sobre la cama, a su lado; sacó entonces de la caja una mantita de bebé y la toga bautismal. Lo siguiente fue una caja con forma de corazón que contenía el collar que su abuelo le había regalado y los anuarios del instituto. Buscó el del décimo curso y lo abrió. Fue pasando páginas y se detuvo al ver una fotografía en la que aparecían los profesores frente a la puerta principal. Esa foto la había tomado ella durante su primer curso de fotografía, antes de aprender todo lo necesario sobre composición e iluminación.
Llegó a las instantáneas del equipo de animadoras, en las que aparecía Sylvia y también ella. Iban con sus uniformes dorados y azules, y estaban dando saltos y volteretas. Fue el año en que ella se cortó el pelo al estilo de la princesa Diana de Gales. Pero si bien a Diana le quedaba estupendo, ella parecía un chico con minifalda plisada.
Se fijó en la foto de su clase y se le encogió el corazón. Llevaba ortodoncia y tenía manchas oscuras debajo de los ojos debido a todo el maquillaje que se había puesto.
Pasó unas cuantas páginas hasta llegar a las hileras de fotos de alumnos. Se detuvo a contemplar la de Steven. La rozó con los dedos y sonrió. Siempre le había parecido el típico ejemplo de muchacho americano, guapo y con pelo rubio ondulado, chispeantes ojos pardos y aquella sonrisa tejana tan suya, como si no tuviese preocupación alguna en la vida. Jugaba a fútbol americano y a baloncesto, y había sido delegado de su clase durante el último año.
Daisy tuvo que pasar unas cuantas páginas más hasta llegar a la foto de Jack. Al contrario que Steven, Jack siempre estaba serio. No es que fuese más serio que Steven, simplemente no deseaba gastar energía riendo sin ton ni son.
Aquel año acababa de cumplir los dieciséis, un año más que Nathan en la actualidad. Ambos tenían el mismo color de pelo y de piel, y la forma de su nariz también le parecía similar. Pero Daisy no encontró ningún otro punto en común.
Ese año, Jack dejó el equipo de fútbol americano porque su padre necesitaba que trabajase en el taller después de clase. Jack había sido el quarterback titular del equipo hasta el último año de instituto. Cuando lo dejó, Steven ocupó su posición. Por lo que podía recordar, Jack nunca había tenido celos de Steven; sólo le entristecía no poder seguir jugando.
Ese fue el año en que ella se enamoró de Jack. Siempre había sentido algo por él, en el mismo sentido en que lo había sentido por Steven, pero de repente empezó a mirarlo de un modo distinto.
El día en que todo cambió, Jack estaba esperando a que Steven acabase su entrenamiento sentado en la parte de atrás de la vieja camioneta de su padre. Daisy se había quedado en el instituto después de clase para hacer los carteles del próximo baile y al salir lo vio en el aparcamiento, contemplando a sus compañeros en lugar de entrenar con ellos.
Quizá no fue más que la luz de la tarde, esos rayos dorados que le iluminaban el rostro, pero a Daisy le pareció más guapo de lo habitual. No se trataba sólo de las pestañas, más largas que las suyas, ni de su barba incipiente en el mentón. No era sólo el relieve de sus bíceps, tan visibles cuando cruzaba los brazos: Jack no levantaba pesas, levantaba motores de coche.
– Qué tal -le dijo Jack mientras le indicaba que se sentara a su lado.
– ¿Qué estas haciendo? -le preguntó tras sentarse. Apoyó los libros en su regazo y miró hacia el campo: los Mustangs de Lovett habían acabado de entrenar y se dirigían a los vestuarios.
– Estoy esperando a Steven.
– ¿Echas de menos jugar, Jack?
– Qué va, lo que echo de menos son las chicas bonitas. -Era cierto que los jugadores acostumbraban a salir con las chicas más guapas, pero que no echase de menos jugar no lo era.