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– Ahora tienes que conformarte con las feas -dijo burlándose de él y le miró por el rabillo del ojo.

– Daisy, ¿acaso no sabes que no hay chicas feas en Tejas?

Él siempre insistía en eso.

– ¿Quién te lo ha dicho?

Jack se encogió de hombros.

– Es un hecho. Como El Álamo o Río Grande, eso es todo. -Le tomó la mano y le acarició los nudillos mientras examinaba sus dedos-. Además, tú seguirás viéndote conmigo, ¿verdad?

Ella volvió la cabeza y lo miró fijamente. Estuvo a punto de darle una respuesta ingeniosa, pero cuando se encontró con sus ojos verdes algo la detuvo. Por un instante, el modo como la miró le hizo pensar que la respuesta era importante para él. Como si se sintiese inseguro. Le sorprendió apreciar en el interior de Jack algo en lo que nunca se había fijado. Quizá finalmente había cosas que le afectaba, quizá tenía sentimientos como todo el mundo. O incluso más.

Pero entonces sonrió y todo volvió a la normalidad.

– Por supuesto, Jack -respondió Daisy-. Seguiré viéndome contigo.

– Sabía que podía contar contigo, florecita. -Por primera vez, su voz le llegó al corazón y la emocionó. Quedó anonadada ante lo increíble y fantástico que resultó todo. Pero era algo imposible. No podía enamorarse de Jack. Era su amigo, y no quería perderlo. Y aun cuando no hubiese sido su amigo, habría sido una idiotez permitir que ocurriese.

Él le apretó la mano y se puso de pie.

– ¿Quieres que te lleve a casa?

Daisy levantó la mirada y le vio allí, delante de ella, con las manos metidas en los bolsillos de sus Levi’s. Asintió. Jack Parrish tenía muchas cualidades, pero la fidelidad no era una de ellas. Le rompería el corazón como si fuese de cristal. Y si eso ocurría no podrían seguir siendo amigos. Y ella le echaría muchísimo de menos.

En ese momento, Steven salió del vestuario con el pelo húmedo peinado hacia atrás y Daisy se dijo a sí misma que no cedería al impulso de enamorarse de Jack. Había tenido un momento de confusión, eso era todo. Como cuando eran niños y se pasaban demasiado rato en el tiovivo. Jack lo hacía rodar con tanta rapidez que Daisy no podía pensar o ver con claridad.

Pero ahora ya estaba bien. Podía pensar con claridad de nuevo. Gracias a Dios.

– ¿Vais a ir a algún sito? -les preguntó.

– Vamos a ir a Chandler -respondió Jack refiriéndose a un pueblo del tamaño de Lovett a unos setenta kilómetros al oeste.

– ¿Por qué?

– Hay un Camaro Z-28 del 69 al que quiero echarle un vistazo.

– ¿Del 69? -Nunca había entendido la fascinación que sentía Jack por los coches viejos. O «clásicos», como él los llamaba. Ella prefería los coches nuevos, con una tapicería que no le desgarrase las medias. Esa tendencia de Jack no tenía mucho que ver con la escasez de dinero. Aunque, obviamente, tenía más bien poco. En ese sentido, Daisy tenía más en común con Jack que con Steven. El padre de Steven era abogado y su familia vivía con holgura. La máxima responsabilidad de Steven era mantener sus notas. La madre de Daisy, en cambio, era camarera y dependía de las ayudas del gobierno, y la familia de Jack tenía un taller mecánico que no parecía muy próspero. Lily y ella tenían que encargarse de la limpieza de la casa y de empezar a preparar la cena, en tanto que Jack ayudaba en el negocio familiar-. ¿Y el coche funciona? -preguntó.

– Todavía no.

Claro.

– Hola, Daisy -dijo Steven mientras se acercaba-. ¿Qué haces aquí tan tarde?

– Estaba preparando los carteles del baile. ¿Irás al baile?

– Sí. Había pensado pedirle a Marilee Donahue que fuese conmigo. ¿Crees que aceptará? -Steven sonrió. No había duda alguna de que Marilee aceptaría.

Daisy se encogió de hombros.

– ¿Tú vas a ir, Jack? -le preguntó, aunque estaba casi segura de conocer la respuesta.

– Para nada. Ya sabes que sólo me pongo traje cuando mi madre me obliga a ir a catecismo o si voy a algún funeral. -Cerró la parte de atrás de la camioneta y se dirigió al asiento del conductor-. Además, no me gusta bailar.

Daisy sospechaba que no se trataba tanto de que no le gustase, como de que no sabía. Era de ese tipo de personas que cuando no saben hacer algo, no se atreven a probarlo.

– Podrías ponerte simplemente una camisa bonita y una corbata -le dijo ella. Pero, por alguna razón, el hecho de que Jack no llevase a ninguna chica al baile le agradó más de lo que debería, teniendo en cuenta que había superado su anterior confusión.

– Ni hablar. -Montaron todos en la vieja camioneta y Jack arrancó.

– ¿Y a ti ya te lo ha pedido alguien? -le preguntó Jack a Daisy, como siempre, sentada entre los dos, mientras salían del aparcamiento.

– Sí. -Les extrañó tanto que alguien la hubiese invitado a ir al baile que ella no quiso decirles nada más.

– ¿Quién? -preguntó Steven.

Ella tenía la vista clavada al frente, por encima del salpicadero.

Steven alzó una ceja.

– Vamos, Daisy Lee. ¿Quién te lo ha pedido?

– Matt Flegel.

– ¿Vas a ir con Bicho?

– Ya no le gusta que le llamen así.

Jack miró a Steven por encima de la cabeza de Daisy.

– ¿Qué tiene de malo Bicho… quiero decir, Matt? -Daisy levantó la mano antes de que tuvieran tiempo de responder-. Retiro la pregunta. No me importa lo que penséis ninguno de los dos. Me gusta Matt.

– No para de salir con una y con otra.

– No es el chico adecuado para ti -añadió Jack.

Daisy se cruzó de brazos y permaneció en silencio hasta que llegaron a su casa. Ésta sí que era buena, tanto uno como el otro habían salido con montones de chicas, así que no estaba dispuesta a escuchar su opinión; además, si había algún «chico inadecuado» con el que ella o cualquier otra chica podía salir, ése era Jack. Y entonces se alegró todavía más de no estar enamorada de él.

Daisy se pasó el resto del curso saliendo con chicos que ni Jack ni Steven aprobaban, pero a ella no le importaba. Como la mayoría de muchachas de su edad, no tardó en aprender lo que le gustaba a los chicos. Y lo que era aún más importante, aprendió a parar las cosas antes de llegar demasiado lejos. Como resultado, se ganó cierta reputación de chica fácil; aunque ella opinaba que era del todo injusto. Los muchachos la besaban. Ella también los besaba. Por lo que había podido ver, las chicas eran mojigatas, las que no soltaban ni un tímido beso, o fáciles, las que besaban y tal vez algo más, o «guarras». Y todo el mundo sabía lo que eso significaba.

Aquel verano dejó que Eric Marks le tocase los pechos por encima de la camiseta. La cosa llegó a oídos de Jack y Steven, que no tardaron en presentarse en su casa para hablar con ella. Daisy se puso hecha una furia y les cerró la puerta en las narices.

Menudos hipócritas.

Se hizo animadora universitaria en el último año de instituto. El pelo le llegaba hasta los hombros y se había hecho la permanente. Steven seguía jugando a baloncesto y a fútbol americano y, por descontado, seguía siendo el delegado de clase. Jack recorría con su Camaro las llanas carreteras de Tejas y Daisy seguía diciéndose a sí misma que no se sentía atraída por él, que le quería pero que no estaba enamorada de él, que el corazón no le dolía cuando veía pasar a Jack en su coche acompañado de alguna chica. Era su amigo, como siempre lo había sido. Nada más. Y ella no iba a permitirse el lujo de sentir otra cosa por él.

Todo cambió pocas semanas antes de las vacaciones de Navidad de ese último curso, cuando J.T. Sanders le pidió a Daisy que la acompañase al baile del instituto. J.T. era un muchacho guapo y tenía un Jeep Wrangler. Negro. Daisy trabajaba por las noches en el restaurante Wild Coyote, y ahorró el dinero suficiente para comprarse el vestido perfecto. Era de raso blanco. Sin mangas y con pidrecitas brillantes en el corpiño y la falda. Era lo más bonito que había tenido jamás. La noche antes del baile recogió el vestido durante un descanso en el restaurante. Cuando llegó a casa, J.T. la llamó para cancelar la cita. Le dijo que su abuela había muerto y que tenía que ir al funeral en Amarillo. Todo el mundo sabía había empezado a salir con otra chica justo una semana antes. Habían dejado a Daisy en la estacada.