Y todo el mundo se enteró.
El día del baile, Daisy trabajó en el Wild Coyote en el turno de comidas. Mantuvo la compostura y actuó como si no la hubiesen humillado. Fingió no estar triste ni dolida y bromeó con sus compañeras: al fin y al cabo J.T. no era más que un perdedor.
Ninguna de ellas le creyó. Lo peor que podía ocurrirle a una chica era que la dejasen colgada la noche antes de un baile esgrimiendo una excusa absurda.
Y eso todo el mundo lo sabía.
Cuando acabó su turno se fue a casa y se encerró en su habitación. Colgó el vestido de la puerta del armario y se tumbó en la cama a llorar. A las cuatro, su madre asomó la cabeza por la puerta y le preguntó si quería un poco de helado de chocolate con menta. Le respondió que no. Lily le había preparado su bocadillo preferido, pero tampoco se lo comió.
A las cinco y media Jack llamó a la puerta de su habitación, pero ella no lo dejó entrar. Tenía la cara y los ojos hinchados, y no quería que la viese así.
– Daisy Lee -gritó desde el otro lado de la puerta-. Sal de ahí.
Ella se sentó en la cama y sacó un pañuelo de papel de la caja.
– Vete, Jack.
– Abre.
– No -dijo sonándose la nariz.
– Tengo algo para ti.
Ella miró hacia la puerta.
– ¿Qué es?
– No puedo decírtelo. Tendrás que verlo.
– Tengo una pinta horrible.
– No me importa.
«De acuerdo», pensó ella. Se levantó de la cama y entreabrió la puerta. Sacó la mano.
– ¿De qué se trata?
Él no respondió y ella se vio obligada a echar un vistazo por la rendija de la puerta. Jack estaba en el pasillo, iluminado por la luz proveniente de la habitación de su hermana, y parecía un ángel, o al menos un muchacho del coro de la iglesia. Llevaba su traje azul marino de los domingos y una camisa color crema. De su cuello colgaba una corbata roja.
– ¿Qué sucede, Jack? ¿Has tenido que ir a un funeral?
Él se echó a reír y sacó la mano que ocultaba a la espalda. En ella llevaba un ramillete de rosas blancas y encarnadas.
– ¿Querrías venir al baile conmigo?
– Tú odias los bailes del instituto -dijo con la puerta todavía entreabierta.
– Lo sé.
Daisy se acercó el ramillete a la cara y aspiró con fuerza. Tenía la nariz tapada, así que no pudo disfrutar mucho del aroma. Se mordió el labio superior para que dejase de temblar. Al verlo allí, en el pasillo de su casa, con un traje que odiaba y pidiéndole que fuese con él a un baile que le revolvería las tripas, se sintió desesperadamente enamorada de Jack Parrish. El amor que sentía emanaba de su corazón y se expandía por su pecho asustándola a más no poder. Todos sus años de lucha y resistencia se convirtieron en nada.
Estaba enamorada de Jack y era inútil intentar evitarlo.
Esa noche Jack la besó por primera vez. O, mejor dicho, ella lo besó a él. Durante el baile, mientras ella sentía lo que era el amor por primera vez en su vida, él la trató como lo había hecho siempre, como una amiga. Daisy sentía bullir todo su cuerpo, estaba más viva que nunca, sin embargo él permanecía impasible. Fue maravilloso e increíble, y, después del baile cuando él la acompañó hasta la puerta de su casa, Daisy le rodeó con sus brazos y lo besó.
En un principio Jack se quedó inmóvil, con los brazos caídos. Acto seguido la agarró por los hombros y la apartó de su lado.
– ¿Qué haces?
– Bésame, Jack. -Si él la rechazaba, estaba convencida de que caería muerta al instante. En el porche de su casa.
Él la agarró con más fuerza, la atrajo hacia sí y la besó en la frente.
– No, no me trates como a una amiga. -Tragó saliva con dificultad-. Por favor- susurró mirándole a los ojos-. Quiero que me beses como besas a las otras chicas. Quiero que me toques como las tocas a ellas.
Jack se apartó y observó los labios de Daisy.
– No te burles de mí, Daisy. No me gusta.
– No me estoy burlando. -Le acarició el hombro y después el cuello-. Por favor, Jack.
Entonces, como si no desease hacerlo pero se sintiese incapaz de oponerse por más tiempo, la besó muy despacio. En esta ocasión el roce de sus labios hizo que Daisy se quedase sin aliento. Echó la cabeza hacia atrás y se aferró a su pecho. Hasta entonces, había creído saber lo que era besar a un chico. Jack le demostró que no tenía ni idea del asunto. Aquel beso fue cálido y húmedo y despertó en ella una necesidad que cambiaría su vida para siempre.
Después de todos los años transcurridos, Daisy seguía recordando con todo detalle la noche en que, en el porche de su madre, Jack cambió su vida por completo. Se abrazó con fuerza a él mientras Jack seguía entregándole esos besos líquidos que hacían que le doliesen los pechos y que su cuerpo temblase. Jack no apartó ni un momento las manos de los hombros de Daisy y en ella se encendió el deseo de algo más. Habría querido que la tocase por todas partes, en lugar de marcharse, y dejarla aturdida y llena de deseo.
Capítulo 5
Al día siguiente Daisy llamó a Jack pero él no cogió el teléfono. Cuanto más tardase en hablarle de Nathan más difícil le resultaría. Lo sabía muy bien: llevaba quince años postergándolo. Sin embargo, hasta que puso de nuevo los pies en Lovett no se dio cuenta de que, cuanto más tardase en contárselo, mayor número de recuerdos del pasado la asaltarían. Antes de emprender el viaje Daisy pensaba hablar con Jack, entregarle la carta de Steven y apechugar con su enfado; nunca había creído que resultaría fácil, pero sí que sería rápido. Ahora sabía que no era así. Pero tenía que hacerlo. Y sólo tenía siete días por delante.
Intentó contactar con Jack un par de veces más durante esa mañana, pero no obtuvo respuesta. Supuso que probablemente no contestaba a propósito. Acudió a la iglesia con su madre, y después comieron con Lily y Pippen. Phillip Pippen Darlington ya había cumplido los dos años, era rubio y llevaba el pelo largo por detrás porque su madre no soportaba la idea de cortarle los rizos de la nuca. Tenía unos enormes ojos azules, como Lily, y le encantaban los dibujos animados. También le encantaba llevar su gorro de piel de mapache sintética y gritar NO lo bastante alto como para que lo oyesen desde el condado de al lado. No soportaba las comidas granulosas, las arañas y sus zapatillas de lona con velero.
Daisy se quedó mirándolo mientras estaba sentado en su trona frente a la mesa de la cocina de su madre e intentó no fruncir el ceño cuando le vio verter el zumo de uva que le habían servido en su taza de Tommy Tippy encima del plato de patatas hervidas. Lily y su madre se sentaron a la mesa frente a Daisy, sin prestarle especial atención al desagradable revoltijo que estaba formando Pippen.
– ¡Es un cabrón de mierda! -le dijo Lily refiriéndose, obviamente, al que muy pronto se convertiría en su ex marido, «Ronald Darlington, el cabrón de mierda»-. Pocos meses antes de que se fugara con esa jovencita, vació todas nuestras cuentas bancarias y se llevó todo el dinero.
Louella asintió y dijo con tristeza:
– Probablemente a México. -Si de niñas se les hubiese ocurrido pronunciar la palabra «cabrón» en la mesa, su madre las habría enviado de inmediato a su cuarto.
– ¿Qué está haciendo tu abogado al respecto? -preguntó Daisy.
– La verdad es que no se puede hacer mucho. Podemos demostrar que el dinero estaba en esas cuentas, pero no sabemos dónde ha ido a parar. El juez puede obligarle a devolverme la mitad del dinero, pero eso no quiere decir que él vaya a hacerlo. Ronnie se ha pasado muchos años cobrando en negro para evitar los impuestos, así que de los setenta y cinco mil dólares que teníamos solo había declarado veinte mil. -Lily cortó un filete con aires de venganza. A pesar de ser hermanas y de haber crecido juntas, nunca habían estado demasiado unidas. Cuando eran adolescentes, cuando no se estaban peleando simplemente se ignoraban. Lily todavía estaba en secundaria cuando Daisy se fue del pueblo, y desde entonces no habían mantenido una auténtica relación. Al perder a Steven, Daisy se dio cuenta de lo importante que era la familia para ella. Tenía que rehacer la relación con su hermana.