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Volvió a sentarse en la silla y se desabotonó los puños de la camisa. Se arremangó hasta los codos y se puso manos a la obra. Era viernes y tenía mucho que hacer antes de poder dar por inaugurado el fin de semana. A las cinco de la tarde Billy abrió la puerta para decirle que se marchaba. Jack le echó un vistazo al reloj con forma de Buick Riviera que tenía colocado junto al monitor del ordenador. Llevaba tres horas y cuarto allí sentado.

– Voy al partido de Amy Lynn -dijo Billy refiriéndose a su hija de cinco años-. ¿Te pasarás por el parque?

Amy Lynn era la mayor de las hijas de Billy y Jack siempre intentaba arreglárselas para asistir a los partidos de béisbol en los que ella participaba.

– Hoy no -respondió dejando el bolígrafo sobre la mesa-. Esta noche se celebra la despedida de soltero de Jimmy Calhoun en el Road Kill -añadió. Hasta hacía bien poco, Jimmy había sido un conocido juerguista. Ahora estaba dispuesto a cambiar su libertad por un par de alianzas de oro-. Le prometí que me pasaría un rato.

Billy sonrió.

– ¿Habrá striptease?

– Supongo que sí.

– No me digas que prefieres ver a mujeres desnudas antes que asistir al partido de tu sobrina.

Jack también sonrió.

– Lo sé, la decisión es difícil. Es duro tener que escoger entre mujeres que se quitan la ropa y niñas de cinco años correteando por el campo de una base a otra.

Billy soltó una de sus particulares carcajadas, echando la cabeza hacia atrás. Su risa era tan parecida a la de su padre, Ray, que Jack estaba convencido de que se debía a algo genético.

– Menuda suerte la tuya -le dijo Billy medio en broma. Ambos sabían que Billy prefería ver corretear a su hija por el campo-. Si necesitas que alguien te lleve a casa desde el Road Kill -añadió desde la puerta-, llámame.

– Por supuesto. -Un conductor borracho había acabado con la vida de sus padres cuando Jack tenía dieciocho años. Los dos hermanos se prometieron no conducir jamás bajo los efectos del alcohol.

Jack trabajó una hora más antes de apagar el ordenador y atravesar el taller sorteando las grúas. Todos se habían ido ya, y sus pasos resonaban rompiendo el silencio. Cerró la puerta con llave, activó la alarma y se montó en su Mustang Shelby. Cuando salía de Lovett empezó a llover. La fina llovizna se mezcló con la tierra y el viento, y el brillante color negro de la carrocería fue adquiriendo un apagado tono grisáceo.

El Road Kill era muy parecido a los demás bares de esa zona del estado de Tejas. La máquina pinchaba un disco de música country tras otro mientras los clientes no dejaban de consumir cerveza Lone Star. Sobre el espejo de la barra pendía un enorme cartel en letras rojas, blancas y azules en el que se leía NO TE METAS CON TEJAS. Viejas señales de circulación, armadillos y serpientes de cascabel disecados formaban parte de la decoración del local. El dueño era taxidermista, y si algún cliente insistía lo suficiente, o estaba lo bastante borracho, podía comprar un cinturón de piel de serpiente o un llamativo bolso de piel de armadillo a un precio bastante razonable.

Cuando Jack entró en el bar se levantó el ala de su sombrero de vaquero y permaneció en la puerta durante un buen rato, a la espera de que su vista se adaptase a la iluminación del local. Saludó a unos cuantos conocidos, y enseguida localizó al grupo de la fiesta de despedida de soltero de Jimmy en el fondo del locaclass="underline" hacían tal alboroto que al pobre Clint Black, el cantante que estaba sonando en ese momento, casi ni se le oía.

– Ponme una Lone Star -le pidió al camarero. Cuando la botella apareció sobre la barra, Jack le tendió un billete de cinco dólares. Sintió entonces el roce de una mano suave sobre su brazo y, cuando se volvió para mirar por encima del hombro, se encontró con el rostro de Gina Brown.

– ¿Qué tal, Jack?

– Hola, Gina.

Gina tenía la misma edad que Jack y había pasado por dos divorcios. Era una mujer alta y delgada a la que le gustaba montar en el toro mecánico del Slim Clem’s, junto a la autopista Setenta. Llevaba unos Wrangler muy ajustados metidos en unas botas vaqueras e iba teñida de pelirrojo. Jack sabía que se teñía el pelo porque, además de montar en toro mecánico, a Gina también le gustaba montarlo a él. Pero últimamente le había dado a entender que estaba empezando a pensar en él como su posible tercer marido. Con el fin de quitarle aquella absurda idea de la cabeza, Jack había enfriado de forma drástica su relación.

– ¿Has venido por la despedida de soltero? -Sus profundos ojos azules le miraron de medio lado. Jack tendría que haber sido ciego para no apreciar la invitación que había en la curvatura de sus labios.

– Así es. -Jack alzó la botella de cerveza y le dio un trago. No tenía la mínima intención de volver a calentar las cosas entre ambos. Le gustaba Gina, pero no estaba hecho para el matrimonio. Recogió las monedas del cambio y se las metió en el bolsillo del pantalón-. Nos vemos -añadió, y se volvió con la intención de alejarse.

La pregunta de Gina le hizo detenerse en seco.

– ¿Has visto ya a Daisy Lee?

Jack bajó la botella y, de repente, tuvo la sensación de que la cerveza no lograba descender por su garganta. Se volvió hacia Gina.

– La vi esta mañana en la gasolinera. Estaba echándole gasolina al Cadillac de su madre. -Gina sacudió la cabeza-. Me hizo pensar… ¿Cuánto tiempo hace que se fue de aquí, diez o doce años?

Quince, para ser exactos.

– La reconocí al instante. Es la misma Daisy Lee Brooks de siempre.

Excepto por el hecho de que Daisy Brooks era ahora Daisy Monroe y había pasado quince años lejos de allí. Eso hacía que todo fuese diferente.

Gina se le acercó y jugueteó con uno de los botones de su camisa.

– Me apenó mucho lo de Steven. Sé que erais amigos.

Steven Monroe y él habían sido prácticamente inseparables desde que tenían cinco años y se sentaban juntos en la iglesia baptista de Lovett para entonar al unísono Sí, Jesús me ama. Pero eso también había cambiado: la última vez que había visto a Steven fue la noche en que llegaron a las manos ante la mirada aterrorizada de Daisy. Y ésa fue también la última vez que había visto a Daisy.

Aunque Jack no estaba mostrando interés alguno por la conversación, Gina siguió insistiendo.

– Morir a nuestra edad me parece algo horrible, ¿no crees?

– Si me disculpas, Gina -respondió Jack, y desapareció entre la gente. Una oleada de ira, algo que él suponía enterrado para siempre, amenazó con arrastrarlo de vuelta al pasado. Se resistió a su influjo y consiguió reducirla a base de fuerza de voluntad.

Ya no sentía nada.

Con la cerveza en la mano, se abrió camino entre la multitud que empezaba a abarrotar el bar y llegó hasta el grupo que ocupaba la sala del fondo. Apoyó el hombro en el marco de la puerta y centró toda su atención en Jimmy Calhoun. El anfitrión estaba sentado en una silla en medio de la estancia, rodeado por una docena de hombres. Todos tenían los ojos fijos en un par de chicas vestidas de reinas del rodeo, que iban restregándose la una contra la otra mientras las Dixie Chicks cantaban algo sobre un tren pecaminoso. Ya iban en tanga, pero todavía llevaban el torso cubierto por una blusa sedosa. En ese momento, las dos chicas se abrieron la blusa de un tirón y dejaron que se fuera deslizando por sus hombros bronceados y sus cuerpos perfectos: sus grandes pechos, cubiertos simbólicamente por diminutos bikinis, quedaron a la vista de todos. Jack bajó la mirada hasta los minúsculos tangas brillantes.

Marvin Ferrell también se detuvo junto a Jack, en la entrada de la sala para presenciar el espectáculo.