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Cuando Brown atravesaba la 40 Oeste, la radio del coche crepitaba emitiendo códigos y descripciones.

– ¿Quieres que te deje aquí?

– ¿En medio de la calle?

– Lo decía por si acaso. -Brown siguió sonriendo hasta que vio varios coches de policía y agentes alejando del lugar a los curiosos.

Kate consultó el reloj. Casi las cuatro y media. Richard ya habría vuelto de Boston y era probable que incluso estuviera en su oficina. Debería llamarle, decirle que estaba allí cerca, tal vez salir con él a tomar algo. Aquello tenía más sentido que ir con Brown a ver la escena de un crimen. Pero no hizo ningún ademán de utilizar su móvil.

– Última oportunidad -dijo Brown.

Ella se limitó a asentir con la cabeza.

Tuvieron que aparcar en la acera. Media docena de coches de policía, una unidad médica móvil y una ambulancia se apiñaban al final de la calle, cerca de los edificios altos en la esquina de la Avenida de las Américas, a unas manzanas al sur de las luces, los anuncios y el bullicio de Times Square. Brown bajó del coche con la placa en la mano y se abrió paso entre la multitud hasta el cordón policial.

Un agente fornido con un bigotito rubio y el rostro enrojecido se acercó a ellos.

– La víctima está al otro extremo del callejón -informó.

– ¿Alguien ha tocado algo?

– No. Hemos hecho lo que nos han dicho, jefe Brown. Le esperábamos. Hay un par de forenses y un par de agentes con el cadáver, pero nada más. Estábamos esperando, ya le digo. -Miró a Kate.

– Viene conmigo. Colabora con la policía.

A Kate le gustó oír aquello e intentó adoptar una compostura oficial. Se metió el bolso de piel bajo el brazo y se irguió. «¿Estoy loca?» Respiró hondo. Ya sabía la respuesta a esa pregunta, pero algo la impulsaba a seguir adelante, detrás de Brown.

Éste echó un vistazo al callejón, pero no vio nada.

– Recorre toda la parte trasera del edificio -informó el agente-, desde la Treinta y nueve a la Cuarenta. La víctima, la policía y los forenses están al final, como le he dicho. Según nos ha comentado un portero, este callejón solía conectar los dos edificios hace unos treinta años. -Hizo una seña a un agente para que se acercara, le cogió la linterna que llevaba al cinto y se la tendió a Brown-. La va a necesitar.

Cuando Brown entró en el callejón, Kate vaciló un momento y luego le siguió.

Tal vez su instinto de policía le fallaba, o su instinto humano le decía que olvidara aquella locura. O tal vez era otra cosa. No estaba segura de nada, excepto del escalofrío que le subía por la espalda, el hormigueo en los brazos y las piernas y la sensación de tener la boca seca.

Brown se volvió hacia ella.

– ¿Estás segura, McKinnon?

¿Segura? No, por supuesto que no. Pero tenía que seguir adelante, tenía que ver la escena del crimen. ¿Por qué? No tenía ni idea. Algo la apremiaba a hacerlo.

Brown esperaba.

– Sí -contestó por fin.

Terminaría con aquello y volvería a su vida normal, llamaría a Richard, saldrían a tomar una copa y todo volvería a ser como antes. Desde luego no le contaría nada, porque Richard la mataría. Por un momento se acordó de la otra noche, cuando estaban en la cama, Richard penetrándola. Pero en lugar de reconfortarla, el recuerdo no hizo sino aumentar su ansiedad.

El callejón medía poco más de un metro de anchura. Era oscuro y frío. Un lugar que el sol no tocaba jamás. Brown iba un poco por delante, pero comenzaba a desaparecer convertido en una sombra.

Algo pasó junto a sus pies, rozando sus mocasines de piel, probablemente una rata. Kate mantuvo la calma, distraída por algo menos tangible, una especie de zumbido en la cabeza, una sensación que no experimentaba desde hacía más de un año, la misma que tenía cuando perseguía al Artista de la Muerte y estaba cada vez más cerca de atraparle. Pero aquello no tenía sentido. El Artista de la Muerte estaba muerto.

Brown encendió la linterna, iluminando las paredes de ladrillo llenas de marcas y pintadas y un suelo tan sucio y tan lleno de latas y botellas de cerveza que parecía una planta de reciclaje abandonada. Aquello apestaba a basura, alcohol y orina.

– Menuda peste -comentó Brown-. Como en Park Avenue, ¿eh?

Kate ignoró la pulla. Recordó cuando Brown y ella servían juntos en la policía. Ambos habían estado a punto de morir. Ahora el corazón le latía deprisa. Brown silbaba una cancioncilla, como si no pasara nada, como si no fueran a llegar al final de aquel oscuro callejón para encontrar un cuerpo inerte.

Un cadáver. ¿Por qué tenía entonces tanto miedo?

Involuntariamente se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y se dio cuenta de que buscaba un arma que no tenía. Suspiró. Aquello era ridículo. Era ridículo haber ido y era ridículo tener miedo.

Brown movía la linterna de un lado a otro, ora enfocando un trozo de pared, ora un punto del suelo.

¿Qué era eso? Algo gelatinoso a los pies de Kate, tal vez comida podrida o un animal muerto. No lo sabía, no quería saberlo, pero algo se le había pegado a las suelas y ahora daba un chasquido a cada paso.

Estaban justo en mitad del callejón. La luz del otro extremo se filtraba como a través de una densa niebla. No se veía nada ni se oía gran cosa. El zumbido estaba en sus oídos, en su mente.

– Creías que te habías librado de eso, ¿eh, McKinnon?

– ¿De qué? -Kate apenas entendió sus palabras.

– Cuando uno es policía, lo es para siempre.

Floyd tenía razón, aunque no le gustó nada admitirlo. Mierda. ¿Por qué no había llamado a Richard? ¿Por qué no había ido a verle? ¿Qué demonios estaba haciendo en aquel callejón en mitad de Manhattan, encaminándose hacia el escenario de un crimen que no tenía nada que ver con ella? Y sobre todo después de haber jurado que nunca volvería a hacer nada parecido.

Pero era demasiado tarde para echarse atrás. Las siluetas al final del callejón se volvían definidas. Eran tres, no, cuatro, junto a lo que parecía un espantapájaros caído.

Kate decidió no mirar. Cuando llegara al final, seguiría andando. Ya no necesitaba verlo. Seguramente sólo había querido ponerse a prueba, comprobar si podía enfrentarse al miedo después de todo lo que había pasado.

La linterna de Brown iluminaba ahora más detalles: eran tres hombres y una mujer en torno al espantapájaros.

Muy bien, ya lo había visto, incluso más de lo que necesitaba. Ahora no se detendría; se excusaría ante Floyd y saldría a la luz del día para telefonear a Richard. De pronto se moría de ganas de marcharse de allí.

– Jefe Brown -llamó la mujer. Cuando la iluminó la linterna, Kate la reconoció. Era la forense que había examinado el cuerpo de Elena. La imagen le vino a la mente como un relámpago: la forense inclinada sobre el cuerpo destrozado de Elena, explorándolo con las manos enguantadas.

¡Por Dios!

Kate se detuvo de pronto y se apoyó contra la pared, sin hacer caso del hedor a basura, alcohol y orina, ahora amplificado por la muerte. Respiró hondo y creyó que iba a vomitar. Pero no, estaba bien. En cuanto saliera de allí se recuperaría del todo.

Brown se había reunido con el grupo. Las voces se mezclaban: «varón, blanco, totalmente mutilado». Kate sólo veía la mitad de lo que los otros observaban, el cuadro que había en el suelo junto al cadáver. Luego uno de ellos tendió algo a Brown, explicando que era la cartera. Brown la abrió y se inclinó sobre el cuerpo sosteniendo la linterna. La luz se movía de un lado al otro, enviando fugaces e indiscriminadas imágenes obscenas del cadáver.

Tenía que salir de allí de inmediato. Pero los policías, la forense y Brown le impedían el paso.

«Dios mío, ¿por qué he venido?» Había sido una idiota, una idiota arrogante. Si había intentado demostrarse algo, ya no importaba.

Dio unos pasos murmurando disculpas y, al pasar junto al grupo, Brown intentó detenerla. Pero le tocó el brazo con tanta suavidad que no habría podido pararla, y Kate supo entonces con absoluta certeza que había ocurrido algo espantoso.