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Era una viuda.

¿Cómo podía aplicársele aquel nombre? Las viudas eran otras mujeres, no ella.

Se detuvo un momento, mirando en torno al blanco dormitorio como si buscara algo que le recordase quién era en realidad.

Los pantalones del pijama de Richard estaban tirados sobre la cama. Llevaba días con ellos puestos, negándose a quitárselos, diciéndole a Lucille una y otra vez que no los lavara, a pesar de que, en un impulso, había regalado casi toda la ropa de Richard y le había pedido a Lucille que guardara todas sus fotos fuera de la vista. ¡Y cómo la había mirado entonces la asistenta! Lucille no lo entendía. Al principio Kate sólo buscaba el olvido, no quería ver nada que le hiciera pensar en él, no quería recuerdos que la acecharan. Era incapaz de mirar siquiera cualquier cosa que le recordara que el hombre al que amaba, con el que había vivido más de diez años, ya no estaba.

Pero ahora decidió recuperar una. Sacó del cajón su foto favorita, que durante años había tenido en su mesilla de noche. Acarició con los dedos el delicado marco de plata y luego el rostro sonriente de Richard, con la mano en la frente, protegiéndose los ojos del sol. Siguió rebuscando en la mesilla hasta encontrar una bolsa de plástico con la alianza de Richard, su grueso reloj Rolex y el billetero de plata de ley con sus iniciales grabadas que ella le había regalado cuando cumplió los cuarenta. Era el regalo favorito de él. Kate apenas recordaba haber metido la bolsa en el cajón al volver del depósito de cadáveres.

Pasó los dedos por las iniciales grabadas. Era un recuerdo curioso, un billetero, pero estaba muy asociado a Richard. «El señor Nueva York», solía llamarlo ella con cierto sarcasmo cuando él se sacaba aquel clip ceremoniosamente del bolsillo y cogía unos billetes para lo que fuera, restaurantes, taxis, guardarropas, gastando el dinero a lo grande. Era como un juego para quien había sido un niño pobre de Brooklyn.

Dejó la foto en la cómoda, con el clip al lado. Sí, Richard querría tener el billetero junto a él, estaba segura.

– Lo atraparé -susurró, mientras ensartaba la alianza de Richard en la fina cadenilla de oro que siempre llevaba al cuello. El anillo se deslizó hasta descansar en el hueco de la clavícula.

Volvió a mirar la foto y el clip, notó la frescura de la alianza de oro contra su piel. No era mucho, pero bastante para resucitar su presencia, para que su corazón, o lo que quedaba de él, mantuviera el contacto, aunque el resto de su ser siguiera distante. Lo necesitaba si iba a trabajar en el caso y quería sobrevivir.

Ahora sabía lo que tenía que hacer: averiguar quién había hecho aquello. Entonces se sentiría… Pensó en la cuestión. ¿Cómo se sentiría? No, para eso no había tiempo, no había tiempo para sus sentimientos. Si seguía avanzando por el camino de las emociones estaría perdida, no ayudaría a nadie, ni a la policía ni a Richard ni desde luego a ella misma.

Tenía que ir paso a paso, sin pensar.

Volvió al baño y se miró en el espejo. Maquillaje. Sí. Totalmente necesario. No iba a permitir que la gente la compadeciera. Antiojeras, rímel, carmín. Aquello sería suficiente. Se apartó la densa melena de la cara y se la recogió con unos pasadores, un estilo de peinado que utilizaba muy poco porque a Richard no le gustaba. Y tenía razón. No iba bien con su nariz larga ni con los ángulos de su cara, aunque ahora no le importaba.

Cuando observó el producto acabado, apenas se reconoció. Quedaban pocas trazas de Kate Rothstein, mujer de sociedad. Eso era bueno. En el trabajo que tenía por delante no había cabida para la criatura de lujos y comodidades que había cultivado.

Curioso, pensó. Creía haber eliminado a la dura policía de Queens, pero lo cierto es que había estado siempre allí, como la pistola de la que no se había deshecho, esperando.

Se puso la pistolera al hombro y enfundó la Glock.

Liz tenía razón, por supuesto. Necesitaba hacer algo.

Ya tendría tiempo de llorar a los muertos más tarde. Ahora era el momento de entrar en acción.

5

Unas cortinas negras cubren las ventanas creando luminosos contornos esqueléticos contra las oscuras paredes. En el techo, tenues fluorescentes suavizan los bordes de la larga mesa atestada de tubos de pintura, pasteles y ceras, un sillón de aspecto destartalado, varios cuadros colgados de las paredes grises.

Muchas veces imagina ver las luces parpadeantes, rojas, verdes, azules, las que ella siempre colgaba en sus lóbregos pisos. Pero, por supuesto, es sólo una ilusión y lo sabe. Siempre ha sido así desde el accidente.

Sostiene con dos dedos unas gafas oscuras, las balancea mientras se acerca a los lienzos.

¿Ha sido una pérdida de tiempo? Los cuadros no le dicen nada, nada en absoluto. Pelo aplastado contra sangre gris negruzca, sin color, sin emoción. Pero antes eran tan vibrantes… magenta y violeta, color fresa salvaje y grosella…

She wore a raspberry beret… (Ella llevaba una boina color grosella…) Intenta recordar mientras suena la canción en su mente, pero no hay manera. No sirve de nada. Nada sirve. Le daría lo mismo estar muerto.

Ciento veintitrés muertos y la cuenta sigue. El avión cayó sobre un campo de maíz en…

– ¡Shh!

Se deja caer en el andrajoso sillón, nota las lágrimas en las mejillas y se las enjuga con un gesto furioso.

– Baby -dice, enfadado consigo mismo.

Baby, baby, baby don't leave me… (Nena, nena, nena, no me dejes…) Otro de aquellos clásicos que a ella le gustaban.

– ¡Basta!

La canción se desvanece. De momento.

De pronto rebusca entre las cajas y bolsas del sillón, muerto de hambre, apartando galletas Oreo, galletitas saladas con sabor a mostaza, bolsas de patatas fritas, y rompe el sello de metal, como una lengua, de un tubo de Pringles. Se mete las patatas en la boca a puñados, casi ahogándose. Su hambre es un vacío imposible de satisfacer. Siempre está ansioso de algo.

Si le preguntaran, él diría que lo que le mantiene es su trabajo, sólo su trabajo, su pintura; que es la pura frustración, su necesidad de ver y conocer la verdad lo que le impulsa a salir de su estudio a un mundo gris que preferiría ignorar, un mundo ni mucho menos tan hermoso, tan maravilloso o tan perfecto como el que pretende crear en sus lienzos. Es una verdadera lástima, diría, un incordio y una interrupción, porque él sin duda preferiría quedarse solo, pintando, pero de pronto surge la necesidad y crece dentro de él, expandiendo el vacío hasta que ya no puede soportarlo, hasta que deja de lado el trabajo, los pinceles goteando pintura, los lienzos sin terminar, y sale de nuevo a la caza. En realidad no es una decisión, no es algo a lo que pueda decir sí o no. Es una necesidad, una búsqueda de conocimiento y, sí, una descarga y una satisfacción, eso lo admite.

Cuando está cazando el hambre remite, la persecución le sostiene. Pasa días sin comer, sin pensar en otra cosa, sin dormir ni lavarse, consumido por su necesidad, hasta que lo ha hecho y ha visto lo que debería ver y sentir y entonces, sólo entonces, irrumpe de nuevo el mundo real y vuelven las necesidades banales como comer, beber y dormir.

En realidad es un proceso como cualquier otro. Sólo que en su caso es un proceso mortal.

Se incorpora, se sacude del regazo las migas de patatas y piensa: «Soy un buscador de la verdad.» Mira de nuevo sus creaciones más recientes, las realizadas junto a sus víctimas, y le inunda el desaliento, como un bautismo que saliera mal.

¿Por qué no puede durar? ¿Acaso no tiene derecho a saber? ¿Por qué le castigan, a él y sólo a él, de forma tan severa?

– ¡Eres geniaaaaaal!

– ¿De verdad, Tony? -susurra en la sala en penumbras. Él no lo siente así.