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– ¡Geniaaaaaal!

– Gracias.

Es bueno tener amigos como Tony, alguien que sabe que él es bueno e inteligente. Gracias a Tony ahora se siente mucho mejor, con fuerzas como para levantarse del sillón y ponerse a trabajar.

Echa en la paleta varios pegotes de pintura, alza una de sus diversas lupas y mira el cuadro parpadeando. No permitirá que le venza la frustración. En ese momento desea trabajar. Y en ese momento no tiene hambre. Todavía no.

Mierda.

Nola Davis hizo un esfuerzo por salir de la cama. Una acción sencilla unos meses atrás, pero ahora, con su barrigón de ocho meses y medio de embarazo tamaño pelota de playa, era todo un desafío a la fuerza de gravedad.

¿Lo había estropeado todo, precisamente ahora que sólo le quedaba un año de estudios? ¿Con todo lo que había tenido que pasar para llegar hasta allí?

¿Tan estúpida era?

Nola movió la cabeza y sus rizos, a la altura de los hombros, acariciaron sus tersas y oscuras mejillas.

Bueno, era demasiado tarde para compadecerse. Había tomado su decisión y tendría que aceptar las consecuencias. Qué demonios, se había criado en una jungla de asfalto y había sobrevivido, como cantaba el viejo y sabio Bob Marley con su drogado dialecto jamaicano en uno de sus CD favoritos.

De pronto sintió unas ganas casi violentas de hacer pis. Si pudiera habría echado a correr, pero lo único que consiguió fue anadear con cierta ligereza.

Tiró de la cadena y se levantó despacio sujetándose la barriga. Volvió al salón dormitorio del estudio en el Upper West Side que Kate le pagaba hasta que terminara su último año en Barnard, bueno, eso si terminaba.

Nola suspiró. Era imposible que terminara el curso, ni siquiera el semestre, puesto que saldría de cuentas al cabo de un mes. Haría lo que pudiera, se presentaría a los parciales y comenzaría de nuevo en otoño, lo cual la hacía sentir mal, como si fuera una chica negra corriente que no pudiera hacer más. Claro que seguramente lo era, por mucho que se hubiera esforzado en no serlo. Era mediocre.

Se acarició la barriga y pensó en Kate, que se había portado de maravilla, como siempre, aunque Nola sospechaba que la había decepcionado al quedarse preñada a pesar de que Kate jamás se lo había reprochado.

Entró en la cocina e intentó agarrar una caja de bolsitas de té de un estante encima del fregadero. Pero ponerse de puntillas era todo un esfuerzo en su estado. Tal vez debería irse a vivir con Kate y Richard, pensó, estirándose para llegar a la caja.

No, con Kate y Richard no. Sólo con Kate.

Se sentó en una silla con los ojos humedecidos.

¿Cómo era posible que Richard hubiera muerto?

No sabía qué decirle a Kate, a quien quería con locura. Cuando estaba con ella sólo era capaz de parlotear de cualquier cosa para no llorar, para que Kate no llorase. Tenía la sensación de que si se echaban a llorar, no pararían nunca.

Jamás había visto así a Kate y lo cierto es que le daba miedo. Kate, su mentora, su paladín, ahora se había quedado sola y jamás admitiría que necesitaba que la cuidasen.

Pero ¿acaso no necesitaba todo el mundo cuidados de vez en cuando?

Matt Brownstein, con quien Nola llevaba acostándose la mayor parte del último semestre, desde luego no sabía cuidar de nadie. Claro que ella tampoco quería que la cuidara, el muy gilipollas. Cursaba el último año de arte en Columbia. Y odiaba los condones, pero cuando Nola se quedó embarazada insistió en que se deshiciera del niño, asegurando que él no pensaba hacerse cargo ni mucho menos.

Pero ¿qué demonios había visto en él? ¿Tal vez que era un tipo blanco larguirucho de pelo rizado, y judío como Richard Rothstein?

Intentó no pensar en ello. Miró las reproducciones de cuadros que tenía en la pared. Estudiar arte era lo más increíble que había hecho en su vida. Y ahora tendría que retrasar la matrícula en el prestigioso Art Institute de la Universidad de Nueva York, donde la habían admitido gracias a las muchas influencias de Kate. Por no mencionar los meses que habría pasado en el extranjero para ver algunas de las obras que sólo conocía por reproducciones. Esperaba que Kate no hubiera perdido la fe en ella. Claro que, dadas las circunstancias, podría haber perdido la fe en todo.

Sacó una bolsita de té y la metió en una taza. Tendría que ser fuerte, por Kate y por su propio hijo.

Pero entonces se imaginó a Kate, sola en aquella enorme cama blanca, en aquel piso gigantesco, y se echó a llorar otra vez. Tal vez, pensó, sería buena idea irse a vivir con ella.

– ¿Que quieres trabajar en el caso de tu marido? Pero ¿tú estás loca?

– No he estado tan cuerda en mi vida.

Un minuto antes las dos mujeres se abrazaban en mitad del despacho de Clare Tapell en la jefatura de policía. La jefa intentó con sus modales serenos y un poco torpes consolar a su vieja amiga y colega, pero en cuanto Kate le planteó su petición, retrocedió tres pasos. Ahora estaba apoyada contra su mesa, mirando el techo y suspirando.

– Si te doy el caso, sería una mala amiga y una jefa irresponsable, Kate.

– Corrígeme si me equivoco -replicó ella cruzándose de brazos-. ¿No me estabas suplicando hace unos días que os ayudara con el caso?

– Eso fue antes de…

Kate no la dejó terminar.

– Todavía puedo ayudar a evaluar las pinturas del psicópata y…

– Eso no es lo que me preocupa y tú lo sabes. Venga, mujer. Estás demasiado involucrada.

– Esta conversación ya la hemos tenido antes, ¿te acuerdas? Hace poco más de un año. Entonces también estaba demasiado involucrada, también me afectaba el caso emocionalmente. Pero hice bien mi trabajo, ¿no?

– Y lo pagaste caro.

– Sí, pero ése es mi problema, no el tuyo.

– ¿Y ahora estás dispuesta a pasar por lo mismo? -Tapell sacudió la cabeza-. Pues yo no, Kate, lo siento. En el caso de Richard, no.

Kate parpadeó intentando contener las lágrimas.

– ¡Mira! -exclamó Tapell-. Ni siquiera eres capaz de oír su nombre. ¿Cómo demonios crees que puedes trabajar en su caso?

– Ése es mi problema.

– No, es problema mío y de Brown y de todos los que trabajen contigo. Un policía tiene que tener dominadas sus emociones y… -Se interrumpió mirando a Kate con una mezcla de tristeza y arrepentimiento. No tenía ningunas ganas de amonestar a su amiga en un momento como aquél-. Escucha, sencillamente no es buena idea.

Kate miró por la ventana el conjunto de edificios gubernamentales. Luego se volvió hacia Tapell.

– Tú has hecho lo que tenías que hacer incluso cuando no era una buena idea. Las dos lo sabemos. Necesito hacer esto, Clare, y… -No llegó a decir lo que pensaba: «Sé la verdad sobre ti, Clare, y la utilizaré si no tengo más remedio.»

La habitación quedó en silencio mientras las dos mujeres repasaban sus recuerdos: el ascenso de Tapell a jefa de policía después de que un agente con complejo de Serpico hiciera estallar un escándalo de corrupción policial que acabó con su predecesor. Tapell fue asignada para sustituirle gracias a su reputación sin mácula. Pero Kate sabía la verdad. En Astoria también había corrupción. Y no es que Tapell la aprobara, pero era una funcionaría mal pagada y abrumada de trabajo que prefería concentrarse en asuntos más importantes, como limpiar los malos barrios o apartar de los colegios a los traficantes de drogas. Cuando se barajó su nombre para el nombramiento, tuvo dos opciones: contar la verdad y dejar pasar una oportunidad única en su vida, o aceptar la ocasión de hacer un bien mayor, para lo cual había que barrer la basura debajo de la alfombra, hacer unos cuantos tratos y mantener la boca cerrada. Tapell optó por esto último, y Kate nunca se lo había reprochado.

Ahora, al mirarla a los ojos, se dio cuenta de que Clare sabía lo que estaba pensando.

Se quedaron mirándose, el secreto flotando entre ellas como un hedor a punto de contaminar el aire.