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Si aquello duraba mucho más, Kate terminaría por rendirse. Pero no apartó la mirada ni la idea de su mente: «Lo siento, pero si no me queda más remedio utilizaré lo que sé.» Hasta que por fin Tapell habló.

– Está bien. Llamaré a Brown.

Kate se limitó a asentir con la cabeza.

Más tarde, ya en la calle, sintió alivio por no haber tenido que expresar lo que pensaba en voz alta. No le enorgullecía haber considerado siquiera la posibilidad de decir lo impensable. De hecho se sentía en cierto modo avergonzada, incluso un poco escandalizada por haber estado dispuesta a llegar tan lejos para salirse con la suya. Ahora esperaba no haberse equivocado, esperaba ser capaz, en efecto, de trabajar en aquel caso y dominar sus emociones, porque en aquel momento estaba a punto de explotar.

6

De una pared colgaban dos gigantescas serigrafías de Andy Warhol, Marilyn y Mao, una pareja chocante que la mano del artista había hecho compatible; en la otra pared, una reproducción a gran escala de David Hockney mostraba una piscina con palmeras y un cielo azul en tecnicolor hacía las veces de falsa ventana, una vista perfecta de Beach Boys, Mamas and Papas y California dreamin'. Una serie de fotos en blanco y negro de Diane Arbus (monstruos de circo, una pareja urbana, un gigante judío) estaba dispuesta sobre el cómodo confidente de cuero que Kate había elegido para el despacho de Richard junto con la elegante mesa Knoll que parecía estar esperando que llegara su dueño para sentarse tras ella.

Kate estaba aturdida.

¿Es que había sido tan eficiente dominando sus emociones que ya no podía ni siquiera localizarlas? Era como si estuviera actuando en una obra de teatro, y en la escenografía (despacho de abogado triunfador) sólo faltara una cosa: el protagonista.

Pero aquello era una prueba. Kate iba a demostrar que Clare se equivocaba, que era capaz de seguir adelante.

Miró una vez más en torno al despacho de su marido, los cuadros de las paredes, la mesa, la silla. Era evidente que la policía ya había pasado por allí, pero no quedaban trazas de polvo de huellas por ninguna parte. Probablemente Anne-Marie, la secretaria de Richard, lo había limpiado todo, tan eficiente como siempre. En la mesa no había expedientes ni papeles. Anne-Marie se los habría pasado todos a Andy, el socio de Richard, y a otros abogados amigos de Richard.

Kate no había pensado qué hacer con los muebles o los cuadros. ¿Venderlos? Probablemente. No se veía capaz de llevárselos al piso de Central Park ni a la casa de veraneo de East Hampton. Se echaría a llorar cada vez que los viera.

Dio la espalda a las pinturas y observó la vista desde la ventana: los relumbrantes edificios de acero y cristal y las luces parpadeantes de Times Square, con sus marquesinas y sus anuncios de Calvin Klein, tan eróticos que los gigantescos modelos que pululaban por las calles de la ciudad en sus escuetos calzoncillos, braguitas y sujetadores habrían sido detenidos junto con el publicista hacía sólo unas décadas.

Alguien carraspeó a su espalda y Kate se volvió. Andy Stokes estaba en el umbral con aspecto tímido y un poco apurado, la chaqueta abierta dejando a la vista los tirantes de lunares azules, las manos en los bolsillos de sus pantalones de raya diplomática.

La quintaesencia del pijo, pensó Kate mirando su pelo rubio y lacio y su apostura de niño bien. Decididamente no era su tipo. Casi demasiado guapo, aunque muchas mujeres lo encontrarían atractivo.

Andrew Stokes había entrado en el despacho hacía dos años, porque el bufete de Richard había crecido muy deprisa. Hacía falta alguien que se encargara de los asuntos menos importantes. Es cierto que Stokes había trabajado en muchas firmas, pero cada cambio de empleo había sido un paso adelante y Richard estaba convencido de que el joven prosperaría bajo su tutela y que algún día llegaría incluso a ser socio del despacho. Pero se equivocaba: Stokes no tenía lo que hacía falta, no sabía motivarse y su trabajo carecía de inspiración. Aun así, sabía obedecer órdenes y su atractiva cara de niño y su encanto obraban maravillas en los clientes, sobre todo en las mujeres. Si Andrew Stokes no había cumplido con las expectativas de Richard, por lo menos le había aligerado de su carga.

– Quería llamarte después del funeral -dijo-, pero…

El funeral de Richard. ¿Sólo habían pasado dos días desde entonces? Para Kate era como una película, algo que había visto desde lejos: la enorme multitud de la plana mayor de Manhattan con sus mejores trajes negros de diseño, los discursos (aunque Kate no recordaba ni una palabra de ellos), la familia de Richard (los tíos y tías de Brooklyn), su madre, venida de Florida para echar una mano con todo aquello, un rabino con un extraordinario parecido a Salman Rushdie (un absurdo en el que Kate se había concentrado) y que había dirigido a la congregación en el kaddish, la oración judía por los muertos.

Pero lo que ella pensaba justo ahora, lo que más recordaba y no olvidaría jamás, era el ruido hueco y resonante que hacía la tierra al caer en la tumba de su marido, tierra y piedras contra madera, y Loukie, el tío de Richard, pasándole la pala mientras le tocaba suavemente la espalda y le decía: «No pasa nada, cariño.» Y ella hundió la pala en el montículo de tierra marrón rojiza y la volcó en aquel oscuro rectángulo, pensando «¿Dónde está Richard? Siempre se pone a mi lado en los funerales», y dándose cuenta, al mirar aquel hoyo negro, que Richard estaba allí y que ella lo estaba enterrando.

– ¿Kate? -Stokes la trajo de nuevo al presente.

– Lo siento -se disculpó forzando una débil sonrisa-. Gracias por las flores, Andy. Eran preciosas.

– ¿Quieres que te traiga alguna cosa? -ofreció él cambiando el peso de pie. ¿Le estaba mirando los pechos o simplemente evitaba mirarla a los ojos?-. Un café o…

– No; estoy bien, gracias. Ah, Andy… -Buscó en su bolso la razón de su presencia allí, el extracto bancario que había encontrado en la chaqueta de su marido-. Creo que Richard quería darte esto.

Andrew lo miró un instante y dijo:

– Es un extracto bancario. Pensaría que yo no lo había visto.

– ¿Sueles ver los extractos bancarios? -preguntó ella extrañada.

– No siempre, pero… -Stokes miró de nuevo el papel-. Lo repasaré a conciencia, por si Richard quería llamarme la atención sobre algo.

Kate se inclinó para observar el papel. Al principio no supo muy bien qué significaban los números, pero cuando lo miró con más detenimiento vio las dos cifras que Richard había marcado: eran saldos.

– El saldo de esta cuenta es de casi un millón, y dos días más tarde baja a seiscientos cincuenta. Eso es sacar mucho dinero -comentó.

– Bueno… -Stokes se encogió de hombros-. Supongo que Richard tenía alguna factura que pagar.

– ¿Y no te comentó nada?

Una sonrisa infantil enarcó los labios de Stokes.

– Oye, Richard era el jefe. No tenía que darme explicaciones de lo que hacía con su dinero.

– No, claro… ya -balbuceó Kate, a la vez avergonzada y triste-. ¿Cuáles son tus planes, Andy?

– ¿Mis planes? -Stokes sonrió y se mesó el pelo.

«¿Por qué demonios sonríe?» -¿Sobre qué? -preguntó él por fin.

Kate no sabía si estaba jugando a ser un niño tímido o se estaba haciendo el hombre.

– Sobre tu futuro -dijo-. Ahora que…

– Ah, mi futuro. -Andrew se miró los pies-. Bueno, aquí hay que acabar unas cuantas cosas y luego… no sé… Para ser sincero, no lo había pensado. Supongo que podría tomarme unas vacaciones y dedicarme a mis aficiones -concluyó con una sonrisa-. Soy lo que podría llamarse un pintor dominguero.

– ¿Ah, sí? No tenía ni idea.

Stokes sonrió de nuevo y apartó la vista, casi como si estuviera pensando en otra cosa.

– ¿Y la abogacía? Claro que cobrarás una buena indemnización por cese, pero…

– Oye, no tienes que preocuparte por mí. -Stokes movió el brazo como si estuviera dirigiendo a una banda y sonrió-. ¡Voy a estar geniaaaaaal!