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Kate se lo quedó mirando.

– Tony el Tigre, ¿lo conoces? -añadió él, pero su sonrisa se desvaneció-. Perdona, era una broma. Claro que no estoy bien. ¿Cómo iba a estar bien con… bueno, con lo que ha pasado? Lo siento muchísimo.

Kate, notando que sus emociones esperaban su momento para entrar en escena, se apresuró a cambiar de tema.

– Por cierto, ¿sabes si Richard se reunió con algún cliente cuando…? -Kate vaciló un momento-. El último día que estuvo aquí.

– No creo que tuviera cita con nadie. Iba a tomar unas declaraciones a Boston.

– Pero no tenía que ir al aeropuerto hasta la tarde.

– Yo no vine a trabajar. Estaba un poco resfriado. Pero seguro que Anne-Marie lo sabrá. Ah, espera -añadió, moviendo la cabeza-. Anne-Marie tampoco vino, ni ese día ni el anterior. La habían operado de los juanetes.

– Ya. -Kate le tomó de las manos el extracto bancario-. Cuando salga le daré esto a Anne-Marie y hablaré con ella. Tú no te molestes.

– No es molestia. -Andy intentó recuperar el papel, pero sólo logró pellizcar el aire. Kate ya se lo estaba metiendo en el bolsillo.

– Eso lo sabrá Melanie Mintz, la contable -explicó Anne-Marie, una mujer baja de pelo rubio platino que debía de pesar sus buenos cien kilos desde que dejara su programa de adelgazamiento. Era la secretaria de Richard desde hacía mucho tiempo. A Kate siempre le había gustado porque era muy buena en su trabajo y jamás permitió que Richard lo olvidara ni un instante.

– ¿Has limpiado el despacho de Richard? Quiero decir después de que la policía…

– Sí, bueno… -Se sorbió la nariz-. ¿Hice mal?

– No -contestó Kate, haciendo ímprobos esfuerzos por no perder la compostura.

Anne-Marie se enjugó los ojos con un pañuelo de papel hecho jirones. Se había echado a llorar en cuanto Kate atravesó la puerta, y siguió llorando mientras anotaba el número de la contable. Cuando le tendió el papel a Kate, estaba húmedo.

– No sé qué voy a hacer. -La secretaria retorció una punta del pañuelo y se la metió en la nariz para secársela.

– Si te preocupa el dinero, he dispuesto una indemnización por cese, y podría también…

– No, no, no lo decía por eso -explicó sorbiendo por la nariz-. No me costará encontrar otro trabajo.

Kate le dio unos golpecitos en el hombro.

– Lo superarás. -Era extraño ser ella la que tuviera que consolar a la otra, pero curiosamente le resultaba tranquilizador-. Anne-Marie, tú no viniste el día… el día que Richard…

La secretaria intentó contener las lágrimas.

– Tenían que operarme del pie. Ay, si hubiera venido…

– No habría cambiado nada -aseguró Kate, aunque no pudo evitar pensar en las circunstancias: Anne-Marie y Andy fuera de la oficina, el despacho vacío. Pero Richard se quedaba con cierta frecuencia a trabajar por la noche y casi siempre solo.

– Si hubiera habido alguien aquí, yo o el señor Stokes… -La secretaria se enjugó de nuevo los ojos mirando hacia la puerta de Andrew-. No era la primera vez. Vaya, que últimamente… Bah, es igual -concluyó, haciendo un gesto con el pañuelo.

– No, dime.

– Pues que últimamente el señor Stokes faltaba a algunas reuniones y no cumplía con los plazos. Y además se ausentaba mucho tiempo para almorzar. -Alzó una ceja-. El señor Richard no estaba muy contento que digamos. -Tendió la mano para sacar otro pañuelo-. Yo no soy quién para decir nada, pero…

Richard apenas hablaba con Kate de su trabajo y casi nunca se quejaba de sus empleados, aunque sí que había mencionado la costumbre de Andy de llegar tarde y marcharse temprano, y ella sabía que estaba descontento.

– ¿Alguna vez hablaste de esto con Richard?

– No, no, el señor Richard nunca me comentaría una cosa así. -Se inclinó hacia Kate y susurró-: Pero tuvieron una charla, ¿sabe usted?, el señor Richard y el señor Stokes.

En ese momento se abrió de golpe la puerta del despacho de Stokes y Anne-Marie lanzó un gritito.

– Lo siento. -Stokes miró a Kate con aquella curiosa sonrisa de niño-. Pensaba que te habías ido.

– Estaba hablando con Anne-Marie, pero ya me voy.

– Cuídate.

Andy Stokes cerró la puerta de su despacho sin hacer ruido. Empezaba a dolerle la cabeza y ver a Kate no había contribuido a mejorar su estado.

Era una pesadilla, una puta pesadilla. Richard estaba muerto. ¿Y ahora qué?

Encajó los pulgares bajo los tirantes de lunares y tiró de ellos intentando recordar aquella famosa frase de Marlene Dietrich a Orson Wells en Sed de maclass="underline" «Tu futuro se ha acabado.» Mierda, no podía ser más verdad.

Abrió el cajón de su mesa. Entre el batiburrillo de cosas había un bote de aspirinas, si es que Anne-Marie no había estado revolviendo sus pertenencias, ordenando como hacía siempre. No, ni rastro de las pastillas. Se arrellanó en la silla con un suspiro. Le iba a hacer falta algo más que un analgésico para sentirse mejor.

¿Debería irse a casa? No, su mujer le daría de nuevo la tabarra, le preguntaría por qué no estaba trabajando y empezarían con una de sus peleas.

«Déjate de aspirinas.» Sabía adónde quería ir, de hecho apenas pudo contenerse una vez la idea surgió en su mente, la necesidad. Estaba en pie antes de darse cuenta siquiera, metiendo papeles en su maletín de piel, con la mente a mil por hora y la polla dura.

– Me voy -informó a Anne-Marie, que seguía lloriqueando y secándose la nariz con un pañuelo-. Tengo una reunión.

La secretaria le miró a través de su enmarañado flequillo rubio platino.

– ¿Qué reunión es ésa, señor Stokes?

– Ya sabes cuál. -¿Por qué demonios le estaba siempre cuestionando?-. Volveré luego.

– ¿Cuándo? -preguntó ella entre sorbidos. -Luego.

Kate bajó del taxi varias manzanas al norte de la comisaría. Necesitaba andar un poco, pensar.

El cielo llevaba gris varias semanas. ¿Dónde estaban los famosos días otoñales de Nueva York, con el cielo límpido y azul que los pintores flamencos tanto utilizaban en sus impecables paisajes? Era un otoño atípico, como si los dioses hubieran decidido arrebatar a la ciudad el poco color que tenía.

Kate repasó su conversación con Anne-Marie. ¿Estaría Richard planeando despedir a Andy? Era evidente que Stokes estaba flojeando. ¿Y qué le habría dicho Richard durante su conversación? ¿Le habría hecho una advertencia o lo habría despedido sin más? Desde luego parecía posible. Pero ¿sería Andy capaz de matar por eso?

Alzó la vista hacia el cielo gris.

La visita al despacho de Richard era otra prueba. Y la había superado.

Chelsea bullía. La gente caminaba con determinación. Había una gran profusión de hombres ataviados de cuero y mujeres rapadas ahora que la zona se había convertido en la capital gay internacional, adquiriendo con ello un estilo y un ambiente moderno que hacían del barrio uno de los más buscados de la ciudad.

Kate pasó por delante de un par de restaurantes muy chic a ambos lados de una vieja bodega que de alguna forma había sobrevivido al aburguesamiento de la zona. Era una de las cosas que más le gustaban de Nueva York, la diversidad, la tolerancia y desde luego el bullicio, una ciudad construida sobre la generosidad y la codicia, a partir de los sueños de un hombre y el fracaso de muchos, pero sobre todo construida sobre la confianza, a pesar de que la ciudad se había tornado un poco cautelosa desde el atentado del 11 de septiembre. Kate no pudo evitar alzar la vista hacia los iconos de la ciudad, el Empire State Building y la estatua de la Libertad.

Al echar un vistazo a la Octava Avenida se dio cuenta de que era allí justamente donde se encontraba aquel día, tan lejano ya y a la vez tan cercano como si fuera ayer, el día que su ciudad, orgullosa y supuestamente invulnerable, se había convertido en zona de guerra.