En el coche todo se ha vuelto de un color gris turbio y lúgubre y él sólo quiere salir. Ya no le importa el cuadro. No ha llegado a sacar el pincel del bolsillo. Es demasiado tarde. No se acuerda de nada. Todo ha sido un desperdicio.
Celebra los mejores momentos de tu vida…
Como si fuera posible.
Otra oportunidad desaprovechada. No siente más que vergüenza y asco mientras recoge la chaqueta del suelo. Oculta la camisa ensangrentada, pero no los pantalones. No pasa nada, está demasiado oscuro para distinguir la sangre en el algodón negro. Echa un vistazo en torno para ver si hay más coches ocupados, pero todo está tranquilo. Saca a la chica del vehículo y la agarra con los brazos en torno a la cintura. Pesa más de lo esperado y no es fácil moverse con ese cuerpo inerte.
Avanza hacia el río, con la cabeza de la chica rebotando en su hombro. Pasan varios coches, pero ninguno se para.
Piensa que no ha estado tal mal, al fin y al cabo. Ha visto algunas cosas que no habría visto en otras condiciones y, aunque no ha pintado nada, tampoco ha dejado nada atrás. Es como si no hubiera sucedido, como una tarjeta de salir de la cárcel en el Monopoly.
Al llegar al río se acuerda de sus cincuenta dólares. Mete la mano en el bolsillo de lo que queda de la minifalda y saca un puñado de billetes. Luego arroja el cuerpo al río y lo ve desaparecer en el agua negra.
8
El «salón» de los detectives es en realidad un trastero de diez metros cuadrados al que llaman cariñosamente Graceland desde que colgaron, junto a las máquinas expendedoras, un calendario con la desvaída fotografía a color de la casa de Elvis en Memphis.
Nicky Perlmutter, con unos holgados pantalones caqui y una camisa azul muy ajustada, estaba apoyado contra la pared metiendo y sacando una bolsita de té Lipton en la taza que sostenía. Con su más de metro noventa, sus treinta y siete años y sus hombros anchos y musculosos, habría sido un tipo imponente incluso sin sus ojos azules, sus pecas y su pelo rojizo, pero su cara de Huckleberry Finn y su cuerpo fornido eran una combinación irresistible.
– Eres McKinnon, ¿no?
Kate le miró sorprendida mientras le daba la mano. No era en absoluto lo que esperaba.
– ¿Cómo lo sabes?
– Brown me dijo que esperase a una mujer alta y guapa.
– ¡Venga ya! -Kate se sonrojó un poco-. Brown no te ha dicho eso.
– No, pero sí que eras alta. -Perlmutter sonrió y ella pensó que parecía un niño de catorce años-. No quiero decir que no seas guapa, sino que… vaya, que lo de guapa lo digo yo.
– Pues entonces me parece que Brown tenía razón en dos cosas. -Kate también sonrió-. La primera, que soy alta, y la segunda, que me ibas a caer bien.
Al otro extremo de la larga y estrecha mesa había un par de detectives inclinados sobre dos tazas de café humeante. Uno, en torno a los cincuenta y cinco años, obeso y un poco calvo, mordisqueaba un cigarrillo sin encender; el otro, más joven, no era feo, aunque ya exhibía esa expresión atravesada y suspicaz que desencaja los rostros de algunos policías. Los dos se volvieron brevemente hacia Kate y Perlmutter.
Ella imaginó que la noticia de su llegada había corrido por toda la comisaría. Era lo habitual. Y también conocía la situación: que la policía era una fraternidad, que los chicos no iban a aceptarla a la primera, desde luego no sin gastarle alguna novatada, lo cual en este caso era imposible porque Kate era amiga de Tapell y Brown. Su sexo era ya bastante desventaja, sabiendo que a los hombres no les hacía ninguna gracia tener a una mujer entre ellos, aunque fingieran lo contrario. Claro que a las chicas tampoco iba a caerles bien, puesto que la considerarían una rival. Se acordó de sus tiempos de Astoria. Liz y ella se habían aferrado la una a la otra como sendas tablas de salvación, siendo las únicas mujeres del cuerpo que se llevaban bien.
Tomó nota mentalmente: Brown tenía que pasar la voz de que ella no andaba detrás del puesto ni del pellejo de nadie. Simplemente estaba allí para ayudar a atrapar a un psicópata y, cuando lo consiguieran, retomaría su vida.
¿Qué vida? ¿Qué le quedaba exactamente?
No, no podía permitirse esa clase de pensamientos.
Perlmutter advirtió la nube que de pronto había oscurecido sus rasgos y la agarró del brazo.
– Vámonos de aquí.
Zerega Avenue era una calle amplia que en otra época podía haber sido grandiosa, aunque ciertamente bastante tiempo atrás. Muchos pisos y locales estaban cerrados o quemados, y había tantísimas pintadas que los bordes de los edificios se fundían unos con otros creando una especie de camuflaje urbano. Perlmutter detuvo el coche junto a un bloque de diez pisos. Parecía construido en la década de los veinte y que desde entonces no lo hubiesen limpiado.
El vestíbulo semicircular era tan grande que podía albergar un partido de béisbol infantil. No se veía ningún adorno, habían desaparecido los ornamentos de yeso del techo, las paredes eran una mezcla de pintura desconchada y suciedad y las columnas, enormes como secuoyas, estaban marcadas con groseras iniciales, corazones y calaveras.
– La portera vive en el primero -informó Perlmutter.
Kate no había visto tantas imágenes católicas desde que iba al instituto de St. Anne, y lo cierto es que no las había echado de menos. Encima de cada puerta, atestando las paredes y flanqueando las pesadas cortinas del sofocante apartamento de Rosita Martínez había cuadros, objetos y reproducciones de santos y crucifijos, todos con una sonrisa beatífica o retorciéndose de dolor.
Richard sentía pasión por los iconos auténticos, los italianos, y Kate siempre se había burlado de él diciéndole que eso era por ser judío, que si hubiera sido católico no podría soportarlos.
Martínez era una mujer de edad indeterminada, entre los cuarenta y los cincuenta. Era imposible saber si las arrugas de su rostro se debían a la vejez o a una vida difícil. No medía mucho más de un metro y medio, tenía el pelo negro teñido y llevaba una multitud de pulseras que creaban una minicacofonía cada vez que hacía un gesto.
– ¡Qué desgracia! -Clin, clan, clinc-. Es lo peor que he visto en mi vida. -Clin, clanc-. Lo peor que ha pasado en este edificio desde que soy portera, y eso que he visto de todo. -Suspiró entre el jaleo de sus pulseras-. Horroroso. Todavía estoy tomando pastillas. -De pronto miró a Kate y luego a Perlmutter-. Son del médico -se apresuró a añadir-. Si quieren les enseño la receta.
– No hace falta -contestó Kate con una sonrisa-. Si me hubiera pasado a mí, me estaría atiborrando de calmantes y de whisky, señora Martínez.
Rosita Martínez sonrió también.
– Usted no es como los demás. ¡La de cosas que me preguntan una y otra vez! Como si no hubiera tenido ya bastante.
– Lo imagino. -Kate la agarró de la mano y la llevó hacia el sillón-. Siéntese y relájese. No le vamos a hacer muchas preguntas.
Nicky Perlmutter le ofreció una de sus sonrisas de Huckleberry Finn y se sacó una libreta del bolsillo.
– Por lo visto encontró usted el cadáver a las cuatro de la tarde. ¿Podría decirnos que hacía en ese momento en el piso de la víctima?
Rosita Martínez cerró la boca de golpe.
Kate miró a Perlmutter ladeando ligeramente la cabeza y él entendió el mensaje: piérdete.
– ¿Le traigo un vaso de agua? -preguntó él, señalando hacia la cocina.
La mujer se encogió de hombros y Perlmutter se marchó.
– Comprendo que ha de ser espantoso tener que acordarse de todo aquello -prosiguió Kate-. Pero a nosotros nos ayudaría a encontrar al culpable.
Martínez respiró hondo.
– Bueno, el caso es que el día anterior Suzie me comentó que no le iba bien el agua caliente. La verdad es que pasa muchas veces en el bloque. Fui a su casa para ver cuál era el problema y entonces… entonces… -Se santiguó varias veces entre la sinfonía átona de sus pulseras-. Entonces la encontré.