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– Tus ojos… -comenzó, apartándose un poco para mirarla- son de un verde cromo increíble. ¿Nunca te lo habían dicho?

– Constantemente. El carnicero, los camareros, todo el mundo. Una pesadez.

Boyd rió.

– Pero es verdad. Son de un verde cromo purísimo. Es extraordinario.

– Sí, ya. Y mi pelo es de un siena quemado deslumbrante y mis labios… ¿qué, escarlata cadmio? ¿Y qué más? Seguro que me dejo algo.

Él le pasó el dedo por la mejilla.

– Tu piel. Una mezcla perfecta de rosa Madder, con un fondo de amarillo Nápoles y un ligero toque de blanco titanio.

– Madre mía. -Kate puso en blanco sus ojos verde cromo.

Boyd le dedicó una sonrisa seductora y tiró suavemente de la gruesa cadenilla que llevaba al cuello.

– Menudos grilletes llevas.

– ¿Esto? -Boyd alzó un poco la cadenilla con los dedos sucios de pintura, para que la viera mejor-. Es un regalo de mi primera mujer. Era italiana, ¿sabes? Se ve que la pieza llevaba siglos en la familia. Tengo entendido que es medieval.

Kate se acercó para admirar los eslabones en forma de cruz.

– ¿Cómo es que dejó que te quedaras con ella?

– Siempre mantengo la amistad con mis ex mujeres… y mis ex amantes.

– ¿Podemos empezar? -preguntaron los dos cámaras casi al unísono, inmunes a los encantos del pintor.

Kate se echó un rápido vistazo en uno de los espejos de Boyd, se alisó los pantalones y el jersey y se sentó en una de las dos sillas dispuestas en el centro del estudio, rodeadas de las enormes y coloridas obras del pintor.

El ayudante les colocó los micrófonos, y a continuación Boyd se pasó dos horas señalando sus pinturas, formulando opiniones y haciendo declaraciones sin apenas respirar.

A la última pregunta, «¿Qué importancia tiene el color para usted?», respondió:

– El color lo es todo. Absolutamente todo. Es la razón por la que me levanto por las mañanas. ¡Sólo hay que ver mis pinturas para saberlo! La verdad, para qué molestarse en pintar si no se va a utilizar el color, que es la herramienta más seductora del arte. Yo como, respiro y sueño en color.

– Eso suena un poco enfermizo -replicó Kate, pero se volvió rápidamente hacia el cámara y añadió-: Corten. Lo siento, Boyd, no he podido resistirme. Pero bueno, voy a contestar de manera un poco más respetuosa. -Hizo un gesto al cámara para que comenzara de nuevo a grabar-. Ya veo -prosiguió, ahora un poco más seria-. ¿Qué les diría entonces a los pintores que limitan su paleta o que no utilizan el color, sólo el blanco y negro?

– Bueno, Franz Kline se podía permitir obras en blanco y negro, pero eran los años cincuenta. Ahora, la verdad, sería muy aburrido. Yo no podría jamás. El hecho es que si tuviera que vivir sin colores, me suicidaría -concluyó encogiéndose de hombros.

– ¿Podría repetir eso? -preguntó el cámara-. Me gustaría rodar un primer plano.

– Claro.

Boyd Werther se enderezó en la silla y se alisó la camisa mientras la cámara se acercaba.

– Si me negaran el uso del color, me suicidaría. Sin ninguna duda.

– A propósito -dijo Kate mientras Boyd la despedía con dos besos en el montacargas-. Un viejo artista muy sabio me dijo una vez que nunca hay que decir «de esta agua no beberé».

– Supongo que te refieres a mi declaración de que nunca trabajaría en blanco y negro.

– Es que no me gustaría que te suicidaras.

Hacía más de un año que Kate no veía las monótonas paredes marrones de la comisaría Seis, y nada había cambiado: los mismos fluorescentes, que lo bañaban todo de una luz enfermiza, el mismo aroma a café malo, las mentiras de los criminales, la ambición de los agentes y los sueños frustrados envenenaban el aire, y sus propios malos recuerdos hacían de todo aquello algo personal.

Kate saludó con la cabeza al sargento que la recibió en el mostrador.

– Brown te está esperando. ¿Sabes el camino?

Desde luego que sí. No lo había olvidado.

Kate se miró las manos, las uñas pintadas de color perla. Luego consultó su reloj.

– No creo que pueda hacerlo, Floyd. -Se remetió el pelo detrás de la oreja y respiró hondo. Ya había hablado de ello con Clare Tapell y había accedido a echar un vistazo. Pero ahora que estaba allí, en el despacho de Brown, no quería saber nada. Las pesadillas del Artista de la Muerte inundaban su mente para no dejar sitio a nada más. Si Richard estuviera allí, se negaría a gritos. Pero no hablaba con él desde el día anterior, cuando Richard la había llamado desde su despacho. Parecía preocupado y le prometió contárselo todo cuando volviera de tomar declaraciones en Boston.

Brown tamborileó en la mesa.

– Mira, McKinnon, yo lo entiendo. Pero nos harías un favor personal a Tapell y a mí.

Ella asintió. Sabía que no le quedaba más remedio, pero su mente seguía rechazando la idea. ¿Qué demonios estaba haciendo allí, ahora que por fin había logrado volver a la normalidad después de un año de lágrimas y pesadillas? Quería volver a su programa de televisión o a Un Futuro Mejor para revisar las solicitudes de la nueva temporada y pensar de dónde iba a sacar los fondos para mantener a un nuevo grupo de niños. Ésos eran los problemas que le interesaban.

– De acuerdo -dijo por fin. Se puso en pie y se alisó los pantalones intentando hacerse a la idea. Sólo había que echar un vistazo a un par de lienzos. Podría soportarlo. Miró a Brown a los ojos-. Terminemos de una vez -añadió.

Brown había conectado la sirena y conducía el Chevy Impala por las calles del Bronx a toda velocidad.

– Si llegas a decirme que era en el Bronx me habría negado de plano -aseveró Kate, contemplando los edificios y las casas de piedra rojiza que le recordaban la calle donde se había criado en Astoria, sólo que esto era todavía más cutre.

– Sí, ya les pedí que mandaran a un agente con los lienzos a tu castillo de Park Avenue, pero se ve que la policía anda un poco corta de efectivos.

– Muy gracioso. Y además es Central Park West, no Park Avenue.

– Sí, lo sé -replicó Brown con una sonrisa.

– ¿Qué pasa, que hace tiempo que no puedes meterte con nadie, detective Brown?

– No, pero siempre ha sido más divertido meterse contigo. Ah, y es jefe Brown.

– Ya lo sé -contestó ella, devolviéndole su sonrisa irónica.

La comisaría del Bronx tenía peor aspecto que la Seis, aunque era evidente que habían hecho cierto esfuerzo por ellos. Los lienzos estaban en la sala de briefing, con sus hileras de sillas metálicas delante de una pizarra, un tablón de anuncios y un atril con un micrófono. Las pinturas estaban en bolsas de plástico sujetas con grandes clips negros y colgadas con chinchetas en el tablón junto con fotografías de la escena del lugar del crimen. Kate deseó que las hubieran puesto en otra parte, preferiblemente donde no pudiera verlas.

McNally entró en la sala con paso cansino.

– Lo siento -se disculpó-. No me habían dicho que estabais aquí.

Brown hizo las presentaciones.

Kate advirtió que el jefe del Bronx la miraba de arriba abajo. La gente solía deducir por su aspecto y su manera de hablar que era el producto de un colegio privado, una casa de veraneo y un Mercedes Benz, cuando de hecho aquella imagen era su propia creación.

En la mesa junto al atril había una máquina de café con la sempiterna pila de vasos de plástico, cajitas de leche y un plato lleno de sobres de azúcar y sacarina, además de galletas Oreo en una fuente de plástico.

Kate intentó no mirar las fotografías del crimen, aunque ya se estaban imprimiendo en su cerebro a través de su visión periférica.