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Grange reflexionó.

– ¿Y cree que el expediente de Baldoni serviría de algo?

– Tal vez. -Kate se acercó un paso. Grange captó su perfume y notó un espasmo en los músculos.

– De acuerdo, le daré el expediente.

– ¿De verdad? -repuso Kate, sorprendida.

– No es nada del otro mundo. -Lo cual era cierto, sobre todo si pensaban retirarle como él sospechaba. «Que les den por el culo, después de todos estos años.»

Kate seguía allí, muy cerca de él, y Grange pensó que si no se apartaba tendría que ir al servicio para echarse agua fría en la cara, tal vez en todo el cuerpo. El sudor comenzaba a perlarle la frente.

– ¿Es todo? -preguntó, pasándose el dorso de la mano por la frente.

– Pues la verdad es que no. No sé si… Vaya, que ya puestos, ¿no podrías conseguirme también el expediente de Giulio Lombardi?

– Joder, McKinnon, ¿que quieres acceso libre a los archivos del FBI?

– No estaría mal. -Soltó una risita y se remetió el pelo detrás de las orejas.

Grange se oyó contestar:

– De acuerdo.

Entonces Kate le agarró la mano para estrechársela y Grange supo que si ella le pidiera que fuese a la Casa Blanca y matara de un tiro al perro del presidente, también contestaría «De acuerdo».

– Eres un cielo -dijo Kate. Jamás se hubiera imaginado que iba a decir algo así a Marty Grange.

Una sonrisa danzó en los labios del agente.

– Te llevo los expedientes a tu casa. ¿La dirección?

– Central Park West, 145. Pero puedo venir yo a recogerlos. No quiero crearte problemas. ¿Cuándo los tendrías?

Grange consultó su reloj.

– En un par de horas. -Pensó en la perspectiva de pasar otra noche solitaria en su apartamento de una habitación, bebiendo cerveza. Respiró hondo y dijo con tono de indiferencia-: De todas maneras tengo que ir por esa zona, así que no me importa llevártelos.

– No hace falta, de verdad…

– No se hable más. Ya te he dicho que… eh… que tengo que ir al Upper West Side de todas formas. -Era mentira. No tenía que ir a ningún sitio.

– Vale, gracias. -Kate sonrió. Una sonrisa sincera-. Y…

– ¿Ahora qué? ¿Otro expediente?

– No.

– Bien.

– Pero… -Kate meneó la cabeza-. No, es igual.

– ¿Qué? -Grange tuvo el horrible presentimiento de que McKinnon iba a pedirle que no fuera a su casa, cuando ahora era lo único que deseaba hacer en el mundo: estar un rato con ella en su apartamento-. Ya te he dicho que te llevaré los expedientes.

– No, no es eso. Es que… bueno, hay otra cosa pero… no, ya he pedido demasiado.

– Te he dicho que hables, ¿no?

– Es lo del detective privado, el que estuvo siguiendo a Andrew Stokes. ¿Recuerdas que su mujer lo mencionó? Creo que podría ayudarnos, pero no dirá nada sin una orden judicial.

– O sea que ya has hablado con él.

– Me temo que sí. Ya sé lo que estás pensando, que no…

– ¿Cómo sabes lo que estoy pensando? -Grange se secó las manos húmedas en los pantalones-. ¿Dónde tiene el despacho ese detective?

– Cerca del centro. Entre la calle Cuarenta y seis y la Seis.

A una manzana del apartamento al que Grange no tenía ningunas ganas de volver.

– Haré unas llamadas para que los expedientes estén listos cuando volvamos -dijo.

– La oficina no es gran cosa -comentó Grange, en voz bastante alta para que lo oyera la recepcionista y esposa de Baume.

– Eugene está ocupado en este momento -dijo ella.

Kate se inclinó sobre la mesa con una sonrisa.

– Perdone, pero es muy importante y…

Grange no se molestó en esperar. Fue directamente a abrir la puerta del despacho de Baume.

El detective alzó la cabeza y vio a Kate.

– ¿Ha traído una orden?

– Pues no, pero…

– Ya le advertí que sin una orden no puedo decir nada. Se trata de información confidencial, protegida por el artículo H de…

Grange plantó las manos en la mesa de Baume.

– Olvídese del artículo H, Q, P o M de mierda.

– ¿Quién es usted? -Baume miró aquellos ojos oscuros y fríos que Kate había sentido sobre ella tantas veces. Ahora se daba cuenta de que era un gesto que Grange había perfeccionado, su manera de protegerse-. Ya le he dicho a su amiga que necesito una orden judicial.

A Grange le gustó eso de «su amiga», pero estampó su placa del FBI contra la mesa.

– Últimamente el FBI ha estado colaborando con el Departamento de Trabajo, inspeccionando pequeños negocios, sobre todo agencias de detectives privados. Le sorprendería saber cuántas hemos tenido que cerrar.

Baume suspiró.

– ¿Cuál era el expediente que querían?

– Stokes -contestó Kate-. Andrew Stokes.

Baume se deslizó hacia atrás en su silla con un chirrido de ruedecillas, abrió el último cajón de un archivador metálico y sacó una carpeta que dejó en la mesa.

Kate la cogió y comenzó a hojear una serie de fotografías en blanco y negro.

– Hable -ordenó Grange.

– ¿De qué?

– De Stokes. No me gusta leer. Y no se deje nada.

Baume suspiró de nuevo.

– Estuve siguiéndolo un mes. Era todo un crápula, aunque tenía un buen trabajo y vivía en un buen barrio. Le iban las putas, el juego, las drogas. Menudo elemento. A veces compraba la droga en la calle. Por ahí tengo una foto. A su esposa no le importaba nada de eso, sólo las chicas, las putas.

Kate seguía mirando las fotos. Todas eran bastante granulosas, tomadas con un teleobjetivo a bastante distancia, pero aun así reconoció a Suzie White.

– Su puta favorita -comentó Baume, señalando la foto de Suzie-. A Stokes le volvía loco. Solía recogerla en el centro para llevársela a un hotel un par de veces a la semana.

– ¿En el centro? -preguntó Kate.

– Sí. En la esquina de la Décima Avenida y la Treinta y nueve. Me acuerdo porque yo solía parar un momento para tomarme una magdalena en el sitio ese tan famoso de la esquina, el Cupcake Café. Por eso apodé Magdalena a la puta. Menos mal que el caso duró sólo un mes, porque si no habría engordado diez kilos. -Soltó una risita, pero nadie le imitó-. Otras veces Magdalena se encontraba con Stokes en una esquina cerca del bufete de abogados donde trabajaba él. Por ahí está el nombre.

– Rothstein & Associates -logró decir Kate.

– Sí, eso es. Magdalena trabajaba por esa zona para ese tío -prosiguió Baume, señalando otra foto.

– Angelo Baldoni -dijo Kate, y miró a Grange-. Así que Baldoni era el chulo de Suzie White en el centro, el listillo que mencionó Lamar Black.

– Ese tipo, Baldoni, tenía un grupito de chicas, muy jóvenes todas -explicó Baume-. Yo le veía muchas veces pidiéndoles el dinero. Y también las maltrataba, el muy cerdo. Al principio no sabía quién era, pero cuando me enteré… qué coño, ya no quise saber nada más del caso. -Miró a Grange-. ¿Conoce usted a Baldoni?

– Sí.

– Me han dicho que ha muerto. Un hijo de puta menos, ¿eh? -El detective hojeó un momento las fotos y sacó una-. ¿Y éste? ¿Saben quién es? -preguntó, señalando la imagen borrosa de dos hombres saliendo de un bar. Uno de ellos era Stokes.

– Giulio Lombardi.

– Bingo. Stokes trataba con mafiosos. Joder. En cuanto me di cuenta dejé el caso. No pensaba jugármela con tipos como Giulio Lombardi.

– Bien hecho. -Grange tomó las fotos-. ¿Hay alguna en la que aparezcan juntos Lombardi y Baldoni?

Baume negó con la cabeza.

– Sólo sale Stokes con uno o con otro. Baldoni era el que le suministraba las drogas, tanto en la calle como en su casa. Un par de veces vi a Baldoni subir a Rothstein & Associates con una bolsa marrón.

Kate respiró hondo.

– ¿Y qué sabe del jefe del bufete, Richard Rothstein?