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– Nada. Lo veía entrar y salir del edificio, pero no me pagaban para vigilarle.

– ¿Vio alguna vez a Rothstein con Lombardi o Baldoni? -preguntó Grange.

– No, nunca.

Kate suspiró.

Grange señaló otra foto.

– ¿Dónde la hizo?

Baume pensó un momento.

– Fue la última del carrete. Me acuerdo porque me jodió bastante que se terminara. Iba siguiendo a Stokes, que acababa de encontrarse con Baldoni. Luego apareció ese tipo, y no sé si fue Stokes o Baldoni el que se reunió con él. No me acuerdo. Ya les digo que se me terminó el carrete. Y además, ése fue el último día, porque no quería involucrarme en un caso relacionado con la mafia, de manera que lo dejé tal cual.

– ¿Le importa que me quede con esto? -dijo Grange, metiéndose la fotografía en el bolsillo.

– ¿Para qué pregunta si le va a dar igual?

– También es verdad. -Grange se inclinó hacia Kate-. Mejor te llevas todo el expediente. No creo que al señor Baume le sirva de mucho.

– Has estado genial -dijo Kate una vez fuera, dándole un apretón en el brazo. Grange lanzó un resuello que se perdió en el ruido del tráfico-. ¿Quién era el hombre de la foto?

Grange se sacó la instantánea del bolsillo.

– Nada más y nada menos que Charlie D'Amato, también llamado Charlie D. Un jefe muy famoso del mundo del crimen, un capo bastone.

Kate miró la imagen. El hombre parecía rondar los setenta, pelo blanco, rostro afable como de abuelo simpático.

– ¿Y eso qué significa? ¿Como un padrino?

– Más bien un vicepresidente. Pero aun así muy poderoso, y muy peligroso, aunque cumple cadena perpetua en Sing Sing.

37

– McKinnon, eres una mujer increíble -comentó Perlmutter, al volante del Crown Victoria.

– Hago lo que puedo.

– ¿Qué le has hecho a Grange?

– Lo siento, pero mis labios están sellados.

– Seguro que con él no lo estaban tanto.

– No seas grosero. Hemos llegado a un entendimiento, nada más.

– Ya. -Perlmutter apartó la vista de la carretera para mirarla con gesto suspicaz-. Bueno, pues tu nuevo pretendiente me ha enviado en su lugar y yo estoy encantado, así que no sé lo que estarás haciendo, pero sigue así.

Kate se quedó mirando los coches y las señales de carretera, preguntándose qué habría hecho para convertir al agente Grange.

– ¿Vamos por Tappan Zee o por Taconic?

– Me da igual.

– Bien. Creo que por el puente es un poco más largo. Ya puestos, podemos tomarnos el día. -Perlmutter apoyó el brazo en la ventanilla abierta.

Algunos parches de cielo azul jugaban al escondite con los nubarrones.

– ¿Brown aprueba esta excursión? -preguntó Kate.

– Totalmente. Fue Brown quien llamó al director después de tener una charla con tu mejor amigo, el agente Grange. Si sale algo de esto, tanto Grange como Brown tendrán buena prensa. Si no, bueno, tampoco se perderá nada.

Kate no sabía qué podía ganar o perder, pero necesitaba saber, tanto si las respuestas le gustaban como si no, necesitaba seguir adelante con su vida, si es que era posible. Recordó las instrucciones de Grange sobre la inminente entrevista: lo que estaba interesado en saber y lo que ella podía ofrecer a cambio. Ella había escuchado con atención y lo había memorizado todo. Miró por la ventanilla. Los árboles pasaban como borrones verdes.

– Considérame tu chófer -comentó Perlmutter con una sonrisa-. La verdad es que Brown no tuvo que pedírmelo dos veces. Me atraen las cárceles, y no lo digo en el aspecto sexual, así que no quiero bromitas. Me interesa mucho la historia de las prisiones.

– ¿Me estás diciendo que te interesan otras cosas aparte del cine?

– Oye, que hay películas de cárceles magníficas. Fugitivos, con Tony Curtis encadenado a Sidney Poitier, lo cual nos da unas posibilidades muy interesantes; El hombre de Alcatraz, Cadena perpetua… -Dio unos golpecitos en el volante-. A ver, una pregunta, y no es de cine: ¿quiénes fueron las personas más famosas ejecutadas en Sing Sing?

– Ni idea.

– Venga, piensa.

Kate puso los ojos en blanco.

– ¿Al Capone?

– ¿Al Capone? ¡Pero qué dices! Julius y Ethel.

– ¿Los Rosenberg?

– Los frieron en 1951. Y allí murió también una de mis parejas favoritas de toda la historia: Martha Beck y Raymond Fernandez.

– Ah, sí, los asesinos de los Corazones Solitarios. Hicieron una película de serie B sobre ellos, ¿te acuerdas?

– ¿Que si me acuerdo? La tengo. Con Tony LoBianco y Shirley Stoller.

– Nicky, es terrible desperdiciar el cerebro en basura.

– ¿Basura? -Perlmutter exageró un suspiro-. ¡Qué sacrilegio!

Nicky encendió la radio y, a pesar del ruido estático de los códigos de la policía, siguió a Jay Z, rapeando con él a la perfección.

– Pero bueno, ni que tuvieras diecisiete años -dijo Kate con una sonrisa.

– Ojalá.

– Busca algo un poco más… tranquilo.

Perlmutter giró el dial hasta encontrar una antigua canción de Dylan, Simple Twist of Fate.

– ¿Te va Bob Dylan? -preguntó La canción le recordó a Richard. No sabía muy bien si quería oírla, pero Perlmutter ya estaba cantando, de manera que contestó:

– Sí, Dylan está bien.

Dylan. Kate recordó las fotografías ampliadas de los bordes de los cuadros del psicópata, llenos de nombres: Dylan, Tony y Brenda. ¿Quiénes serían?

Se metió en la boca un chicle Nicorette.

Poco después de atravesar el puente salieron de la autopista para dirigirse al pueblo de Ossining. Entraron en la calle principal, donde muchos de los edificios históricos estaban intactos. Después de varias vueltas tomaron una carretera en cuesta y apareció a la vista la torre de Sing Sing.

– ¿Nunca has pensado de dónde viene el nombre de Sing Sing?

Kate negó con la cabeza. Ahora que casi habían llegado ya no estaba tan segura de querer pasar por aquello.

– Viene de la expresión india sin sinck, que significa «piedra sobre piedra». Toda la parte sur de Ossining, que por cierto se llamaba Sing Sing hasta que los residentes quisieron desligarse de la cárcel, está asentada sobre piedra caliza.

– Eres un pozo de información.

– Pues sí. ¿Qué más quieres saber? ¿A cuánta gente han ejecutado? ¿Las torturas que se empleaban antes de la reforma penitenciaria?

Perlmutter se detuvo por fin a la puerta del penal y mostró su identificación al guarda. Por una vez Kate se alegró de que estuviera callado.

Una vez dentro, un celador los llevó a una pequeña habitación cuadrada. El hombre miraba a Kate como si fuera un merengue de limón.

Cuando se quedaron a solas Perlmutter le dijo:

– El espectáculo lo diriges tú. Yo sólo he venido para que sea oficial.

Kate asintió mirando en torno a la sala. Medía unos tres metros por tres, no tenía más ventana que un pequeño rectángulo de cristal en la puerta, había unos fluorescentes de luz oscilante, dos sillas metálicas y un cartel de NO FUMAR que la impulsó a zamparse otro Nicorette.

– Menuda adicción -comentó Perlmutter.

– Y que lo digas. Me sale más caro que el tabaco.

Un momento después el celador llevó a la habitación al hombre de la fotografía de Baume, esposado de pies y manos.

– Siéntate -ordenó, y le esposó los tobillos a una de las sillas metálicas clavadas al suelo de cemento-. Estaré aquí fuera -informó, guiñándole el ojo a Kate.

Charlie D'Amato era más pequeño de lo que Kate esperaba y parecía también más viejo. El pelo blanco le raleaba, tenía la cara fláccida como un perro pachón y las manos retorcidas por la artritis y cubiertas de manchas de vejez.

El hombre miró a Perlmutter, que estaba apoyado contra la pared.