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– ¿Y usted es…?

– Detective Perlmutter. -Sacó del bolsillo el Daily News, lo desplegó y se puso a leer-. Como si no estuviera.

D'Amato enarcó las cejas, se encogió de hombros y se volvió hacia Kate.

– No sé qué piensas que puedo decirte del asesinato de tu marido.

Kate intentó disimular su sorpresa.

– Así que sabe por qué he venido.

– Las noticias vuelan -replicó él con una sonrisa crispada e irónica. Kate imaginó que era el gesto que utilizaba cuando quería acobardar a alguien-. Digamos que el celador y yo… nos entendemos bien.

– Perfecto -dijo Kate-. Así ahorramos tiempo.

– Me gustan las mujeres como tú: derechas al grano. -D'Amato señaló con la cabeza el paquete de tabaco que llevaba en el bolsillo del pecho-. ¿Me sacas uno, guapa? De momento estoy un poco impedido -añadió con una sonrisa torcida.

Kate le dio un Winston y luego se lo encendió.

D'Amato tenía dificultades para llevarse el cigarrillo a la boca; cualquier movimiento era un esfuerzo por el peso de los grilletes. La miró a través del humo.

– Tienes más o menos la edad de mi hija. Se llama Teresa y vive en New Brunswick, en Jersey. Tiene una casa estupenda y un par de críos, uno ya casi adolescente, Charlie. Lleva el nombre de su abuelo. Hace tiempo que no lo veo. -Esbozó una sonrisa algo menos retorcida que la anterior-. ¿Tú tienes hijos?

Kate supuso que D'Amato conocía la respuesta y que precisamente por eso había hecho la pregunta.

– Señor D'Amato, no tengo mucho tiempo…

– Pues yo tengo todo el tiempo del mundo -replicó él, exhalando una nube de humo.

– No es eso lo que tengo entendido. -Según Grange, D'Amato padecía una enfermedad terminal. Pero Kate no pretendía que su comentario sonara tan brutal-. Escuche, si sabe a qué he venido también sabrá que tengo autoridad para ofrecerle algunos favores. ¿Por qué no me dice lo que quiere?

– ¿Y quién ha dicho que yo quiera nada?

Kate le ofreció su propia versión de sonrisa irónica.

– Todos queremos algo, señor D'Amato.

– Llámame Charlie -contestó el preso, haciendo gala de su aspecto de abuelito.

– Dejémonos de tonterías, Charlie. Usted me dice algo y yo le ofrezco algo. Ya sabe cómo va esto. Empieza usted.

D'Amato se quedó en silencio, exhalando un par de anillos de humo en el aire ya cargado, y miró a Perlmutter un instante antes de hablar.

– Angelo Baldoni mató a tu marido. ¿Qué te parece, para empezar?

Fue como una bofetada, aunque Kate ya se lo esperaba.

Perlmutter la miró y vio que se las apañaba bien.

– ¿Por qué? -preguntó Kate con tono comedido.

– Creo que me toca a mí, guapa. -D'Amato se inclinó en la silla con un chasquido de hierros-. No me dejan ver a mis nietos.

– Podemos arreglar una visita. -Grange le había dicho que podía valerse de los derechos de visita.

– En una habitación, con un celador, no a través de un cristal. No quiero que vean así a su abuelo.

– Muy bien. Mi turno. -Kate inspiró-. ¿Por qué mató Baldoni a mi marido?

El viejo se encogió de hombros como si estuviera aburrido.

– Se interpuso en el camino.

– ¿En qué camino?

– No te imaginas dónde me tienen metido, guapa. Es una celda muy oscura. Me sacan como mucho media hora al día para que vea el sol y respire un poco de aire fresco. A menos que tenga que ir al médico, que tampoco es muy divertido, nunca veo nada. Me han dicho que en la parte norte hay unas celdas con ventanas.

– Y le gustaría que le trasladaran a una.

– Digamos que la idea me vuelve más comunicativo.

– Tal vez se pueda conseguir. -De hecho Grange ya había dispuesto el traslado a una celda mejor si el hombre cooperaba, pero Kate no estaba dispuesta a admitirlo todavía.

– No me gusta eso de «tal vez».

– Y a mí no me gustan los juegos.

– La que pone las reglas eres tú, no yo. -Esbozó de nuevo aquella sonrisa irónica.

– Señor D'Amato…

Él blandió un dedo, un movimiento difícil con las esposas puestas.

– Charlie.

– Charlie.

– Quiero una celda con ventana, de verdad. Soy ya muy viejo, me estoy muriendo, ¿acaso es mucho pedir?

No necesitaba hacer tanto teatro, pero Kate le dejó interpretar el papel.

– Lo arreglaremos -contestó.

Esta vez la sonrisa de D'Amato pareció más auténtica.

– Tu marido estaba creando problemas.

– ¿Qué clase de problemas? ¿Y para quién?

– ¿Tanto te importa saberlo?

Kate le miró a los ojos.

– Sí.

– Muy bien, pero sólo porque me recuerdas a mi hija. -D'Amato miró a Perlmutter-. ¿Por qué no espera fuera y nos deja un poco de intimidad? Puede mirar por el cristal de la puerta, como está haciendo el celador.

Perlmutter miró a Kate y ella asintió con la cabeza.

D'Amato esbozó su sonrisa azucarada de abuelo.

– Así está mejor, ¿no? -comentó una vez Perlmutter hubo salido.

– Siga. Me estaba contando lo que le pasó a mi marido.

Él suspiro.

– El malo de la película es aquel baboso, Stokes, no Angelo Baldoni. ¿Angelo? -D'Amato resopló por la comisura de la boca-. Angelo era un don nadie, un mequetrefe, un sgarrista, un soldado raso, un protegido. No era más que un idiota. Tal vez él apretara el gatillo, pero fue Stokes el que dio la orden. -Tiró el cigarrillo al suelo e intentó pisarlo pero no pudo levantar los pies encadenados-. No digo que Angelo fuera un santo, pero para él no fue más que un encargo. No tenía nada personal contra tu marido.

Kate tenía el corazón encogido. No había sido más que un encargo. Matar a su marido. Sólo un encargo.

– El trabajo es el trabajo -prosiguió D'Amato, como si hablara del tiempo-. Lombardi, el tío de Baldoni, dio el visto bueno porque le debía un favor. Quería saldar cuentas con Stokes de una vez. Ya estaba harto. No hacía más que darle dinero que el tipo aquel despilfarraba en putas y drogas. Quería terminar. Favor por favor y se acabó. Finito. Ciao. De manera que cuando Stokes le pidió el gran favor, matar a Rothstein, Lombardi pensó que muy bien, que sería el último favor. Así que le encargó el trabajito a Angelo, y a éste le dio por pedir un cuadro al gilipollas que trabajaba para él, para que el asesinato de tu marido pareciera obra de aquel otro chiflado.

– Y luego mató al pintor, a Martini, ¿no?

D'Amato asintió.

– Por lo visto Martini se volvió codicioso. El dinero vuelve loca a la gente -comentó encogiéndose de hombros-. Stokes estaba falseando los libros del bufete de abogados, sacando mucho más dinero del que le correspondía. Se ve que tu marido se enteró y no sólo iba a despedirlo, sino también a denunciarlo a la policía. Stokes le fue con el cuento a Lombardi y le dijo que Rothstein pensaba dar unos cuantos nombres, que tu marido conocía la relación entre ellos. Consiguió asustar a Lombardi. Pretendía que Lombardi también deseara la muerte de Rothstein. Ya sabes cómo van estas cosas.

«Pretendía que Lombardi también deseara la muerte de Rothstein. Ya sabes cómo van estas cosas.» Las palabras le ardieron en los oídos. Pero necesitaba enterarse de todo, y D'Amato parecía querer seguir hablando. Le indicó que prosiguiera.

– Baldoni y Stokes se merecían el uno al otro. De manera que Angelo dijo que de acuerdo, que se encargaría de Rothstein, pero quería cincuenta mil por el trabajo y Stokes tuvo los huevos de acceder. Así que sacó más dinero del bufete. La verdad es que tiene gracia. Podría decirse que tu marido pagó su asesinato de su propio bolsillo.

Kate tenía náuseas. Andy había ordenado la muerte de Richard y pagó por ella con el dinero del bufete de Richard.

– ¿Cómo sabe todo esto?

– Cariño, hay muy pocas cosas que yo no sepa -replicó D'Amato con una sonrisa malévola-. Lombardi trabaja para mí. De hecho, fui yo el que luego ordené que eliminaran a Stokes.