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– La vi en la tele.

– Ah, claro. En el programa de Kate, ¿no?

– Sí.

– Deberías venir esta noche -le instó Nola.

– Sí, igual voy.

– Ya le diré a Kate que he conocido a un admirador. Kate es fantástica, ¿no crees?

– Sí. -El chico se alzó las gafas oscuras un instante, parpadeó, sonrió y volvió a ponérselas sobre la nariz-. ¡Es geniaaaaaal!

– He conocido a un chico monísimo -comentó Nola mientras dejaba las bolsas en la cocina.

– ¿Cómo se te ocurre llevar peso? -le reprochó Kate con la mirada severa de una madre preocupada.

– Para molestarte -replicó Nola con una mueca.

– Podías haber pedido que las trajeran a casa.

– No las he acarreado yo. Me las ha traído un chico.

Kate comenzó a vaciar las bolsas. Metió el zumo de naranja y la leche en la nevera y dejó las galletas sobre la encimera.

– Nos pusimos a hablar en el pasillo de las galletas, sobre las Mallomars. Luego volvimos a encontrarnos en las cajas y se ofreció a llevarme las bolsas. -Se palmeó la barriga-. Supongo que le di pena.

– ¿Y?

– Y nada. Pero era muy guapo. -Tendió la mano hacia las Mallomars-. ¿Cómo es posible que un tío tan bueno me mire siquiera…?

– ¡Qué dices! ¡Pero si estás guapísima!

– Sí, como una foca -replicó ella, dando un mordisco a la galleta-. Debería dejar de comer estas cosas. ¿Qué me voy a poner esta noche? Estoy harta de estar gorda.

– No estás gorda, estás embarazada.

– Eso es lo que le dije al chico.

– Si quieres te dejo uno de mis chales de pashmina. Te quedará perfecto.

– Ya. Como no me ponga dos, cosidos el uno al otro…

Kate se echó a reír, aunque no se sentía alegre. Sus emociones eran un caos: lo mismo estaba eufórica por la inocencia de Richard que deprimida por su muerte. Y además sentía una mezcla de emoción y ansiedad por la inauguración de Willie. Pensaba en la cantidad de gente que tendría que ver, cuando únicamente tenía ganas de estar a solas para poner orden en aquel torbellino de sentimientos.

Nola se sacudió unas migas del pecho.

– Creo que voy a echarme un rato, para no dormirme en la fiesta. Si no me he despertado en media hora, me llamas, ¿vale?

Kate se tomó su tiempo para arreglarse. Quería estar guapa para la exposición de Willie, y también por Richard. Era la primera vez, desde la muerte de su marido, que se preocupaba por su aspecto.

Diecinueve días. Menos de tres semanas. Una vida entera.

– ¿Qué te parece, cariño? -preguntó a Richard en voz alta mientras examinaba el armario. Fue apartando vestidos hasta encontrar lo que buscaba.

Sacó de la percha un top gris carbón, una sencilla prenda de Armani que Richard le había comprado sin motivo alguno, sólo porque al pasar por la elegante tienda de Madison Avenue lo vio y le gustó para ella.

Le sentaba de miedo. El escote abierto dejaba al descubierto su largo cuello, sus marcadas clavículas y su piel tersa, sobre la que reposaba la cadenilla y el anillo.

Completó el atuendo con unos pantalones muy estrechos y unos tacones gris oscuro.

Se cepilló el pelo y se lo dejó suelto sobre los hombros, como le gustaba a Richard. Se puso un poco de colorete en los altos pómulos, brillo en los labios, una suave sombra en los ojos y rímel en las pestañas.

Se llevó la mano al anillo de Richard mientras se miraba en el espejo, y comprendió que Richard sabía perfectamente lo que a ella le sentaba bien.

Se lo imaginó sonriendo satisfecho.

– Ya está. -Kate terminó de arreglar el chal gris en torno a los hombros de Nola.

– ¿Seguro que con tanto gris no parezco el zepelín de Goodyear?

Kate se apartó y la observó con un ojo cerrado.

– No. El zepelín es más pequeño.

– Muy graciosa.

– Estás estupenda. Además, ¿a qué viene tanta preocupación? Ya sabes cómo es la gente en las inauguraciones. Lo único que les importa es su propio aspecto.

– Sí, pero… -Nola se puso a juguetear con el chal, atándoselo y desatándoselo-. Es que he invitado a Dylan y puede que venga.

– ¿Dylan?

– El del supermercado.

¿Por qué tenía que ser un nombre que le recordara al psicópata?

– ¿Qué pasa? -preguntó Nola al ver la mirada abstraída de Kate.

– No, nada.

Una ducha es lo que le hace falta. Quiere tener buen aspecto, sentirse bien, oler bien, para ella, para su historia-dura.

Está cansado de esperar. Ha llegado el momento.

Piensa en Nola, la chica embarazada, en lo que sentirá al despanzurrarla. Es evidente que él le ha gustado, que está dispuesta a ir a cualquier parte con él.

Piensa dónde podría llevarla y decide que dejará que sea ella la que le lleve a él. Qué buena idea.

– ¡Es geniaaaaaal!

– Gracias, Tony.

La exposición de WLK Hand. La galería Petrycoff. Sí, tiene sentido.

Se seca el pelo con la toalla y se mira en el espejo. Su piel sigue gris, pero su pelo arroja tonalidades marrones con un atisbo de resplandor del sol. Está casi curado. Y cuando la vea, cuando hable con ella, con Kate, su historia-dura, la cura será completa. Está seguro.

La galería Vincent Petrycoff bullía de gente, atestada de artistas, tratantes, coleccionistas y curiosos, un mar de negro y gris en el que los cuadros de Willie asomaban de vez en cuando.

Kate intentó atisbar entre una pareja que le bloqueaba la vista.

– Te digo que es el músculo que alza los testículos -dijo el hombre.

– ¿Estás seguro? -contestó la mujer-. Yo creía que el cremáster eran los testículos.

– No. Lo comprobé después de ver la película. Es el músculo que sostiene los testículos.

– ¿Así que la película va de la sujeción de los testículos?

– No es lo que yo entendí. Pero salía Úrsula Andrews. ¿Te acuerdas de ella en Doctor No?

– No.

– La película de James Bond. Era la chica de la playa, la del bikini.

– Es igual. -La mujer se encogió de hombros-. Yo me acuerdo del primer vídeo del artista, en el que escalaba las paredes de una galería, que creo estaban untadas de vaselina, colgado de un arnés.

– Ah, ya… como estar dentro de la vagina.

– Pudiera ser que el arnés tenga relación con la idea del cremáster, la idea de sujetar los testículos.

– Es fantástico. No se me había ocurrido.

– Perdonad -dijo Kate, intentando pasar. Le hubiera gustado tener un comentario ingenioso a mano, pero estaba preocupada y notaba los nervios de punta. Miró en torno a la sala. Todo parecía en orden, pero sentía de nuevo aquel extraño zumbido. ¿Por qué?

Petrycoff se acercó entre el público para saludarla. Su rostro relucía de moreno artificial. Llevaba el pelo plateado pegado a la cabeza y la coleta tan untada de gel que parecía una lanza.

– Es tuyo -proclamó-. Heridas.

– ¿Heridas?

El galerista señaló el cuadro de los espejos y los cristales, prácticamente oculto por los presentes.

– Ah, no conocía el título. -Tampoco estaba muy segura de que le gustara. Últimamente había sufrido demasiadas heridas, aunque no se arrepentía de haber comprado el cuadro. Le echó un vistazo a través del gentío: una multitud de caras y cuerpos fragmentados se reflejaba en los espejos. Entonces sintió otro escalofrío. ¿Qué pasaba?

– Todo vendido. Hasta el último -dijo Petrycoff.

– ¿Cómo?

– Que se han vendido todos los cuadros. El Reina Sofía tendrá que esperar a que nuestro genio realice alguna obra nueva.

Kate no supo si creerle o no, pero esperaba que al menos la mitad de la exageración fuera verdad, por el bien de William.