– Hola, Tony -dijo-. No sabía que también estabas aquí. Creo que eres genial.
– ¿Lo ves, Tony? ¿Qué te dije? Sabía que ella lo comprendería.
– Claro que lo comprendo. -«Sigue hablándole, distráele y luego coge la pistola.»
– Hacía mucho tiempo que quería hablar contigo y… ésta es la historia de una dama encantadora que era…
– Conozco ese programa. Es La tribu de los Brady, ¿a que sí?
– ¿Un programa?
«Se cree que es real.»
– Dime cómo te llamas, anda.
– Yo no tengo nombre.
– Todo el mundo tiene nombre.
– Ella me llamaba Jasper.
– ¿Puedo llamarte Jasper? ¿Te gustaría?
Él reflexionó un momento.
– Puedes llamarme Jasper porque… es como el artista, Jasper Johns.
– ¿Te gusta Jasper Johns?
– Es uno de mis dioses. Nos llamamos igual y… él también está enfermo, ¿sabes? Como yo.
– ¿Ah, sí?
– Sí. Pero yo ahora estoy mejor y voy a ayudarle a curarse y a lo mejor tú también puedes colaborar.
– Claro que sí. -Kate miró a Nola y casi percibió el pánico en sus ojos. Acercó la mano unos centímetros al bolso-. Tenía miedo de que no pudiéramos llegar a hablar. Creía que habías muerto.
– Ah, ése no era yo. -Una carcajada-. Fue un truco.
– ¡Qué listo! ¡Conseguiste engañar a la policía! ¿Y cómo lo hiciste?
– Muy fácil. Le pagué, ¿sabes?, al chico, un punky de la calle. Después de matar a los policías de fuera, le mandé delante de mí a la galería. Le hice llevar las gafas de sol y llegar hasta la puerta. Estaban emocionadísimos. Se creían que lo habían atrapado. A mí. Luego fue muy fácil, ¿sabes?, entrar mientras estaban todos distraídos. No se esperaban que apareciera yo un minuto más tarde y entonces bang bang, muertos, ellos, no tú, y los otros, los del coche, ésos ya estaban muertos, kaput, se acabó, pop pop. Me gustó mucho el ruido que hacía la pistola con el silenciador, pop pop. -Blandió el cuchillo como si fuera una pistola y Kate pensó en lanzarse contra él, pero el arma estaba a escasos centímetros del vientre de Nola-. No se enteraron de nada, no me vieron venir. Pop, pop. Plop, plop, fizz, fizz. A veces puedo hacerme invisible.
– ¿De verdad?
– Sí, pero no ahora. -Pareció estremecerse y el cuchillo osciló en su mano. Kate tuvo que controlarse para no arrojarse sobre él-. Me puse triste. Vaya, como dice Prince, cuando las palomas lloran. Pero luego eché un vistazo y fue estupendo. Vaya, que era… estupendo, mis cuadros en la galería, donde tenían que estar y… -De nuevo se le quebró la voz-. A veces hay que hacer sacrificios, ¿no?
– Sí. -Otro centímetro hacia el bolso.
– La cuestión es el trabajo. Vaya, que yo sabía que era contraproducente, pero tenía que hacerlo, vaya, que tenía que hacerlo. Y fue bueno -Hazme daño, que me gusta tanto…-, y era lo que había que hacer, ¿verdad, verdad, verdad? -Se chupó la punta de los dedos quemados, todavía doloridos, con gruesas costras en varios.
– Es verdad. Fuiste muy valiente.
– Soy muy valiente. Duro como el acero. ¡Capaz de saltar sobre los edificios!
– ¿Superman?
– Superman, sí. Y tú eres Luisa Lane.
– ¿Ah, sí?
– No. -Se echó a reír-. Yo sé quién eres. No me confundas.
– Yo nunca te confundiría.
– La gente siempre está intentando confundirme, hacerme daño.
– Lo siento mucho.
– ¿De verdad?
– Sí.
– Tú me has curado.
– Eso has dicho. ¿Y cómo te he curado?
– Me has hecho ver. Fue un milagro.
– Enséñamelo.
– ¿Qué quieres decir?
– Que me enseñes cómo puedes ver.
– No lo sé.
– De verdad, quiero ver lo bien que lo haces. Me alegro mucho por ti, estoy muy contenta de que puedas ver, muy orgullosa. Pero podría estar más orgullosa todavía.
– ¿Cómo? -Podrías enseñarme lo que has aprendido. Cómo te he ayudado, cómo te he curado. -Un paso más. Las bombillas rotas crujieron.
– Por favor, no te acerques. No quiero hacerte daño, no quiero que me hagas daño. -Hazme daño, que me gusta tanto…
– Yo no te haría daño.
– Todo el mundo hace daño. ¿Sabes lo que me hicieron a mí?
– ¿Quiénes?
– En aquel sitio. Los médicos. Mi cabeza y… -Una serie de sensaciones: acero frío en la espalda, una aguja en el brazo, goma en la boca-. Mi cabeza.
Kate sabía que se refería a la terapia de electroshock que la doctora Schiller había mencionado. Pero no fue a él a quien se imaginó allí, en una camilla, no a su cuerpo recibiendo electricidad suficiente para sufrir un ataque epiléptico, sino que Kate vio a su madre, incapaz de hablar y pensar después de unas pocas sesiones, su madre, con quien el tratamiento había fracasado, que se había suicidado en el mismo hospital que tenía que haberla salvado.
Kate le miró y vio su dolor y su tristeza. Pero entonces él blandió el cuchillo y Nola se agitó con un gemido.
– No, por favor -exclamó Kate.
– Deberías conocerme. Pensé que me conocerías por las cosas que puse en los cuadros.
– ¿Qué cosas?
– Las caras amordazadas que dibujé.
– Sí, las vi, pero… -Recordó las imágenes, pero no tenían ningún sentido para ella.
– Pensé que te ayudaría, ¿sabes?, a recordar.
– Me gustaría -contestó Kate-, pero ¿por qué no me lo explicas tú?
Él se limitó a hacer oscilar el cuchillo como un péndulo sobre Nola, jugando con él como si fuera un juguete.
– Por favor -suplicó Kate-. ¿No quieres enseñarme que puedes ver?
– Sí, pero…
– Hay otras luces detrás de ti, en el comedor. El interruptor está en la pared, a tu izquierda. La luz no será muy fuerte, sólo lo justo. ¿Ves esas siluetas con forma de concha? Dentro hay unas lucecitas. No alumbran mucho, pero será suficiente para ver.
– Yo ya veo.
– Pero yo no. ¿Cómo voy a saber que no te equivocas? -Kate comenzaba a encajar todas las piezas: las palabras, los colores, los cuadros. Todo era una prueba. Un desafío para ver los colores. Ahora estaba dispuesta a participar en el juego.
– Muy bien, pero sólo un momento -dijo él-. Sólo para que lo veas.
– Genial -dijo Kate.
– No te burles de Tony.
– No era una burla. Pensé que a Tony le gustaría.
– Con Tony nunca se sabe.
El interruptor estaba a un metro y medio de él. Tal vez a Kate le diera tiempo de coger la pistola.
El chico dio un brinco, encendió las luces y volvió a toda prisa, deteniendo el cuchillo a pocos centímetros de Nola. Ella intentó apartarse emitiendo gemidos ahogados. No, no le había dado tiempo.
Los apliques en forma de media luna arrojaban unos arcos de luz suave que bañaban las paredes de la sala con un resplandor que difuminaba los perfiles. Los cuadros se fundían con los muebles como sombras aferradas a sus secretos. Pero ahora Kate pudo verlo con claridad. Era guapo, con cara de niño, el pelo rubio castaño caído sobre unos grandes ojos tristes. Era un niño, pensó. Un niño. ¿Cómo era posible que aquel chico de mejillas tersas fuera responsable de tanto dolor, capaz de tanto horror?
– Ahora puedes enseñarme cómo te he curado. Será como un juego.
– Estoy harto de juegos. -Su cara de niño pareció envejecer por un instante. Los viejos y sus juegos. Abajo los pantalones. La cara contra la almohada. Buen chico. Te gusta, ¿verdad? Dolor-. Ayuda. Que alguien me ayude. Por favor. ¡Socorro!