– Sí, efectivamente, es muy interesante en relación con el caso. ¿Hablaste con el psiquiatra que lo atendió?
– Sí, hablé por teléfono con un tal Harkimo. Lindell padecía SEP, síndrome de estrés postraumático. Había visto «crueldades» estremecedoras en Bosnia, pero siempre se negó a contarlas con detalle. Sobre los sucesos relativos a la muerte de la chica, Harkimo no sabía más de lo que figuraba en los interrogatorios oficiales. Ahora hace ya más de medio año que no ha visto a Lindell porque ninguno de los dos cree que sea necesario ya.
– Vale.
– ¿Le pedimos que venga? ¿A Lindell?
– No, iremos nosotros y lo traeremos -contesté.
– Bien, mandaré a Markus y a Hector.
– No, iremos nosotros, lo he decidido. Quiero ver cómo reacciona Lindell. Pero debemos ser precavidos. Siendo militar profesional, podría tener armas en casa.
– ¿Crees que es él? ¿El Cazador?
– Podría serlo.
– Pero entonces, ¿por qué darse a conocer?
– Tus asesinos en serie estadounidenses quizá sean fríos y calculadores, pero mi experiencia con centenares de asesinatos aquí en Finlandia es que la mayoría de los asesinos están asustados. Por lo que han hecho y porque pueden ir a la cárcel. Hacen tonterías, dan vueltas por la zona, se presentan como testigos y cosas parecidas. Los sentimientos ganan la partida, no pueden pensar con claridad.
– Eso lo sabes tú mejor que yo, nunca he…
– ¿Has visto alguna vez a un asesino?
– No en la misma habitación. Pero he visto interrogatorios en Atlanta.
– Tiempo habrá. Son personas como tú y como yo. Excepto los verdaderos psicópatas, a los que es imposible entender, casi tanto como a los psiquiatras que los analizan. Los demás están nerviosos y les cuesta ocultarlo, ya lo verás. Es lo habitual aquí en el norte: ¡mata primero y vete patas abajo después!
Reímos los dos, Sonja tan sinceramente como yo. No era remilgada ni sensiblera. Eso es bueno en este oficio.
Tras una planificación precisa de nuestra actuación, Sonja y yo nos metimos en mi coche, Markus y Hector nos seguirían en el coche oficial, todos con chalecos antibalas. Con alguien que podría ser el Cazador no se deben correr riesgos. Desde el principio hay que hacer todo correctamente al cien por cien.
La noche anterior había caído la primera nevada, copos grandes que estuve contemplando un buen rato antes de acostarme. Ya había parado y la nieve se derretiría pronto, pero todavía se amontonaba suelta y se levantaba como vaporosas alas alrededor de los coches. Conducía con cuidado, y le conté a Sonja sobre unos delitos que se habían cometido en algunas casas de la explanada de Lindhag, pero callé al torcer hacia Knutssonsgatan. El cielo brillaba amarillo ardiente frente a nosotros. El sol debía de estar sobre el horizonte, pero no se veía. En cambio su reflejo flotaba sobre las esponjosas nubes como lenguas de fuego, ennegrecidas por una gran bandada de córvidos indefinidos que graznaban.
A lo lejos, bajo el resplandor amarillo, había dos altos bloques de hormigón gris negruzco con un patrón simétrico de pequeñas y estrechas ventanas como troneras cerca del tejado. Aparcamos en un lugar al resguardo de las miradas y subimos a la casa de Lindell. Estaba cubierta de acero recauchutado de color gris oscuro, algo sin duda curioso. Nos juntamos frente al portón cerrado y les di las últimas instrucciones.
Sonja había conseguido el código del portero automático a través de los bomberos (tienen todos los códigos).
Lo marcó y subimos en silencio por las escaleras para no armar ruido con el ascensor. Sonja llamó a la puerta y se situó enfrente, a cierta distancia, con una carpeta en la mano. Iba a decir que estaba allí para controlar los pagos de la licencia de la televisión. Todo estaba en silencio, pero la mirilla se oscureció. Alguien se había acercado a ella. Luego, cuando volvió a haber luz, Sonja se echó a un lado y dejó el sitio a Markus y Hector, que empuñaban sus armas. Cuando la puerta se abrió lo suficiente para ver que la cadena de seguridad no estaba echada, la abrieron de golpe y se metieron en el piso. La puerta chocó contra la pared y el hombre que la había abierto cayó a la izquierda. Markus y Hector comprobaron que no llevaba nada en las manos y lo levantaron. Era de espalda ancha y tan alto como ellos, con el pelo alborotado color castaño y ojos muy abiertos y oscuros. Me adelanté y me coloqué justo enfrente de él.
– ¿Erik Lindell?
– Sí, ¿se puede saber qué ocurre? -dijo casi gritando con una voz de bajo contenida-. Esto tiene que ser un error.
– ¿Has estado preguntando por Gabriella Dahlström en Torkelsgatan?
– Sí… sí, lo he hecho. ¿Qué pasa? ¿Le ha ocurrido algo?
La inquietud y la extrañeza eran sinceras o muy bien interpretadas.
– ¿Por qué lo piensas? ¿Sabes algo de eso? -le presioné.
– No, solo que no contesta al teléfono desde hace días. ¿No pueden decirme si le ha ocurrido algo?
En ese momento dudé. ¿Le daba la noticia de la muerte y, como un mazazo, le desvelaba que la policía sabía quién era la víctima y que había conseguido inmediatamente relacionarla con él? Claro que el momento sorpresa ya había pasado y Lindell había mantenido el tipo. Si era el Cazador, ya había comprendido que íbamos tras él. Más valía adoptar una táctica de rodeo. Podíamos ablandarlo dándole un paseo en el coche oficial y sometiéndolo a un interrogatorio en un ambiente ajeno.
– Hablaremos de eso en la comisaría.
Les hice una seña a Markus y a Hector para que condujesen a Lindell hacia el ascensor.
– Vamos a echar un vistazo por aquí -dije-. No necesitamos ninguna orden de registro, eso solo pasa en las películas americanas -tuve que decirle a Lindell, que se volvía para protestar.
El apartamento hacía esquina, con cocina y dos estancias contiguas. Muy limpio, pero no demasiado acogedor. Linóleo desnudo pero tan pulido que brillaba. Desde el recibidor se veían los armarios, de color blanco, de la cocina. Miré en la sala de estar, que tenía ventanas a los dos lados, parquet y una alfombra gris y blanca. Un grupo de sofás en los mismos tonos y una mesa sin mácula con el periódico del día bien doblado sobre ella. Casi como una habitación de exposición de un catálogo sobre decoración de los años ochenta. Nada militar, ni un libro, ni una foto ni un estandarte. En cambio, los vacíos alféizares de las ventanas mostraban que el propietario estaba preparado para que lo llamaran al campo de batalla durante largos períodos y no quería tener que preocuparse de plantas agostadas.